sábado, 30 de julio de 2016

Los diez minutos de hazaña de González Linares

González Linares durante su brillante
contrarreloj de Forest
¿Cuál fue su secreto? ¿Qué pensamiento puede sugerir la sensación de huir de lo que va detrás y perseguir lo que va delante? ¿Cómo se puede ser presa y depredador al mismo tiempo? ¿Es acaso la huida mayor estímulo que la persecución?, o por el contrario, ¿es la ambición más poderosa que el temor?

El mejor ciclista de todos los tiempos recorrió los últimos metros de la carrera envuelto en los clamores de admiración de sus más entusiastas compatriotas. Toda Bélgica estaba pendiente de aquella séptima etapa del Tour de Francia de 1970 que terminaba en el barrio de Forest (Bruselas), compuesta por dos sectores. En el primero, con un recorrido de 119 kilómetros desde Valenciennes, Eddy Merckx fue impecable. Había dicho a los periodistas que “no sólo quiero llegar a mi pueblo de amarillo, sino ganar la etapa”. Y sus palabras eran más que sonidos cuando las pronunciaba un deportista de su naturaleza que ya había obtenido los dulces sabores del triunfo en el Campeonato Mundial de Ruta (1967), en el Giro de Italia (1968 y 1970) y en el Tour de Francia (1969), además de decenas y decenas de victorias que le estaban proporcionando una merecida fama de avaricioso conquistador. Y su codicia parecía no tener límites. No sólo quiso llegar el primero. Cuando se alcanzó la línea fronteriza entre Francia y Bélgica, Merckx no permitió que ningún otro corredor se pusiera por delante. Se había marcado metas simbólicas y no estaba dispuesto a ceder a nadie el honor de entrar en su país por la puerta grande y como el más conocido y admirado ciudadano de Bélgica, incluso por delante de Tintín o del propio rey Balduino.

Por eso dominó toda la carrera liderando el pelotón, mostrándose complacido espectador ante las fracasadas escapadas de los primeros kilómetros y, avanzada la ruta, imprimiendo un fuerte tren para descomponer al grupo que no pudo aguantar su endiablado ritmo. Luego, a unos 15 kilómetros del final, se escapó con Van Impe, al que dejó tirado en el último kilómetro, para entrar como destacado vencedor. Todos eran un juguete de su pedaleo.

La frustración

Horas después, en el segundo sector, en la carrera contrarreloj de Forest, Eddy Merckx, el mejor ciclista de todos los tiempos, se preparaba a culminar el triunfo. Había realizado el mejor tiempo parcial en la mitad de los 7,2 kilómetros del circuito, y todo hacía suponer que, con su habitual facilidad, reduciría los diez minutos y un segundo que había marcado un desconocido corredor español destinado a ser el segundo clasificado. Por eso el griterío era ensordecedor mientras completaba los últimos metros de la carrera, envuelto en los clamores de admiración de sus más entusiastas compatriotas.

Pero cuando se anunció el tiempo de Eddy Merckx, la muchedumbre enmudeció. Los altavoces no se habían equivocado. Merckx había marcado en el cronómetro diez minutos y cuatro segundos. Tras aquellos silenciosos instantes de incredulidad, se escucharon tímidos aplausos para el ciclista español y luego las exclamaciones de los miembros del equipo Kas, dirigido por Dalmacio Langarica, que se ahogaron en abrazos al ganador, un corredor de 24 años, procedente de un pequeño pueblo del valle montañés de Buelna, de 79 kilos de peso y 1,84 metros de altura que había sido campeón de España de fondo en carretera: José Antonio González Linares.

Y se puso a volar

La contrarreloj había sido corta, pero durísima. Los poco más de siete kilómetros tenían tres subidas, la primera de ellas situada a cuatro kilómetros de la salida, después de un largo descenso. González Linares se encontraba fuerte. Días antes, en la primera etapa, en la contrarreloj de 7,4 kilómetros del circuito de Limoges, el cántabro salió como una bala y luego se derrumbó, así que en esta ocasión se concentró para dosificar sus fuerzas. Salió a buen ritmo, pero sin marchar a tope. Pero poco antes de llegar a la mitad de recorrido, se puso a volar. Encorvado sobre la bicicleta, en esa posición fetal y aerodinámica tan característica, tensionando los músculos de unas piernas a punto de estallar, respirando el aire a bocanadas como si quisiera absorber cada metro de la carretera, cruzó la línea de meta aferrándose a la inercia de su bicicleta, roto por el esfuerzo y entre una indiferencia que alguien interrumpió advirtiendo que por el momento había hecho el mejor tiempo de la carrera. Minutos después, cuando se anunció el tiempo de Merckx y supo que se había convertido en un novato que acababa de indigestar el canibalismo del monstruo más feroz del ciclismo internacional, comprendió que aquellos diez minutos cambiarían su vida.

Eddy Merckx ganó aquel Tour. También obtuvo el triunfo en las ediciones de 1971, 1972 y 1974. Volvió a ganar el Mundial de ruta en 1971 y 1974, el Giro en 1972, 1973 y 1974 y la Vuelta en 1973. Aún dicen que sigue siendo el mejor ciclista de todos los tiempos, aunque cuando piensa en aquella contrarreloj de Forest, sigue preguntándose ¿cuál fue su secreto? ¿Qué pensamiento pudo sugerir la sensación de huir de lo que va detrás y perseguir lo que va delante? ¿Cómo se puede ser presa y depredador al mismo tiempo? ¿Es acaso la huida mayor estímulo que la persecución?, o por el contrario, ¿es la ambición más poderosa que el temor? No sabe que todas las preguntas se contestaron aquel día durante los diez minutos de hazaña de José Antonio González Linares.

jueves, 28 de julio de 2016

El alud del Monte Perdido

Rodolfo (Fofo) Amorrortu
El deporte está lleno de metáforas y representaciones simbólicas. Sus hazañas son gestas épicas y los protagonistas se veneran como héroes salvadores de la nación. Es la licencia de la fantasía, espoleada por el aspecto lúdico del lenguaje que parece jugar con las palabras como si fueran balones que se despejan, se centran o se rematan. Hasta que un alud de letras desordenadas, se desploman amontonadas y compactas para empujarnos al precipicio del monte perdido, donde nos espera la fría realidad. Es el lugar donde no hay sitio para la literatura ni para la crónica, porque sólo es terreno para los verdaderos héroes, los que actúan sin público y despejados del peso de la vanidad.

Aquel alud fue real, no fue una metáfora. Sus cuatro letras portaron toneladas de hielo y nieve que se desparramaron en el verano de 1953 por la cara norte del Monte Perdido, en el Pirineo de Huesca. Y el héroe no fue Ronaldo, ni Messi, marcando un gol en una final de hierba horizontal. El verdadero héroe se llamaba Rodolfo Amorrortu García, era de Santander y tuvo que desenvolverse en un campo de hostilidad helada y vertical.

Dos capitanes y dos tenientes de la Escuela Militar de Montaña fueron sorprendidos en plena escalada por el estruendo de la gran masa, dejando colgados a dos de ellos en mitad de la pared de hielo, mientras que los otros dos cayeron envueltos en los bloques del alud con diversas fracturas. Rodolfo era un simple cabo primero que hacía el servicio militar, pero también un experimentado escalador y deportista de montaña. Cuando recibió el aviso de socorro reaccionó con decisiones firmes e inmediatas.

El relato del diario personal del héroe

He vuelto a emocionarme con la lectura de su diario personal que me facilitó su hija Mar. Después de haber rescatado a los dos oficiales heridos, y con la incertidumbre de saber si aún vivían los que permanecían colgados en la pared de la montaña, ascendió con furia y ansia, trepó con rapidez mordiendo con los crampones, clavando el piolet y arañando con las manos desnudas donde podía, hasta la posición de los otros dos oficiales, mientras caían bloques rebotando por todas partes, chocando y partiéndose en mil pedazos, creando un ambiente aterrador.

Su relato estremece cuando nos cuenta cómo vio a la primera víctima, el capitán Santa Cruz: “Estaba encajado en la pared de hielo cara hacia dentro, mostrando su espalda y un brazo hacia detrás señalando al abismo. Todo él rodeado de sangre…/… Comuniqué el macabro hallazgo y monté un rapel para descender hasta el accidentado. Cuando llegué a su lado vi que estaba totalmente destrozado. Debió caer mezclado con el alud y una repisa lo detuvo provocando que todos los bloques chocaran contra él, aplastándolo y medio enterrándolo. A golpes de piolet le fui sacando, haciendo hueco a su alrededor. A la vez me iba dando cuenta de que no tenía un hueso entero. Al tomarle en brazos me pareció como si fuese un muñeco de gelatina bañado en sangre. Su estatura se había reducido a la mitad. Como pude pasé una cuerda alrededor de su cuerpo y lo fui dejando bajar hasta donde estaba el teniente Vicente. Enseguida descendí y luego llegó el comandante capellán. Bajo el fuerte sol, junto a las rocas rojizas, ignorando el rugido del glaciar, le dio los últimos auxilios espirituales. Ése fue un momento emocionante que se me quedó grabado para siempre y aún hoy me llena los ojos de lágrimas...”

Cruz al Mérito Militar

Sin apenas descanso, Rodolfo emprendió rumbo hacia el otro capitán, en compañía de otra cordada más, sufriendo la cercana caída de otro alud que afortunadamente no les arrastró. Formaron un pasamano y recogiendo cuerda, asegurando cara al vacío, vieron aparecer, balanceándose y chocando contra la pared, el cadáver del otro oficial, el capitán Grávalos. El descenso fue peligrosísimo, con el rumor amenazante del glaciar a punto de devorarlos. En el camino de regreso, por el valle de Pineta, Rodolfo tuvo que auxiliar y transportar a un sargento que fue arrollado por una gran piedra que le destrozó la pierna. Fue una jornada sin celebraciones ni victorias, con un derroche físico descomunal que tuvo como consolación la Cruz al Mérito Militar con distintivo blanco y un enorme respeto de sus mandos y de sus compañeros.

