Después de limpiarla y acariciarla con la yema de los dedos, ha acercado la bola a su cara. Parece que habla con ella, convenciéndola para que se dirija al punto exacto que el jugador sólo presiente. Luego la reverencia con una flexión de todo su cuerpo para, finalmente, elevarla al cielo con la incertidumbre de una plegaria.
“Pequeño, pero no flojo”, decían de aquel hombre menudo cuando se acercaba a la bolera y levantaba un murmullo de admiración. Rogelio González Viñoles (1896-1960), vecino de Bielva, lanzaba las bolas como nadie. Cuando éstas se alzaban al aire, el público respiraba al unísono preparado para emocionarse ante cualquier inimaginable filigrana bolística.
“Pequeño, pero no flojo”, Rogelio González siempre llevó a las boleras unas manos curtidas y grandes, una semblanza humilde y una sonrisa honrada. Por eso sus emboques resultaron ser mágicos. Quizás no sea una casualidad que entre todos los bolos, precisamente el pequeño sea el único diferente a los demás, pero el que mayor grandiosidad aporta.
Manuel Llano y el emboque
Entre estirpias de panojas, parejas de bueyes, huertos de alquiler y gamellas relucientes, nació, en Sopeña, Manuel Llano, el hombre que supo describir con sencillez y ternura la estampa rural poblada de colores y leyendas. Desde la humildad de lazarillo de su padre ciego, desde su primer empleo a los diez años como sarruján en los montes de Cabuérniga, Manuel Llano decía que “lanzar bien los buenos pensamientos, es lo mismo que hacer emboques en la bolera”, y añadía sobre el estelar desenlace de los bolos: “Vencer por virtud, por inteligencia, por humildad, por afecto, por energía, es hacer en la bolera de la historia unos emboques resonantes, ejemplares, inolvidables...”
Rogelio González, ‘el Zurdo de Bielva’, se apretó el cinturón de sus anchos pantalones, se ató el último botón de su camisa blanca, se caló la boina y con las bolas con las que acudía a los concursos, se llevó el contenido de las palabras del escritor cabuérnigo. Sus emboques fueron “resonantes, ejemplares, inolvidables...”
Aunque su apodo le señala como zurdo, lanzaba indistintamente con las dos manos, y su facilidad para enfilar y derribar bolos obligó a que se birlara con la misma mano con la que se tira, tanta ventaja tenía el mítico jugador ambidiestro. Pero ninguna norma se interpuso ante su extraordinaria habilidad para embocar, a la mano o al pulgar. Quizás se debiera a su aire caribeño, que embrujaba las bolas que tocaba, y nadie duda de que la excepcionalidad de su destreza tiene una gran relación con su estancia en Cuba, donde emigró cuando tenía 22 años. Allí practicó el bolo cubano, una modalidad que por la distribución y el tamaño de los bolos, requería un magnífico pulso para tumbarlos, impactando directamente en su base.
Rogelio había nacido en La Habana, pero cuando cumplió su primer año ya se encontraba en Bielva (Herrerías), lugar donde pronto sintió el hechizo de los bolos, aprendiendo a jugar en una bolera que él mismo había construido y cuidaba con esmero. En Bielva, junto a las casonas con pasado de hidalguía que aún mantienen en alto los escudos de armas de Celis y Estrada, junto a los muros de mampostería que recuerdan una antigua fortificación, junto a la capilla del Cristo que reposa en su retablo principal, Rogelio González comenzó a jugar a los bolos. Cuando regresó de Cuba, cual indiano que trae el espíritu de los que vuelven, plantó una palmera que hizo fatigar al viento exaltando el emboque. Y el emboque se quedó definitivamente en un paisaje de montañas y riscos; con robledos, hayedos, avellanos, pastos cubiertos de verde y bruma, y el juego de los bolos.
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