Es el sueño inconfesable de un ciclista. Escaparse desde el principio, retar a la voracidad colectiva del pelotón y, tras recorrer en solitario toda la etapa, llegar destacado a la meta entre el clamor del público. El 2 de julio de 1965, un santanderino de Peñacastillo reivindicó su nombre para incluirse entre esos privilegiados deportistas que sorprenden al mundo, despiertan admiración, y dejan rastros de sueños que alimentan las fantasías. Pero que nadie se engañe. Sólo los que no se esfuerzan y sufren están exentos del fracaso.
Nacer en pleno bombardeo imprime carácter. El 27 de diciembre de 1936, con los aviones de la Legión Cóndor sobrevolando Santander, nació en un improvisado refugio antiaéreo, uno de los mejores ciclistas cántabros de todos los tiempos. Así, en plena guerra, comenzaría a forjarse en José Pérez Francés esa virtud que no escapa nunca a la hipocresía, y que algunos llaman coraje. Un coraje que continuaría creciendo en el garaje de bicicletas de su padre, remolcando a pedales los cuadros que se preparaban en el taller, y que fueron alimentando unas piernas y un corazón en los incontables recorridos entre Santander y Torrelavega.
Un coraje que con quince años eligió romper con su progenitor, vivir con su madre y su hermana y hacerse ciclista. Fue una bendición que aquel coraje cayera en las manos de Antonio San Miguel, el primer ganador de la Escalada a la Cuesta de La Atalaya, allá por 1938, y mentor perfecto para aquel diamante en bruto que ganaba todas las carreras. San Miguel tuvo que abrir caminos para que aquel chaval pudiera progresar. Gracias a su amistad con Guillermo Timoner, introdujo a su pupilo en Mallorca, y de allí se desplazó a Barcelona, en donde se abriría paso en el panorama nacional e internacional, siempre a base de coraje y carácter. Quizás demasiado coraje y demasiado carácter.
Arisco y poco sociable
Arisco, poco sociable y sin pelos en la lengua, su mayor éxito estuvo ensombrecido por la falta de entendimiento con Federico Martín Bahamontes en el Tour de 1963. En la décima etapa entre Pau y Bagnères de Bigorre, bajando el puerto de Aubisque, Bahamontes se negó a dar relevos a Pérez Francés y los dos españoles fueron cazados por Poulidor y Anquetil. El santanderino no le perdonaría nunca y juró venganza. Días después, cuando Bahamontes iba fugado camino de Chamonix para conquistar el Tour, Pérez Francés se puso al servicio de Jacques Anquetil y llevó en volandas al francés para el triunfo final. Ni para ti, ni para mí.
Pero quedar tercero en el Tour no le dio tantas satisfacciones como ganar aquel 2 de julio de 1965 en el Circuito de Montjuich. El día anterior, entre Bagnères de Bigorre y Ax Les Thermes, se agarró un cabreo monumental. Durante la carrera comenzó a flaquear y pidió ayuda a uno de sus compañeros de equipo. Éste se negó pensando que retrasaría su marcha, y acaso aquella negativa desató la furia de sus piernas que recobraron la energía. Y qué energía. Llegó en cuarta posición y si la carrera hubiera tenido 500 metros más, la hubiera ganado.
Pero cuando se apeó de la bicicleta su enojo no desapareció. Se encerró en la habitación del hotel, indignado por la falta de apoyo de su equipo, el Ferrys. Le dijo a su director que no tomaría la salida al día siguiente. Sólo había una voz que era capaz de convencer a Pepe de que continuara. Y esa voz estaba esperando al otro lado de la puerta. Su mentor, Antonio San Miguel, con su hijo Jesús Manuel, fueron los únicos a los que Pérez Francés dejó entrar en su habitación aquel día. Sus palabras convencieron el coraje de aquel talento de la bicicleta: “¿Quieres retirarte?, pues hazlo en Barcelona ganando la etapa”.
Al día siguiente, Pérez Francés fue uno de los corredores que emprendió el camino de la undécima etapa del Tour de Francia de 1965, entre Ax Les Thermes y Barcelona. Había por delante 243 kilómetros y un pensamiento que se agitaba en su cabeza: “¿Para qué necesito a un equipo?”. Se escapó en el kilómetro 17 y comenzó a sacar ventaja y ventaja sobre un pelotón que pensaba que aquello era una locura. Pero entre las locuras y las heroicidades, no hay tanta distancia.
Entró en primer lugar en el puerto de Puymorens, a un minuto y cuarenta y cinco segundos del pelotón, comandado por el líder, Felice Gimondi. Cuando pasó la frontera, estuvo arropado por el público español, entusiasmado al ver a uno de sus compatriotas en primera posición. En el alto de la collada de Tosses, Pérez Francés había obtenido una ventaja de ocho minutos y treinta segundos. “¿Para qué necesito un equipo?, seguía pensando el bravo corredor.
Su entrada en Barcelona
Su entrada en Barcelona fue apoteósica. La ciudad se paralizó. Ya estaba afincado en esa ciudad e incluso pasó por su barrio del Poble Sec, junto al bar de su hermana. Ni siquiera vio a su madre, ni a su esposa, ni a su pequeña hija, tan concentrado estaba para que los raíles del tranvía no le tiraran al suelo. Cuando se encontró con Antonio San Miguel y éste le dijo que ya podía retirarse, su respuesta fue un abrazo hacia un padre que acaso siempre echó de menos. Dicen que si el equipo KAS de Langarica no hubiera tirado aquel día del pelotón, Pérez Francés hubiera ganado aquel Tour. Ni para ti ni para mí.
Al menos fue un sueño de un ciclista hecho realidad. Retó a la voracidad colectiva del pelotón en solitario y convirtió su hazaña en una exaltación del coraje individual. Pero que nadie se engañe. Sólo los que no se esfuerzan y sufren están exentos del fracaso.
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