El deporte está lleno de metáforas y representaciones simbólicas. Es la licencia de la fantasía, espoleada por el aspecto lúdico del lenguaje que parece jugar con las palabras como si fueran balones que se despejan, se centran o se rematan. Hasta que un alud de letras desordenadas, se desploman amontonadas y compactas para empujarnos al precipicio del monte perdido, donde nos espera la fría realidad. Es el lugar donde no hay sitio para la literatura ni para la crónica, porque sólo es terreno para los verdaderos héroes, los que actúan sin público y despejados del peso de la vanidad, como Rodolfo Amorrortu, ‘Fofo’. Sólo su muerte, en 2013, abriría las páginas de aquella jornada heroica que muy pocos conocían y que empequeñece cualquier éxito deportivo.

martes, 26 de julio de 2016

El partido de héroes en la Antártida



Partido en el mar de Wedell, con el Endurance
atrapado por el hielo (Foto: Frank Hurley)
Fue un partido de héroes reales. En el lugar más apartado del planeta, el más inhóspito e inverosímil, alguien soltó un balón y se produjo el milagro. Dicen que el heroísmo es persistir un momento más cuando todo parece perdido, y aquellos hombres lo hicieron clavando palos en un mar helado, trazando líneas sobre el témpano y jugando el partido de fútbol más austral del que se haya tenido nunca noticias. La paciencia y la fe de aquellos jugadores fueron la clave de su proeza y supervivencia.

Todo empezó con un anuncio por palabras en el periódico: “Se buscan hombres para una dura travesía. Sueldos bajos. Frío intenso. Largos meses de completa oscuridad. Constante peligro. Dudoso retorno. Honor y reconocimiento en caso de éxito”. El anglo-irlandés Ernest Shackleton tuvo que responder a cerca de cinco mil personas, aunque sólo 28 de ellas fueron las elegidas.

Shackleton era un explorador con bastante experiencia. En enero de 1909, junto con tres compañeros, logró hacer una marcha que les condujo al punto más al sur que ningún hombre había alcanzado nunca, a unos 190 kilómetros del Polo Sur. Dos años después, el noruego Roald Amundsen alcanzó la gloria de conquistar el Polo Sur y Shackleton se obsesionó con el último reto que quedaba pendiente: cruzar el continente helado de punta a punta pasando a través del polo. El plan era desembarcar en Vahsel Bucht, en el mar de Wedell (frente a las costas argentinas y chilenas), y recorrer en trineos tirados por perros unos 2.880 kilómetros a través de la Antártida para acabar en el mar de Ross (frente a las costas de Nueva Zelanda), en la antigua base del Nimrod.

La aventura del Endurance

Partieron del puerto de Plymouth, rumbo a Buenos Aires, el 8 de agosto de 1914. Semanas después, con manifestaciones de júbilo, deseos de buena suerte y los acordes de “Dios salve al rey”, el barco Endurance salió de Buenos Aires hacia la Antártida. Todo iba según lo previsto hasta que después de meses de navegación, ralentizada por el hielo, el barco quedó atrapado en el gélido mar de Wedell, manteniéndose en una banquisa y derivando hacia el norte. Los 28 tripulantes confiaban en que la subida de las temperaturas pudiera liberarlo para reanudar la navegación hacia la costa, y en la larga espera surgió la organización de aquel partido.

Se jugó el 15 de febrero de 1915. Por la mañana, el carpintero Harry McNish trazó las líneas del campo, clavó las varas de las porterías y los banderines del córner y a las 16:00 horas comenzó un partido de once contra once. Todos participaron, menos el fotógrafo australiano Frank Hurley que se ocupó de tomar imágenes con sus cámaras. Además de las fotos, las anotaciones en los diarios personales de varios de los jugadores quedaron como testimonio de aquel partido: “A las cuatro jugamos un magnífico partido de fútbol”, escribió Reginald James, “un equipo llevaba banda roja en el brazo, el otro blanca…/… 1-1, pero en la segunda mitad los rojos marcaron el gol de la victoria”. Frank Worsley, el capitán del barco, era uno de los porteros. El árbitro fue el cirujano escocés Alexander Mcklin, “quien, aunque es uno de nuestros mejores jugadores, no pudo jugar porque uno de los perros lo mordió en un ojo cuando estaba separando a dos que se peleaban”.

Aislados más de dos años

La espera de aquellos improvisados futbolistas se hizo eterna, porque quedaron aislados más de dos años. La presión del hielo sobre el casquete rompería y hundiría la embarcación, así que acamparon provistos de escasos víveres, trineos, perros y botes salvavidas. Fracasaron al intentar llegar a tierra firme a través del hielo, hasta que Shackleton, al ver que la banquisa se rompía, ordenó embarcar en los botes y poner proa a la tierra más cercana. Después de cinco angustiosos días en el agua, los expedicionarios llegaron exhaustos a la isla Elefante, a más de 550 kilómetros del lugar en que se hundió el Endurance. Pero no estaban a salvo. La isla era un paraje desierto, alejado de cualquier ruta marítima, y la desnutrición y el frío amenazaban la vida de todos los miembros de la expedición. Así que Shackleton, con cinco compañeros, decidió arriesgarse y emprender un viaje de casi 1.300 kilómetros en bote abierto hasta las estaciones balleneras de las islas Georgias del Sur. Partieron el 24 de abril de 1916, y tras sufrir innumerables obstáculos en su travesía, llegaron hambrientos, extenuados y consumidos a la estación ballenera de Stromness, el 20 de mayo. Aún hubo que sortear graves impedimentos para rescatar a sus hombres de la isla Elefante, lo que Shackleton conseguiría el 30 de agosto de 1916.

Fue una aventura de héroes reales. En el lugar más apartado del planeta, el más inhóspito e inverosímil, alguien soltó un balón y se produjo el milagro. Dicen que el heroísmo es persistir un momento más cuando todo parece perdido, y aquellos hombres lo hicieron jugando un partido de fútbol. Así enriquecieron su espera y la firme esperanza en un hombre que fracasó en su objetivo de cruzar la Antártida, pero cuya habilidad y liderazgo sirvieron para mantener vivos a todos los miembros de su equipo.

lunes, 25 de julio de 2016

Telesforo Mallavia, el patriarca del noble juego montañés

Telesforo Mallavia
Hay dos sendas deportivas que el pueblo de Cantabria abrió con sus propias manos, sin tener que rendir cuentas a las modas inglesas de juegos y ejercicios. Una de ellas surgió en la mar, a base de bravura de brazos contra las olas. La otra se asentó en la tierra para medir, con la pericia de los dedos, el arte de plantar y talar árboles de bolos.

Alfonso XII ya lo había probado y bendecido en el corro de Comillas, cuando el domingo, 8 de septiembre de 1881, haciendo pareja con el marqués y naviero, Antonio López, echó una partida de dos horas contra Claudio López y Fermín Riera. Pero en la frondosa y lejana historia de los bolos, hay otra fecha que merece recordarse como si fuera la del nacimiento de un mesías. Aquel día, 12 de agosto de 1897, en la nueva plaza de toros de Cuatro Caminos de Santander, Telesforo Mallavia, “la figura más señera que ha tenido el juego de los bolos”, debutó ganando a los hombres de Juan Valle, de Rucandio, en un concurso organizado por el ayuntamiento santanderino, elevando en los tiros las trayectorias proféticas de un futuro alentador para el gran juego montañés.

Emprendedor y amante de los bolos

Telesforo Mallavia, nacido en 1867 en Corvera de Toranzo, se instalaría en Torrelavega en 1893. Era un hombre tan emprendedor como amante de los bolos, así que en la zona de La Llama, sembraría su primer negocio, un bar rodeado de boleras que se convirtió en un verdadero centro neurálgico de la actividad social y deportiva de Torrelavega. Mallavia promocionó la fórmula de los concursos, construyó boleras cubiertas y sería uno de los hombres que en 1907 apoyaría la creación de la Sociedad Gimnástica de Torrelavega, contribuyendo a dinamizar La Llama como emplazamiento deportivo y ofreciendo sus boleras para los entusiastas del juego. En 1919, colaboró en el proyecto de Fernando Sañudo para organizar el juego de bolos en la provincia mediante la creación de la Federación Bolística Montañesa, entre cuyos fines destacaba el de fomentar el juego, depurar las prácticas viciosas, eliminar el factor suerte de las partidas y procurar criterios de unificación en todos los pueblos de Cantabria. Mallavia fue el tesorero de aquella primera federación, presidida por Darío Gutiérrez, mientras que su hijo, Federico, se convertiría en el primer ganador del campeonato de Cantabria que se celebró en las boleras familiares de La Llama.

Otro de los grandes méritos de Telesforo fue el de iniciar una saga de excelentes jugadores, destacando entre todos ellos su hijo Federico, que nació en los corros de su padre plantando sus bolos como pinche, y luego formó cuadrilla con él, debutando en Barreda junto con Augusto Miguel y Pedro García. Conocido como Federico ‘El Grande’, Ico Mallavia protagonizaría una época dorada, donde destacaban sus duelos con otro coloso, el ‘Zurdo de Bielva’. 

Un busto y un poema

En 1935, los torrelaveguenses levantaron un busto dedicado a ‘Foro’ Mallavia que se erigió presidiendo la augusta bolera de La Llama. Sesenta años después, el 10 de julio de 1995, la vieja bolera, santuario profanado por el progreso, comenzó a ser devorada por la presión urbanística, dejando paso a locales comerciales, pisos y garajes. En aquella universidad bolística de más de cien años de existencia, se escribieron muchos episodios históricos, se gestaron leyendas y encontraron inspiración músicos y poetas, como Jesús Cancio: “¡Ay, Federico Mallavia¡/ el de la bola en la diestra/ y una pleamar infinita/ de bolos en la cabeza,/ el que, tras el preciosismo/ de una parábola inmensa,/ dibujaba como nadie/ el emboque a golpe en tierra,/ el que segaba seis bolos/ como cambada de hierba/ empapada de rocío/ del alba en la primavera”.

