No llevaba boina, pero tenía pinta de aldeano. Quizás hubiera pasado desapercibido en cualquier lugar de la España de los años cincuenta, pero aquel atleta navarro, aunque nacido en Madrid, estaba a punto de competir en el estadio ‘Jean Bouin’ de París ante un distinguido público.
Cuando llegó su hora, se presentó con un caldero de agua y una esponja ante el estupor de los espectadores y técnicos. Quizás hubo demasiadas y maliciosas sonrisas en las gradas cuando el lanzador comenzó a mojar la jabalina con agua y jabón, la prolongó por la línea extendida de su brazo, escondiéndola en su espalda, y en vez de correr en línea recta, comenzó a girar como los lanzadores de martillo para soltarla con un latigazo enérgico.
Nadie tomó una imagen de las caras del público que aún sostenían burlonas las sonrisas. Nadie observó cómo a medida que la jabalina volaba, aquellas sonrisas se iban convirtiendo en muecas confusas, casi grotescas, dibujando rostros de incredulidad cuando se clavó en la hierba a 83,43 metros de distancia. El récord del mundo del polaco Janusz Sidlo estaba entonces en 83,66 metros. Faltaban seis semanas para que comenzaran los Juegos Olímpicos de Melbourne de 1956 y todos habían visto que aquel “aldeano” de caldero y esponja, ni siquiera se había despeinado. Aquel lanzamiento de Miguel de la Quadra Salcedo comenzó a despertar la alarma en la IAAF (Federación Internacional de Atletismo Amateur).
Nueve veces campeón de España
Antes de conseguir la fama como reportero televisivo o aventurero y alma de la Ruta Quetzal, Miguel de la Quadra Salcedo había sido un atleta importante en el panorama nacional. Consiguió un total de nueve campeonatos de España, seis en disco, dos en peso y uno de lanzamiento de martillo, además de varias plusmarcas nacionales en lanzamiento de martillo y disco. Pero su nombre se hubiera escrito en letras de oro del atletismo si aquella técnica de lanzar la jabalina no hubiera escandalizado a los rivales y a los estamentos internacionales de este deporte. Aquella forma tan extraña de lanzar, fue idea del atleta vizcaíno Félix Erausquin, que se inspiró en los lanzadores de la barra vasca o palankaris. Los españoles lo habían practicado en las competiciones domésticas sin demasiados problemas. El mismo Erausquin, el guipuzcoano José Antonio Iguarán y el propio De la Quadra Salcedo, batían las marcas constantemente. Pero De la Quadra Salcedo participó en aquel encuentro en París contra la selección francesa y levantó la liebre.
Poco después, lanzó la jabalina a la increíble distancia de 112,30 metros, lo que hoy mismo hubiera supuesto un asombroso récord del mundo, ya que desde 1996, nadie ha podido batir la marca de los 98,48 metros del checo Jan Zelezny. El atletismo mundial quedó conmocionado, y se avivó el debate sobre aquella forma tan poco ortodoxa de lanzar la jabalina.
Miedo y polémica
El miedo de que unos provincianos con calderos arruinaran el prestigio y la estética de disciplinados deportistas, la mayor parte nórdicos, y se llevaran las medallas en Melbourne, encontró solución con el argumento de la seguridad. La IAAF interpretó que en el movimiento rotatorio, un lanzador inexperto podía impulsar la jabalina hacia el público con el consiguiente riesgo, y varió la reglamentación prohibiendo que la jabalina o el lanzador pudieran dar la espalda a la zona del lanzamiento. No sirvió para nada que la Federación Española recordara que lo mismo ocurría con el martillo y que las medidas de protección utilizadas podían ser las mismas. La injusticia se hizo patente cuando la fabulosa marca de De la Quadra Salcedo no se homologó, pese a que la prohibición de la técnica rotatoria se introdujo después del lanzamiento.
De la Quadra Salcedo nunca se desmoralizó. Con el más puro espíritu de Coubertin, tuvo el honor de viajar a Roma en 1960 para representar a España en los Juegos Olímpicos. No quiso ir con el resto de la delegación y viajó desde Pamplona a la capital italiana, con su hermano, en una vespa. En Roma fue reclamado para hacer varias exhibiciones de su forma de lanzar la jabalina. Pero su mayor disfrute fue el de viajar a Olimpia, la ciudad sagrada. Al abrigo de la noche, portando el idealismo de los antiguos griegos que personificó en la figura de Telémaco, corrió y lanzó en el antiguo estadio, sin límites ni prohibiciones que le impidieran batir un nuevo récord del mundo, el del romanticismo.
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