En la frondosa y lejana historia de los bolos, hay una fecha que merece recordarse como si fuera la del nacimiento de un mesías. Fue el debut de Foro Mallavia, elevando en los tiros las parábolas proféticas de un futuro alentador para el gran juego montañés. Hace unos años, la periodista Nieves Bolado escribió un artículo en El Diario Montañés titulado “¿Qué mira Foro desde su atalaya en la Llama?”. Hoy, el busto que se salvó del derribo de su bolera, parece seguir esperando el reconocimiento de los hombres y mujeres del siglo XXI para que la avenida sin nombre de La Llama, reciba ese soplo que avive, para la honra de Torrelavega, de Cantabria, y del noble juego montañés, el adecuado nombre de la avenida de los Mallavia.

domingo, 24 de julio de 2016

El gol de la novia

El delantero racinguista, Óscar
Fue un gol increíble. Su recuerdo nos ha llegado a nuestros días escondido en las hojas amarillas de los periódicos, pero empapado del amor que inspiró aquel soberbio disparo. Porque aquel gol de la novia, el más romántico de la centenaria historia del Real Racing Club, acabó en boda.

No hablamos de cualquier jugador. Su nombre, pronunciado en el aire, debería de producir genuflexiones de respeto y admiración entre tantos que han saturado el aire con falsos ídolos. Hablamos del internacional Óscar Rodríguez, el gran Óscar, el jugador que más goles ha marcado en la historia del Racing. Delantero centro rápido, potente y pegador con las dos piernas, Óscar logró lo que ningún otro jugador del Racing ha conseguido: marcar la friolera de 236 goles en los 211 partidos oficiales que disputó. Entre aquellos goles, todavía celebro el que cautivó el amor de una mujer.

Se jugaba la edición de la Copa del Rey de 1925, en la que participaron los campeones de los respectivos torneos regionales que se dividieron en cuatro grupos de tres equipos cada uno. El ganador de cada grupo se clasificaría para las semifinales. Al Racing le tocaron dos huesos duros de roer, el Arenas Club de Guecho y la Real Sociedad de San Sebastián.

El partido en Santander contra el Arenas Club, fue el último y decisivo, porque la igualdad de los tres conjuntos norteños aún permitía la clasificación a cualquiera de ellos. Así que con una victoria, el Racing se clasificaba para la semifinal. Se jugó el 4 de abril de 1925. Los Campos de Sport recibieron la mayor entrada conocida, destacando el jolgorio de los jóvenes entusiastas de la Gradona de los Malditos, situada detrás de una de las porterías, tomada por una nueva peña racinguista, el Tirabeque. 

En la segunda parte

El viento era fuerte y en la primera parte sopló a favor de los vizcaínos. Se llegó al descanso con empate a cero. El Racing tuvo que jugar la segunda mitad con diez hombres por la lesión de Montoya y el Arenas abrió el marcador por medio de un penalti. Pero la respuesta del Racing no se hizo esperar. La pelota salió fuera y Óscar fue a recogerla cerca de donde estaba su novia, Manuela Arauna. Con el balón en las manos quiso saludarla, y al mirarla a los ojos, se atrevió a proclamar su cariño con una dedicatoria lanzada a modo de brindis torero que escuchó parte del público y varios periodistas, entre ellos el cronista de El Diario Montañés, el médico Domingo Solís Cagigal (D’Abionzo): “¡Este gol que voy a meter ahora va por ti, Manolita!”. Y ocurrió lo excepcional. Óscar recibió la pelota y avanzó hacia la meta de Jaúregui. Sorteó a uno, dos y hasta tres areneros que le salieron al paso con furia, y antes de llegar al área, lanzó un chut de enorme potencia y colocación que hizo saltar a los espectadores y estremecer a la joven. Fue el gol de la novia.

Brindis poético

El gol no sirvió para ganar a los rivales, pero abrió a Óscar las puertas de la mujer a quien amaba. Meses después, anunció su boda con Manolita. En la despedida de soltero, el escritor José Barrio y Bravo le ofreció un brindis poético que evocaba aquel gol tan profético y espectacular: “... Desbordóse, alocado, el entusiasmo/ como torrente por el graderío/ la gente, puesta en pie, te ovacionaba; “-Qué bárbaro!” –chillaban los “malditos”… /¡Oh, la grandeza de aquel goal magnífico/ llamado “el de la novia” por Domingo/ Solís, el contagiado especialista/ del furioso microbio deportivo!..”

Óscar Rodríguez López falleció en 1976. En el panteón familiar de su mujer, en Ciriego, aún puede escribirse este epitafio: “Aquí yace, eternamente enamorado, el más grande goleador del Real Racing Club”.

sábado, 23 de julio de 2016

Los cordones de luto

Agachados, Aitor Aguirre y Sergio
Los jugadores ya están preparados y el ruido de los tacos ametralla el suelo de los vestuarios. Los Campos de Sport esperan a los dos equipos. El entrenador, José María Maguregui, está a punto de arengar a sus muchachos para que salgan aguerridos al terreno de juego. Dos de ellos, Aitor y Sergio, se han intercambiado miradas cómplices y en una esquina, como escolares que fuman un pitillo en la clandestinidad, se atan mutuamente sendos cordones de bota en la manga. Son los últimos en salir al campo. Cuando pisan la hierba de El Sardinero nadie se ha dado cuenta del símbolo de luto que han improvisado. 

Es domingo, 28 de septiembre de 1975. El régimen de Franco agoniza, pero un proceso militar ha dictado las últimas condenas a muerte. Se trata de tres terroristas del FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico) y dos de ETA (Euskadi ta Askatasuna). La opinión pública internacional ha presionado para evitar las ejecuciones. La noche anterior al partido, en la habitación del Hotel Rhin, Aitor y Sergio escuchaban las noticias emitidas por Radio España Independiente (‘La Pirenaica’). Esa misma noche, en la oscuridad de la habitación que ambos compartían, el mensaje del transistor informó de los fusilamientos en un campo de tiro de Hoyo del Manzanares. Los dos jugadores se han sentido más compañeros que nunca y hablan y hablan hasta que el sueño les une en un compromiso. Y el sueño les suelta el balón en un campo, y juegan al fútbol mientras sus pies se liberan de la presión de las botas, y sus cordones se escapan para convertirse en látigos que silban al aire.

En el partido

En el primer tiempo, el Racing ha dominado a su rival y ha tenido varias ocasiones de gol, pero sólo ha convertido una, cuando Sergio centró hacia el área, Zuviría peinó el balón hacia atrás y Aitor Aguirre remató de cabeza. Cuando los jugadores regresaban a los vestuarios, los cordones negros seguían atados en las mangas blancas de las camisetas de Aitor y Sergio. Creen que nadie ha dado importancia al hecho, pero se equivocan. Varios policías vestidos de paisano apartan a los futbolistas y se dirigen a ellos amenazantes: 

- O se quitan ahora mismo esos brazaletes o ustedes no salen en el segundo tiempo, se vienen con nosotros a comisaría. 

Aitor y Sergio ya han cumplido con el ritual y no oponen ninguna resistencia. Algo asustados, se desprenden de los cordones y uno de los policías los recoge como si fueran pruebas finas de algún delito. Los policías les permiten jugar la segunda parte. El balón entra en juego y el peligro está ahora en los rivales deportivos, sobre todo en las botas de Rubén Cano. El Racing ha bajado la guardia y el Elche C. F. ha conseguido empatar. A falta de tres minutos para el final, Aitor volvió a marcar gracias a otro cabezazo con el que superó en el salto al portero y a los defensores que le marcaban. Ha sido el gol del triunfo.

Pero el triunfo no ha liberado de la detención a Sergio y a Aitor. Acusados, interrogados y multados, los dos futbolistas, tras pasar varias horas en comisaría, fueron liberados gracias a las gestiones de la directiva racinguista. Hubo amenazas de muerte a los dos jugadores y al presidente, José Manuel López Alonso. Fueron días de preocupación y noches donde los sueños de Aitor y Sergio se empeñaban en jugar a fútbol mientras alguien les ataba los pies.

Semanas más tarde, Franco murió, las Cortes proclamaron rey al príncipe Juan Carlos, y se devolvió el importe de la multa a los dos deportistas que se atrevieron a lamentar la pena de muerte con los cordones de unas botas de fútbol. Si el sueño les suelta un balón en un campo, Aitor y Sergio siguen jugando al fútbol mientras sus pies se liberan de la presión de las botas, y sus cordones se escapan para convertirse en látigos que silban al aire.

La elegancia que bailó sobre ruedas

Cionín Villagrá
Dicen que el baile es una forma de alcanzar la belleza, de dominar cada músculo y lanzarlo a la felicidad. Entonces el cuerpo persigue el compás de la música e intenta atraparlo con la gracia del arte y de la armonía. Cuando lo consigue, se escriben versos en el aire y llegamos a comprender el mensaje poético del movimiento.

Quieta y altiva, deslizada sobre las ruedas de sus patines, o dinámica y revoloteando en una interminable espiral de piruetas, el patinaje se ha de rendir para siempre al rodar de la magia y del misterio de la mejor: Ascensión Villagrá Fernández (Santander, 1955).

Después de tantos años, Cionín sigue siendo la mejor. Nació para bailar sobre las ruedas y para proporcionar al patinaje artístico español su etapa más dorada. No ha habido patinadora más excelsa. Nadie como ella supo compaginar la potencia de sus piernas con la elegancia de su baile. Sus acrobacias eran impensables y pioneras. Dominaba como nadie el ‘axel’, el salto más difícil y espectacular, donde el patinador se prepara deslizándose de espaldas, realizando un cambio de dirección y del pie de apoyo para impulsarse con el libre y dar una vuelta y media en el aire. Ella fue la primera que logró realizar un doble ‘axel’ gracias a su técnica y fortaleza. También deslumbró a los jueces con la pirueta del ángel hacia atrás que culminaba sentándose sobre una sola pierna, mientras su sonrisa de niña escondía el enorme esfuerzo físico que derrochaba en cada actuación.

Desde el promontorio de San Martín

Todo empezó en la abandonada pista del promontorio de San Martín, en las instalaciones donde se practicaba tiro olímpico. Los jóvenes patinadores se ejercitaban sobre un suelo donde incluso crecía la hierba, bajo la mirada atenta de Nelly de la Fuente, la entrenadora que encauzó a Cionín y a una generación de patinadores y patinadoras irrepetible: Mari Mili Penagos, Inmaculada Domínguez, Mercedes Viota, Diego Ramírez, José García Capelo, Isabel Ortiz, Esmeralda Díaz Aroca, Julio Soler…

La búsqueda de unas instalaciones adecuadas fue una especie de éxodo para aquellos deportistas. Hasta que tras pasar por la pista de los Escolapios, llegaron al Complejo Municipal de Deportes de La Albericia. El entonces director, Manuel Díaz, acogió con los brazos abiertos a Nelly de la Fuente y a sus patinadores, incluso les ofreció que se integraran en una escuela municipal que tuvo el honor de ser la primera que hubo en España, estableciendo la base de lo que se conocería como la escuela montañesa, capaz de hacer sombra a la potente escuela catalana.

En 1962, cuando Cionín no había cumplido aún los siete años, viajó a Mallorca para participar en su primer campeonato nacional. Ocupó el último lugar. Para evitar la tristeza de tal derrota, su madre le regalaría una copa que ella misma compró a modo de consolación. Pero aquella experiencia no había desmoralizado a nadie. Fue simplemente el motor de un inicio de éxitos único en el deporte español. Dos años después, Cionín Villagrá volvió a participar en un Campeonato de España, concretamente en Piera (Barcelona), ganando el título de campeona. Su madre jamás tuvo que comprar otra copa de consolación. Su casa se hizo pequeña para acoger tantos y tantos trofeos que su hija conseguía en las competiciones a las que asistía. Sólo por mencionar los campeonatos de España, Cionín consiguió todos los títulos en los que participó, es decir, desde 1964 hasta 1975, año en que se retiró.

El Mundial

Cuando tenía doce años, ya había ascendido a la máxima categoría del patinaje y acudió representando a España al Mundial celebrado en Vigo (1968). Quedó en el discreto decimosexto puesto, siendo la primera española clasificada y la más joven de todas las concursantes. En 1970, acudió a los Mundiales de Nebraska (Estados Unidos) y terminó en la quinta posición. Un año más tarde logró su primer éxito internacional, la medalla de oro en los Campeonatos de Europa celebrados en Bruselas. En 1972, en Bremen (Alemania), volvió a superarse en los Mundiales y terminó en la cuarta posición, obteniendo la plata en ejercicios obligatorios. Sus últimos años como patinadora fueron los más brillantes, proclamándose en 1974 subcampeona del Mundo en La Coruña (el éxito más elevado del patinaje artístico español) y repitiendo la proeza un año después en Brisbane (Australia).

Tras este campeonato, cesaría la música. En Australia, tan cerca de las antípodas, un juez le confesaría que el motivo de no haber conseguido el título de campeona fue que era española. También sufriría la marginación federativa por el hecho de no ser catalana. Tenía 20 años y pendientes los mejores momentos de su carrera deportiva. Pero decidió retirarse decepcionada, agradeciendo a sus padres el dinero que dedicaron a aquella vocación de danzar sobre ruedas. Dicen que en su casa de Miami, conserva aún su mejor trofeo, aquella copa que su madre le regaló cuando quedó en último lugar.

Quieta y altiva, deslizada sobre las ruedas de sus patines, o dinámica y revoloteando en una interminable espiral de piruetas, el patinaje se ha de rendir para siempre al rodar de la magia y del misterio de la mejor: Cionín Villagrá.

viernes, 22 de julio de 2016

Victorino Otero y el maldito caballo

Quien sabe de dolor, todo lo sabe. Quien sabe de sufrir, todo lo soporta. Así, sobre esas máquinas de sofisticadas torturas deportivas que a veces parecen las bicicletas, se educan los hombres más generosos con el esfuerzo. Pero tan sabio y tan estoico, aquel gran ciclista no pudo contenerse ante la tragedia de la injusticia. Y todo por un caballo desbocado de un guardia civil que le privó de la victoria final.

Victorino Otero Alonso nació en 1896 en la localidad leonesa de San Andrés de los Puentes y desde los nueve años vivió en Marsella, donde empezó a pedalear y ganar sus primeras carreras. Llegó a Santander en 1918 para cumplir el servicio militar en el Regimiento Valencia, y en Cantabria se disfrutó de su esplendor. Las autoridades militares le facilitaron el entrenamiento y él respondió con triunfos y más triunfos conquistando a la afición montañesa que le adoptó para honrarlo como ejemplo deportivo con el sobrenombre de ‘El Soldado’.

Los primeros españoles en acabar el Tour

En 1924, tras quince días de una dureza extrema y 5.425 kilómetros de recorrido, logró terminar el Tour de Francia en compañía del catalán Jaume Janet. Quedó en el cuadragésimo segundo lugar, pero ambos se convirtieron en los primeros españoles en terminar aquel tormento deportivo de barro, polvo, diarreas y supremo esfuerzo que parecía destinado a hombres de otra estirpe. Y así, de otra estirpe, sabio y experimentado de dolor y sufrimiento, participó el año siguiente en la Vuelta a Andalucía, dispuesto a enfrentarse en cinco etapas a 735 kilómetros compitiendo con los grandes del ciclismo español de la época, como los vizcaínos Segundo Barruetabeña y Domingo Gutiérrez, el madrileño Telmo García y el abulense, Ricardo Montero.

En la primera etapa, entre Sevilla y Córdoba, Montero aprovechó sus dotes de escalador y llegó a la meta con 11 segundos de ventaja sobre su máximo rival, Victorino Otero. En la segunda, el leonés afincado en Cantabria impuso un ritmo frenético, se escapó en solitario y consiguió ser el líder con 30 segundos de ventaja sobre Montero. La tercera etapa, entre Málaga y Algeciras, se decidió al sprint a favor del madrileño Telmo García, sin que variara la clasificación general, igual que en la cuarta, entre Algeciras y Cádiz, que de nuevo ganó al sprint, Telmo García. A falta de la última jornada entre Cádiz y Sevilla, Otero mandaba en la general con una ventaja de 27 segundos sobre Montero.

El desastre de la última etapa

En la última etapa llegaría el desastre. El pelotón se mantuvo compacto hasta el tramo final. Hubo algún intento de escapada, pero Otero respondió al ataque controlando a su inmediato seguidor en la general, a Montero, hasta que se llegó al sprint final y un caballo de un guardia civil que procuraba el orden entre la multitud, se desbocó entrando en la carretera sin que Victorino Otero pudiera evitarlo, atropellándolo y cayendo al suelo. Tras el impacto, magullado y enojado, se levantó enseguida para entrar en la meta. Pero cuando comprobó que los jueces le habían cronometrado 32 segundos con respecto a la entrada de Montero, a pesar de la escasa distancia entre el lugar de la caída y la línea de meta, Victoriano no pudo contenerse ante la tragedia de la injusticia. Se quejó airadamente a los jueces, pero su reclamación no prosperó. La Unión Velocipédica Española (UVE), antecedente de la Federación Española, declaró ganador a Montero y sancionó con seis meses de suspensión a Otero por “el acto antideportivo” ocurrido el día de reparto de premios “al insolentarse con los jurados de la carrera, profiriendo frases incorrectas dirigidas a las autoridades que formaban parte de la mesa”.

Quien sabe de dolor, todo lo sabe. Quien sabe de sufrir, todo lo soporta. Pero ningún ciclista fue capaz de esquivar en pleno sprint la invasión de un caballo desbocado de un guardia civil, ni la ceguera de unos jueces insolentes con la realidad.

miércoles, 20 de julio de 2016

El vallista que descubrió el ataque

Alvin Kraenzlein
En la carrera obsesionada por llegar el primero, los obstáculos en el camino son una maldición inoportuna. No valen los rodeos, ni los derribos, porque perder un segundo también supone perder demasiados metros. Sólo queda interrumpir a saltos el ritmo de las zancadas y continuar avanzando a trompicones. Hasta que un temperamento aguerrido se propuso retar a la maldición, convertirla en insignificante y correr con dignidad, no como saltamontes resignados al contratiempo.

De ascendencia germana, Alvin Kraenzlein nació en 1876 para cambiar la forma de correr y de saltar. Estadounidense de Milwaukee (Wisconsi), estudió en la Universidad de Pensilvania, y en ese ambiente se consagró como uno de los atletas más rápidos, completos y versátiles, especializándose en las carreras de vallas y en el salto de longitud.

No soportaba que, como ocurría desde las primitivas carreras de Oxford, la mecánica en el salto de vallas interrumpiera bruscamente la velocidad del corredor, así que Kraenzlein se propuso remediarlo buscando otra manera de enfrentarse al obstáculo. Lo logró lanzando una pierna extendida como una lanza (ataque), inclinando el tronco hacia adelante y replegando la pierna de impulso con la rodilla en alza para esquivar la valla como una caricia. Con aquella técnica de ataque y caricia, Alvin estableció los últimos récords mundiales de 110 metros vallas y 200 metros vallas del siglo XIX, marcas que perduraron bastantes años. Desde entonces, ya no se habló más de saltar las vallas, sino de pasarlas.

Los Juegos de París (1900)

Alvin Kraenzlein era uno de los atletas más populares cuando acudió a los Juegos Olímpicos de París de 1900, los más desafortunados de la historia desde el punto de vista de la organización, ya que se diluyeron en el oropel de la gran Exposición Universal, de tal manera que no hubo ceremonias de inauguración ni de clausura. Fue un grave error de Coubertin, que vio cómo las competiciones se devaluaron en su ciudad natal como simples espectáculos circenses que además sufrieron una prolongada duración de más de cinco meses, entre el 14 de mayo y el 28 de octubre, perdiendo por ello gran parte de su interés. Pero el atletismo, gracias entre otras cosas a la participación de Kraenzlein, pudo sostener la atención del público que acudió a las pistas del Bois de Bolougne para ver a los mejores corredores, saltadores y lanzadores del mundo.

La primera final en la que actuó Kraenzlein, la de los 110 metros lisos, fue emocionantísima. Su nueva técnica ya se había divulgado entre sus compatriotas, entre ellos John McLean, que se adelantó desde los primeros metros y fue en cabeza hasta la última valla, cuando Kraenzlein le alcanzó y le rebasó, sacándole medio metro de ventaja en la línea de llegada. También participó en la prueba de velocidad, los 60 metros lisos. Alvin ganó marcando un tiempo de siete segundos justos, con el también norteamericano, John Walter Tewksbury en segundo lugar. Ese mismo día, y con más claridad, sería campeón de los 200 metros vallas, salvando los diez obstáculos de 76 centímetros de altura en 25 segundos y cuatro décimas.

Polémica con agresiones

Pero sería el salto de longitud la prueba más polémica y controvertida. Kraenzlein no sólo era el favorito de las pruebas de vallas. El año antes había batido el récord mundial de salto de longitud volando sobre 7,43 metros, aunque poco antes de llegar a París, su compatriota, Myer Prinstein, saltó 7,50 metros. La rivalidad entre ambos saltadores y sus seguidores llegaría a su punto álgido en las pistas parisinas. En las normas del concurso se especificaba que las marcas de la clasificación servirían para la final, y en esa fase, Prinstein fue el mejor con un salto de 7 metros y 175 centímetros. Pero los organizadores fijaron la fecha de la final el sábado, 14 de julio. Prinstein, que profesaba la religión judía, no compitió por respeto al sabbat y porque confiaba en que su rival no lo haría, pero Kraenzlein, de religión cristiana, lo hizo superando a su gran competidor por un centímetro. El triunfo de Kraenzlein irritó tanto a Prinstein que éste, desde las gradas, saltó a la pista y llegó a agredir al campeón, pelea que se propagó entre los seguidores de ambos atletas.

En la carrera obsesionada por llegar el primero, los obstáculos del camino son una maldición inoportuna, pero aquel atleta nunca soportó que nadie le interrumpiera su ritmo de vencedor, ni siquiera en sábado. Kraenzleim consiguió en París cuatro triunfos olímpicos individuales en las pruebas de atletismo, un récord que aún no ha sido superado. Su temperamento aguerrido se propuso retar a la maldición y lo consiguió, lanzando una pierna extendida como una lanza o convirtiendo en insignificantes las fiestas o vallas que no pudieron superar los resignados al contratiempo.

martes, 19 de julio de 2016

El fútbol descalzo del paraíso

Es el lugar donde nacen y mueren los futbolistas de Santander. Las olas allanan su terreno de juego, las mareas deciden su anchura y los montículos de arena forman las porterías. En este juego a la orilla del mar, la naturaleza exige jugar como Dios creó al hombre, a su imagen y semejanza, persiguiendo la equidad esférica de aire con los pies descalzos, desnudos e iguales, uniformados en la sencillez y despojados de cualquier protección para el sufrimiento. Porque el contacto con la pelota debe ser una caricia, no un castigo.

Nunca la playa está tan hermosa como cuando por las mañanas, en la bajamar, se instalan decenas de arquitecturas -puertas abiertas desde las que se trazan líneas paralelas y perpendiculares- y se pueblan de alevines de futbolistas o de veteranos que no se resignan a perder la juventud. 

Rafael Sanz Fraile nació en 1910, cuando los pioneros del fútbol en Santander jugaban en los Arenales de Maliaño, los mismos que Gerardo Diego rellenó con la arena de sus versos alrededor de un balón de fútbol. Con 15 años jugaba en el Aring de Miranda, un equipo de amigos de su barrio donde actuaba de portero. En 1926, con otros amigos, cambiaron el nombre del Aring por el del Rayo Sport Miranda, y muy pronto su iniciativa, madurez y seriedad le convirtieron en el principal líder del equipo, siendo su presidente desde 1928, cuando el Rayo se formalizó participando en su primera competición de importancia: El Campeonato Infantil de El Cantábrico.

El Rayo Cantabria y sus grandes jugadores

Entre la multitud de entusiastas y románticos que dedicaron sus vidas al fomento del fútbol en Cantabria, es imposible encontrar a un hombre que destaque tanto como Rafael Sanz, creador y alma del Rayo Cantabria. Su amor por el Racing, que mantuvo siempre como referencia última de todos sus jugadores, fue tan desprendido que en 1950 cedió la presidencia y dejó a su equipo “en las buenas manos” del Racing, que lo adoptó como club filial, convirtiéndole en el más fructífero vivero de jugadores para el primer equipo. Sólo hay que recordar el amplio repertorio con el que se enriqueció la plantilla racinguista: Joven, Germán, Zamoruca, Marquitos, Gento, Miera, Zaballa, Santamaría, Abel, Alba, Francisco Javier Aguilar, Camus, Cantudo, José Ceballos, Chiri, Manolo Díaz, Esteban Torre, Fermín, Geli, Gelucho, Lolo Gómez, Juan Carlos Pérez, Juan Carlos García, Liaño, Moncaleán, Moro, Pacheco, Pardo, Preciado, los hermanos Roncal, Santi, Sañudo, Saras, Sebas, Somarriba, Trueba, Víctor Diego, Villita, Nando Yosu, Isidro, Álvaro, Munitis…

El Torneo Los Barrios

Pero la creación del Rayo y su valiosa donación al Racing no fue la única aportación al fútbol de Rafael Sanz. También fue precursor de otras importantes actividades que sin duda fomentaron el desarrollo deportivo entre los jóvenes en una época tan delicada como la posguerra. En 1946, en colaboración con los órganos federativos y el diario Alerta, puso en marcha el I Torneo Los Barrios, una competición para menores no federados que tuvo una gran acogida, siendo catalizador de descubrimientos de grandes futbolistas.

Y como complemento para extender la edad de los jugadores a la competición, descubrió el fútbol del paraíso. Fue en San Sebastián, contemplando cómo en la playa de La Concha multitud de futbolistas veteranos disputaban partidos. Jugar en la playa fue algo que pudo llevarse a cabo gracias a la aparición de los balones de plástico. ¿Por qué no hacerlo en El Sardinero con los chavales entre 12 y 15 años que no podían jugar el Torneo Los Barrios?

El Campeonato de Fútbol Infantl Playero

Y una vez más, siguiendo la vocación de ayudar siempre a la cantera, en 1951 se puso en marcha, con la autorización del Frente de Juventudes y la colaboración de la Peña Óscar, el I Campeonato de Fútbol Infantil Playero, Trofeo ‘Rafael Sanz’.

Las playas de El Sardinero fueron un paraje ideal para la formación futbolística de los más pequeños. Fue un éxito que aún perdura y que años después también se extendería a los jugadores veteranos. Con el apoyo de la Peña Óscar, Rafael Sanz, vinculado a una familia de grandes pintores y dibujantes, también organizaría concursos infantiles de carteles para el campeonato playero, además de un cross infantil que se celebraba en la misma playa de El Sardinero.

Nunca la playa está tan hermosa como cuando por las mañanas, en la bajamar, se instalan decenas de arquitecturas -puertas abiertas desde las que se trazan líneas paralelas y perpendiculares- y se puebla de alevines de futbolistas o de veteranos que no se resignan a perder la juventud. Allí nacen y mueren los futbolistas de Santander, a la orilla del mar, entre olas, atracción de mareas y arena mojada, con los pies descalzos, desnudos e iguales, uniformados en la sencillez y despojados de cualquier protección para el sufrimiento. Porque el contacto con la pelota debe ser una caricia, no un castigo. Así es el fútbol del paraíso que Rafael Sanz legó al deporte de la ciudad.

lunes, 18 de julio de 2016

El baloncesto de Mario Camus

Mario Camus (izquierda) y Maxi García
Fue el momento clave. En el pabellón polideportivo cesaron los chirridos de las zapatillas sobre el suelo, los botes del balón, sus golpeos sobre el tablero y sus rápidas caricias rozando la red de los aros. El entrenador les había llamado y todos le rodearon en silencio.

Con su acento platense conquistó la atención y sus palabras entraron como una limpia canasta de tres puntos: “Hay que saltar y correr para notar que se aprende cada día, que tiene sentido la preparación. Y cuando notéis todo ello, tendréis la sensación de que estáis viviendo. Importa estar vivo. Pensadlo. Repetidlo cuando ya no podáis más. Hay que seguir. Seguir, aunque no se vaya a ninguna parte”.

El espíritu del baloncesto ya había penetrado años antes en el interior de Mario Camus (Santander, 1935). Quizás por eso se animó a dirigir y a estrenar en 1985 la película ‘La vieja música’, protagonizada por Federico Luppi, Charo López, Antonio Resines, Francisco Rabal y los jugadores del Breogán de Lugo. El entrenador (Federico Luppi), en realidad buscaba recuperar un viejo amor y por eso lanzó a sus pupilos aquel mensaje de perseverancia, mientras que Mario Camus, con aquella película, acaso intentó recuperar parte de su juventud, cuando se convirtió en uno de los mejores jugadores de baloncesto que tuvo el Santander de los inicios de este deporte, coincidiendo con el apogeo de las desaparecidas instalaciones del Frente de Juventudes de la calle Vargas, que por cierto tuvieron el honor de estrenar las primeras canastas de hormigón en España. Eran cuatro plantas que, además del polideportivo cubierto, albergaría la primera piscina bajo techo de la ciudad. Estaban escoltadas por una pista donde se practicaba el baloncesto y por otra donde se jugaba a los bolos. Aquellas instalaciones de la Alameda de Oviedo, que también se llamaban así, fueron cuna de una renovada generación de deportistas y clave para perfeccionar las habilidades baloncestísticas de Camus.

Lectura, cine y deporte

El director de películas como ‘La colmena’ o ‘Los santos inocentes’, tuvo en su juventud tres grandes aficiones: la lectura, el cine y el deporte. Comenzó a jugar al baloncesto en 1950 en el Imperio F. J. y luego, aprovechando sus estudios en el colegio La Salle, en el juvenil de este centro que se fusionaría con el Frente de Juventudes de Santander. Fue en este equipo donde destacaría participando en diversos campeonatos de España, aunque en algunos no pudo acudir a la fase final requerido por el equipo de natación, disciplina donde Mario también sabía desenvolverse como pez en el agua.

En 1953 fue subcampeón de España de Baloncesto del Frente de Juventudes después de derrotar a La Coruña (51-46), Valencia (44-36) y caer en la final con el potente equipo de Madrid (73-51). En aquel equipo, además de Camus, jugaban Evaristo, Urtiaga, Moreno, Maxi García, Rafa Garayo, Higuera y Aja. En 1954, con el también cántabro Maxi García, se proclamó campeón de Europa en los Juegos Escolares de FISEC (Federación Internacional de Deportes de Escuelas Católicas).

Camus continuaría jugando a baloncesto cuando se trasladó a Madrid a estudiar Derecho. Formó parte del equipo del Colegio Mayor José Antonio, con el que sería campeón de España, y fue seleccionado para el equipo nacional del SEU (Sindicato Español Universitario), jugando varios partidos de carácter internacional, como el disputado contra Brasil al que España derrotó por 49-44, con compañeros como Trujillano, Alfonso, Imedio, Sanz, Escrig, Muñoz y Bonet.

El baloncesto de su juventud comenzaría a alejarse de la vida de Mario Camus cuando ingresó en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas de Madrid, la escuela oficial de cine de entonces. Fue un momento clave para su carrera profesional, porque cesarían los chirridos de las zapatillas sobre el suelo, los botes del balón, sus golpeos sobre el tablero y sus rápidas caricias rozando la red de los aros. En su lugar aparecieron las claquetas, el rebobinado de rollos, los magnetoscopios y el tumulto de grúas y jirafas en la filmación.

Y como en el baloncesto, también en el cine Camus comprendió el valor del equipo. Detrás de sus exitosas series de televisión y más de 30 películas, reconocería el mérito de todas las personas que participan en la elaboración de cada obra. Ése fue su principal argumento en el discurso de la gala de los Premios Goya de 2011, cuando recibió la estatuilla de honor y apareció en la pantalla una de sus frases: “Un oficio al que quieras y respetes te puede ayudar a vivir”. Como el consejo de un entrenador de baloncesto que entra como una limpia canasta de tres puntos: “Hay que saltar y correr para notar que se aprende cada día, que tiene sentido la preparación. Y cuando notéis todo ello, tendréis la sensación de que estáis viviendo. Importa estar vivo. Pensadlo. Repetidlo cuando ya no podáis más. Hay que seguir, seguir, aunque no se vaya a ninguna parte”.

domingo, 17 de julio de 2016

Arriquión y su agonía invencible

En la parte central del estadio, los dos luchadores esperaban el combate final mirándose fijamente a los ojos, tanteando quién sería el primero en retirar la mirada. Fue Arriquión quien lo hizo, aunque no por falta de entereza, sino por dejarse llevar por el vuelo de unas palomas que surgieron tras el rostro de su adversario, el gigante Eurymenes de Opunte. Aquello lo interpretó como una señal favorable y se arrodilló, inclinando la cabeza. Rogaba a los dioses por la victoria cuando observó una insignificante hormiga que recogió entre sus dedos. Luego se levantó erguido, y ofreciéndosela en sacrificio a Zeus, la aplastó desafiante contra su frente, haciendo estallar voces exaltadas que se repitieron como una cascada: “¡Arriquión el invencible!, ¡Arriquión el invencible!”. Se vivían los días más calurosos del verano del año 564 antes de Cristo y, como cada cuatro años, los pueblos griegos se reunían en paz para exaltar el antagonismo en los Juegos de Olimpia, la ciudad sagrada.

Arriquión había nacido en Figalia, ciudad empobrecida por sus guerras contra espartanos y aqueos, en el seno de una familia de humildes labradores. Además de una talla y peso destacable, sus cualidades como luchador le otorgaron una enorme pericia para improvisar golpes y presas que desconcertaban a sus rivales, algo que aplicaría con éxito al pancracio, una modalidad menos elegante que la lucha o el pugilato, donde no había normas y se permitía todo tipo de golpes y lesiones.

El espectáculo tan desatado de la desnudez humana expuesta a puñetazos, patadas, llaves, torceduras, dislocaciones y estrangulamientos, incomodaba a las clases más tradicionales y pudientes que veían en este tipo de lucha salvaje algo indecoroso e insultante hacia el mismo Zeus. Además, Arriquión, como la mayoría de los mozos brutales que practicaban el pancracio, era tosco e inculto, procedente de las zonas más retrasadas de Grecia, y al entender de algunos, no merecía el alto honor de la victoria olímpica.

Invencible

Pero ese honor, congratulado e insistente, descansaba en aquel hombre que jamás había perdido un combate y comenzaba a ser considerado como un semidiós. Desde que los Juegos incorporaron la modalidad del pancracio, nadie había logrado repetir el triunfo, y Arriquión, no sólo lo había conseguido hacía cuatro años, sino que ahora llegaba para intentarlo por tercera vez, y como ‘triastres’, tener derecho a una escultura de mármol que prolongaría el recuerdo inmortal de su nombre. Nada molestó tanto a quienes renegaban del pancracio y de la fama de Arriquión. Así que tres noches antes del inicio de los Juegos, y fuera de sus actos litúrgicos, miembros de conocidas familias aristocráticas de Olimpia, sacerdotes, antiguos entrenadores y ‘hellanódicas’ (jueces de los Juegos), ascendieron hacia el bosquecillo del Altis, donde se encontraba el gran altar de Zeus, para rogar por la muerte de Arriquión. Tras el sacrificio de reses y la ofrenda de tesoros, se proclamaron los augurios y se profetizó que Arriquión moriría durante los Juegos.

Filóstrato de Lemos dejó escrito los detalles de aquel combate. El de Figalia sufrió una presa mortal cuando el codo de su rival le ahogó rodeándole su garganta e inmovilizó sus piernas con las rodillas y pies. Su duración levantó un murmullo de comentarios que esperaban que el dedo índice se elevara en señal de rendición. Pero Arriquión, embotados sus sentidos, seguía sin rendirse, mientras su oponente, acaso fiándose del triunfo, cometió el error de aflojar las piernas. Fue cuando Arriquión de Figalia “apoyándose con todo su peso sobre el costado izquierdo, apretó con su pierna replegada el pie de su adversario, retorciéndoselo con fuerza hasta desencajarle el tobillo”. Sin aliento y en los estertores de su agonía, Arriquión logró contener una fuerza increíble con la que fracturó el dedo gordo del pie de su rival, produciéndole tanto dolor que obligó a éste a declararse vencido.

Inmóvil en el suelo

El bullicio de quienes contemplaron tal escena, fue apagándose a medida que Arriquión continuaba en el suelo, inmóvil, sin levantarse tras su sorprendente victoria, convirtiéndose en pesado silencio cuando anunciaron que había muerto. No se admitió la reclamación de Eurymenes de Opunte, que ante el fallecimiento de su rival pretendía ser el ganador, ya que él mismo se había derrotado al alzar su dedo en señal de rendición. Así que el heraldo dio publicidad oficial del veredicto y ciñó la frente del cadáver con una cinta de lana, a la espera de que en la ceremonia final, junto con el resto de los campeones, recibiera la corona de olivo.

Aunque los detractores de aquella prueba salvaje se impusieron, y el pancracio se retiró de los antiguos juegos olímpicos, la memoria de aquel luchador perduró sólida como el mármol de su estatua que se erigió solemne en el templo de Figalia.

Durante varios siglos, aquella tregua sagrada que paralizaba guerras y unía a los pueblos de Grecia, siguió guiando por el sendero del cauce del Alfeo a los mortales dignos de entrar en el Olimpo. Y cuando la falange de atletas, procedentes de Elis, llegaba cada cuatro años a los pies del monte Cronos, la muchedumbre seguía buscando entre ellos las hechuras de aquel luchador que fue capaz de derrotar a su adversario después de morir: Arriquión de Figalia, Arriquión el invencible, Arriquión el inmortal.

Los remos en alto de los pedreñeros

Hunde el remo doblándolo como vara de avellano. Las dos embarcaciones están demasiado cerca y sus palas casi se tocan. Apenas se ha iniciado el bogar para completar las cuatro millas. No sabe qué es más salado, si el sudor de su frente o el salitre que el viento le quema la cara. Tampoco sabe cuál es el ritmo que impulsa su tronco y sus brazos, si los gritos del patrón marcando las paladas o el crujir de los estrobos y toletes. O acaso los octosílabos del poeta: “Avante, pues, pedreñero,/ boga, boga, más y más,/ que el mar se torna espumero/ do rima trovas el viento/ de tus remos al compás…”

Se han preparado a conciencia para batirse en el agua. Cuando los barcos llegaban de la pesca y dejaban en el muelle los carpanchos de sardinas y chicharros, ellos salían de nuevo a mar abierta, a ejercitarse hasta las Quebrantas y la Isla de Santa Marina. Y por fin llegó el gran día, el 21 de septiembre de 1919. 

La prueba tiene garantías de seriedad. Está organizada por el Club Náutico Montañés, con la siempre excelente disposición del marqués de Valdecilla, Ramón Pelayo, donante de una copa de oro que lleva el nombre del rey: la Copa Alfonso XIII. Además de la copa, el ganador recibirá un premio en metálico de 500 pesetas. Participan cinco embarcaciones: ‘La Flor’, de las Presas; ‘María Cruz’, de Peñacastillo; ‘Rosalía’, de Santander; ‘María de los Ángeles’ de San Martín y los ‘Santos Mártires’ de Pedreña. Esta última es la que está patroneada por Ti-Alfredo (Alfredo Bedia Vélez), hombre curtido por el viento y los soles del Cantábrico que en 1895 ganó como remero la famosa bandera de Los Cabildos. En su barco de pedreñeros hay varios familiares suyos, como sus hermanos, Generoso y Antolín Bedia, y sus hijos, Julio, Hilario y Venancio Bedia Sota. También reman otros Bedia, como José Bedia Sierra, que años más tarde sería el afamado patrón Pepe Bedia, así como los hermanos Román y Jacinto Castanedo Bedia y Amalio Bedia Rodríguez. El resto de los doce remeros de los ‘Santos Mártires’ son Esteban Portilla Oria, Diego Portilla Portilla y Manuel Corino Teja.

Suena el cañonazo

A las cinco y doce minutos suena el cañonazo y comienza la regata. Las camisas blancas de los remeros esconden brazos de cabria y pechos de fuelles. Sus caras de bronce viejo se arrugan dibujando expresivas muecas de esfuerzo. La boga es vigorosa desde el principio, y aunque nadie es capaz de asegurar qué trainera ha tomado la delantera, algunos intuyen que es la proa de los ‘Santos Mártires’ la que recorta el agua con más filo.

Cuando llegan a la primera boya se confirma la previsión. Los pedreñeros entran y salen de la maniobra en primer lugar. Luego le sigue ‘La Flor’ a una distancia de un largo aproximadamente, y en tercer lugar, con una ciaboga bastante deficiente, navega la ‘María Cruz’, que poco después, a unos cuatrocientos metros de la primera boya, abandona la regata. La pugna entre los ‘Santos Mártires’ y ‘La Flor’ deja atrás a la otra traina, mientras que los pedreñeros aumentan la ventaja sobre sus seguidores.

A punto de enfilar la línea imaginaria de la llegada, alguien cuenta 45 paladas por minuto, y en esa boga profunda, el barco de Pedreña entra victorioso mientras el aire se escandaliza con aplausos, lanzamientos de cohetes y sirenas de los barcos que han contemplado la lucha de los hombres de mar en los muelles santanderinos. Es cuando los remos se desarman, flotando descansados, arrastrados e inertes por la inercia del navegar y luego, recuperados y altivos, se alzan en señal de triunfo, como mástiles que esperan vestirse con una bandera.

Aún jadean los remeros, dudando si es más salado el sudor de su frente o el salitre que el viento les quema las caras. Tampoco saben cuál fue el ritmo que impulsó sus brazos, si los gritos del patrón marcando las paladas o el crujir de los estrobos y toletes. O acaso haya sido el de los octosílabos del poeta: “En alto tienen los remos/ y más en alto las frentes,/ y aún vienen bogando lejos,/ admirados y maltrechos,/ los que creyeron vencerles…” 

Aquella tripulación fue el principio de una serie de éxitos que convertirían a la S. D. de Remo Pedreña en el orgullo del Cantábrico. Ganó el primer campeonato de España de Traineras celebrado en Portugalete en 1944, logrando el triunfo también en 1947, 1948, 1965, 1966, 1967, 1968 y 1970. En 1945 fue la primera embarcación no vasca que obtuvo la Bandera de la Concha, que también conseguiría en 1946, 1949, 1976 y, por qué no decirlo, también en 2005, porque la justicia del esfuerzo en la mar siempre se impondrá a los caprichos partidistas de jueces de regata que no saben perder. Así que, incluso aquel día, los remos inertes por la inercia del navegar, se recuperaron altivos para alzarse en señal de triunfo, como mástiles que esperan una bandera que siempre flameará al son de la lírica épica: “Por Cantabria, que tiene por galas/ los harapos de sus navegantes,/ levantad, remadores, las palas/ de los remos como armas triunfantes…”

Balones de guerra y paz


Mientras se espera la orden de los oficiales, el silencio absoluto genera pensamientos que invitan a continuar mudos. Las trincheras parecen esbozos de una fosa común repleta de caras lívidas y atemorizadas que saben que muy pronto serán cadáveres esparcidos en tierra de nadie. Por eso necesitan un estímulo para correr, avanzar, olvidar y soñar que se puede engañar a una muerte segura. O para detener la carrera, llenarse de valor y creer que es posible cambiar el odio por un partido de fútbol.

El capitán Wilfred Percy Neville, un joven inglés de 22 años que había sido ‘suportter’ del Everton F. C., había preparado a sus hombres para ese gran momento de correr, avanzar, olvidar y soñar que se puede engañar a una muerte segura. Tomó con sus manos uno de los balones de fútbol reglamentario que había comprado en Londres, y con un potente chut, comenzó a escribir la victoria de una batalla. Y todos saltaron enloquecidos tras el balón, mientras sonaban los disparos, las ráfagas de las ametralladoras y los secos y terribles cañonazos de los alemanes.

El capitán terminó destrozado por un proyectil y sus restos se esparcieron por un campo sembrado de cadáveres. Pero él y su balón se convirtieron en símbolos de heroísmo. Los aliados ganaron una de las batallas más largas y sangrientas de la historia de las guerras, la batalla de Somme, donde hubo un millón de muertos por ambos bandos. Dos de los cuatro balones adquiridos por el capitán Neville, aún se conservan en museos militares británicos.

La Nochebuena de 1914

Pero no todos los balones tuvieron la misma suerte. En la Nochebuena de 1914, también en el frente occidental de la Gran Guerra, los soldados prefirieron dar la espalda a la heroicidad convencional. El alto mando alemán, por iniciativa del káiser Guillermo II, hizo llegar al frente árboles y luces de Navidad para levantar la moral de su ejército. Con los abetos llegaron raciones de pan, alcohol, tabaco y salchichas. De esta manera, la línea de trincheras alemana apareció iluminada cuando vino la noche y sus soldados comenzaron a cantar villancicos. Los británicos y franceses, atónitos ante lo que estaban viendo y escuchando, no resistieron la tentación de dejarse llevar por las melodías, entre ellas la popular ‘Noche de paz”, y respondieron uniéndose a los cánticos en su propio idioma.

Dicen que fueron los alemanes los que llevaron la iniciativa de aquel gesto espontáneo que pasaría a conocerse como la Tregua de Navidad, y que se extendió por varios lugares donde los enemigos mantenían escasa distancia entre sí, llegando a compartir comida, bebida, tabaco e incluso fotografías familiares. Y en varios de esos lugares, la aparición de un balón proporcionó la oportunidad de disputar uno de los partidos de fútbol más bellos que se haya jugado nunca. Incluso en uno de ellos, se supo que los alemanes ganaron tres a dos a los aliados. 

Pero ninguno de aquellos balones se guardaría en los museos. Las noticias de aquel revolucionario impulso de paz, no fueron bien recibidas por los altos mandos de ninguno de los ejércitos, y mucho menos aquel partido de fútbol más que amistoso. Se confiscaron buena parte de las fotografías y cartas que hablaban de ello, aunque el famoso ‘Daily Mirror’ publicaría la noticia en primera página. Se prohibió tajantemente mantener relaciones con el enemigo que no fueran los disparos, y por parte francesa, se llegaron a fusilar a varios participantes de aquella tregua.

Mientras se espera la orden de los oficiales, el silencio absoluto continua generando pensamientos que invitan a continuar mudos. Las trincheras parecen esbozos de una fosa común repleta de caras lívidas y atemorizadas que saben que muy pronto serán cadáveres esparcidos en tierra de nadie. Por eso necesitan un estímulo para correr, avanzar, olvidar y soñar que se puede engañar a una muerte segura. O para detener la carrera, llenarse de valor y creer que es posible cambiar el odio por un partido de fútbol en Navidad. Es cuestión de jugar con balones de guerra o balones de paz.

El dios del emboque

Después de limpiarla y acariciarla con la yema de los dedos, ha acercado la bola a su cara. Parece que habla con ella, convenciéndola para que se dirija al punto exacto que el jugador sólo presiente. Luego la reverencia con una flexión de todo su cuerpo para, finalmente, elevarla al cielo con la incertidumbre de una plegaria.

“Pequeño, pero no flojo”, decían de aquel hombre menudo cuando se acercaba a la bolera y levantaba un murmullo de admiración. Rogelio González Viñoles (1896-1960), vecino de Bielva, lanzaba las bolas como nadie. Cuando éstas se alzaban al aire, el público respiraba al unísono preparado para emocionarse ante cualquier inimaginable filigrana bolística.

“Pequeño, pero no flojo”, Rogelio González siempre llevó a las boleras unas manos curtidas y grandes, una semblanza humilde y una sonrisa honrada. Por eso sus emboques resultaron ser mágicos. Quizás no sea una casualidad que entre todos los bolos, precisamente el pequeño sea el único diferente a los demás, pero el que mayor grandiosidad aporta.

Manuel Llano y el emboque

Entre estirpias de panojas, parejas de bueyes, huertos de alquiler y gamellas relucientes, nació, en Sopeña, Manuel Llano, el hombre que supo describir con sencillez y ternura la estampa rural poblada de colores y leyendas. Desde la humildad de lazarillo de su padre ciego, desde su primer empleo a los diez años como sarruján en los montes de Cabuérniga, Manuel Llano decía que “lanzar bien los buenos pensamientos, es lo mismo que hacer emboques en la bolera”, y añadía sobre el estelar desenlace de los bolos: “Vencer por virtud, por inteligencia, por humildad, por afecto, por energía, es hacer en la bolera de la historia unos emboques resonantes, ejemplares, inolvidables...”

Rogelio González, ‘el Zurdo de Bielva’, se apretó el cinturón de sus anchos pantalones, se ató el último botón de su camisa blanca, se caló la boina y con las bolas con las que acudía a los concursos, se llevó el contenido de las palabras del escritor cabuérnigo. Sus emboques fueron “resonantes, ejemplares, inolvidables...”

Aunque su apodo le señala como zurdo, lanzaba indistintamente con las dos manos, y su facilidad para enfilar y derribar bolos obligó a que se birlara con la misma mano con la que se tira, tanta ventaja tenía el mítico jugador ambidiestro. Pero ninguna norma se interpuso ante su extraordinaria habilidad para embocar, a la mano o al pulgar. Quizás se debiera a su aire caribeño, que embrujaba las bolas que tocaba, y nadie duda de que la excepcionalidad de su destreza tiene una gran relación con su estancia en Cuba, donde emigró cuando tenía 22 años. Allí practicó el bolo cubano, una modalidad que por la distribución y el tamaño de los bolos, requería un magnífico pulso para tumbarlos, impactando directamente en su base. 

Rogelio había nacido en La Habana, pero cuando cumplió su primer año ya se encontraba en Bielva (Herrerías), lugar donde pronto sintió el hechizo de los bolos, aprendiendo a jugar en una bolera que él mismo había construido y cuidaba con esmero. En Bielva, junto a las casonas con pasado de hidalguía que aún mantienen en alto los escudos de armas de Celis y Estrada, junto a los muros de mampostería que recuerdan una antigua fortificación, junto a la capilla del Cristo que reposa en su retablo principal, Rogelio González comenzó a jugar a los bolos. Cuando regresó de Cuba, cual indiano que trae el espíritu de los que vuelven, plantó una palmera que hizo fatigar al viento exaltando el emboque. Y el emboque se quedó definitivamente en un paisaje de montañas y riscos; con robledos, hayedos, avellanos, pastos cubiertos de verde y bruma, y el juego de los bolos.

sábado, 16 de julio de 2016

El lanzamiento prohibido de un récord del mundo

No llevaba boina, pero tenía pinta de aldeano. Quizás hubiera pasado desapercibido en cualquier lugar de la España de los años cincuenta, pero aquel atleta navarro, aunque nacido en Madrid, estaba a punto de competir en el estadio ‘Jean Bouin’ de París ante un distinguido público.

Cuando llegó su hora, se presentó con un caldero de agua y una esponja ante el estupor de los espectadores y técnicos. Quizás hubo demasiadas y maliciosas sonrisas en las gradas cuando el lanzador comenzó a mojar la jabalina con agua y jabón, la prolongó por la línea extendida de su brazo, escondiéndola en su espalda, y en vez de correr en línea recta, comenzó a girar como los lanzadores de martillo para soltarla con un latigazo enérgico. 

Nadie tomó una imagen de las caras del público que aún sostenían burlonas las sonrisas. Nadie observó cómo a medida que la jabalina volaba, aquellas sonrisas se iban convirtiendo en muecas confusas, casi grotescas, dibujando rostros de incredulidad cuando se clavó en la hierba a 83,43 metros de distancia. El récord del mundo del polaco Janusz Sidlo estaba entonces en 83,66 metros. Faltaban seis semanas para que comenzaran los Juegos Olímpicos de Melbourne de 1956 y todos habían visto que aquel “aldeano” de caldero y esponja, ni siquiera se había despeinado. Aquel lanzamiento de Miguel de la Quadra Salcedo comenzó a despertar la alarma en la IAAF (Federación Internacional de Atletismo Amateur).

Nueve veces campeón de España

Antes de conseguir la fama como reportero televisivo o aventurero y alma de la Ruta Quetzal, Miguel de la Quadra Salcedo había sido un atleta importante en el panorama nacional. Consiguió un total de nueve campeonatos de España, seis en disco, dos en peso y uno de lanzamiento de martillo, además de varias plusmarcas nacionales en lanzamiento de martillo y disco. Pero su nombre se hubiera escrito en letras de oro del atletismo si aquella técnica de lanzar la jabalina no hubiera escandalizado a los rivales y a los estamentos internacionales de este deporte. Aquella forma tan extraña de lanzar, fue idea del atleta vizcaíno Félix Erausquin, que se inspiró en los lanzadores de la barra vasca o palankaris. Los españoles lo habían practicado en las competiciones domésticas sin demasiados problemas. El mismo Erausquin, el guipuzcoano José Antonio Iguarán y el propio De la Quadra Salcedo, batían las marcas constantemente. Pero De la Quadra Salcedo participó en aquel encuentro en París contra la selección francesa y levantó la liebre.

Poco después, lanzó la jabalina a la increíble distancia de 112,30 metros, lo que hoy mismo hubiera supuesto un asombroso récord del mundo, ya que desde 1996, nadie ha podido batir la marca de los 98,48 metros del checo Jan Zelezny. El atletismo mundial quedó conmocionado, y se avivó el debate sobre aquella forma tan poco ortodoxa de lanzar la jabalina.

Miedo y polémica

El miedo de que unos provincianos con calderos arruinaran el prestigio y la estética de disciplinados deportistas, la mayor parte nórdicos, y se llevaran las medallas en Melbourne, encontró solución con el argumento de la seguridad. La IAAF interpretó que en el movimiento rotatorio, un lanzador inexperto podía impulsar la jabalina hacia el público con el consiguiente riesgo, y varió la reglamentación prohibiendo que la jabalina o el lanzador pudieran dar la espalda a la zona del lanzamiento. No sirvió para nada que la Federación Española recordara que lo mismo ocurría con el martillo y que las medidas de protección utilizadas podían ser las mismas. La injusticia se hizo patente cuando la fabulosa marca de De la Quadra Salcedo no se homologó, pese a que la prohibición de la técnica rotatoria se introdujo después del lanzamiento.

De la Quadra Salcedo nunca se desmoralizó. Con el más puro espíritu de Coubertin, tuvo el honor de viajar a Roma en 1960 para representar a España en los Juegos Olímpicos. No quiso ir con el resto de la delegación y viajó desde Pamplona a la capital italiana, con su hermano, en una vespa. En Roma fue reclamado para hacer varias exhibiciones de su forma de lanzar la jabalina. Pero su mayor disfrute fue el de viajar a Olimpia, la ciudad sagrada. Al abrigo de la noche, portando el idealismo de los antiguos griegos que personificó en la figura de Telémaco, corrió y lanzó en el antiguo estadio, sin límites ni prohibiciones que le impidieran batir un nuevo récord del mundo, el del romanticismo.

José María de Cossío, manjar para el Racing



Me uno a la voluntad de Javier Menéndez Llamazares para ondear, en lo más alto, el nombre de José María de Cossío Martínez-Fortún, presidente del Racing entre 1933 y 1936, que al menos fue socio del club desde 1924. Menéndez Llamazares le da vueltas a la idea de formar una peña racinguista con el nombre del académico de la Lengua y eterno alcalde de Tudanca. Que cuente conmigo. Que un club de fútbol haya tenido como máximo dirigente a uno de los intelectuales más importantes del siglo XX, es un orgullo y un mérito que no puede exhibir el resto.

Confío en que esa idea no desemboque en el olvido, como en 1988, cuando los alcaldes del valle del Nansa, también con el ánimo de honrar la figura de Cossío, propusieron al Ayuntamiento de Santander que el nuevo campo municipal llevara el nombre de este presidente racinguista. Nadie hizo caso de aquella petición. Y ahí esta el nuevo campo, sin nombre propio, aún con el aliento de los antiguos y ajenos aires de El Sardinero o los Campos de Sport.

Cossío se envenenó de fútbol en 1920, cuando sufrió uno de los golpes más amargos de su vida, la muerte de su amigo, el torero Joselito, corneado en el coso de Talavera de la Reina. La depresión que sufrió le alejó de las plazas de toros, y buscó otras multitudes para desahogar su tristeza. El fútbol entonces vivía momentos de efervescencia, acaso su primer salto cuantitativo de interés en España, gracias al éxito de la selección española en Amberes. Y Cossío no fue ajeno a aquella oleada de la que se empapó en Santander, ligado a diversas tareas en torno a la Biblioteca Menéndez Pelayo.

Gestiones a favor del Racing

No fueron escasas ni insignificantes las gestiones que Cossío realizó en esos años a favor del Racing y del mismo fútbol nacional, ya que participó activamente en las asambleas de clubes de la Federación Española. Fue el principal defensor de la entrada de extranjeros en la Liga española. Por eso el Racing fue uno de los primeros en integrarlos a su plantilla, fichando a los mexicanos Alonso y Fuente. También logró que el Racing participara en los campeonatos suprarregionales, evitando la monotonía de los campeonatos regionales cántabros que siempre ganaba.

Pero hay otro mérito que yo quisiera apuntar de Cossío. Este “glotón de la poesía ibérica”, que así le llama Rafael Gómez, supo trasladar la inquietud taurina entre los jóvenes poetas de la época, y de la misma manera, aunque con menos trascendencia, también influyó en introducir el fútbol en los ambientes intelectuales y literarios que tanto frecuentó para dinamizarlos, ambientes que se abrían a una generación que se integraba en la modernidad, también por medio del deporte. Porque poetas como Gerardo Diego, Miguel Hernández, Rafael Alberti o José del Río, no desdeñaron la expresión de emociones en torno a la temática futbolística en sus versos. El ejemplo más claro fue la Oda a Platko, exaltación al guardameta del F. C. Barcelona que Rafael Alberti escribió en 1928, después de acudir a los Campos de Sport invitado por Cossío.

Son tiempos amargos para el racinguismo. Por eso, además de los goles, echar un vistazo atrás parece la única manera que conduce al consuelo, porque cuando faltan nombres para prestigiar a las entidades, hay que rescatarlos del archivo. Y en ese aspecto, el Racing conserva una copiosa despensa para alimentar estados de ánimo. José María de Cossío es uno de sus mejores manjares.
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