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jueves, 25 de agosto de 2016

Platko y la fuerza de un poema

Platko, en el suelo, en el momento del impacto
Salir o no salir. Es el dilema eterno del guardameta, tan enigmático como la reflexión de Hamlet hablando con la calavera, pero con la dificultad de que no hay tiempo para la razón. Es el momento del instinto.

No recuerda haberlo decidido, pero se ha encontrado que todo su cuerpo se ha adelantado como impulsado por un misterioso resorte. Un delantero de blanco y azul se ha colado en el área en un despiste de su defensa y ha engatillado su pierna para el disparo. No puede permitirlo y se ha lanzado en un vuelo depredador hacia el balón. Y entonces sus defensas se convierten en manos que le sostienen, que le limpian y refrescan con agua, que se aglutinan robándole el aire… Se asusta descubriendo que está lejos de la portería, atendido en la banda, agobiado de dolor y de vendas que le cubren la frente… El impacto de la patada en la cabeza ha sido brutal. El árbitro ha parado el partido.

La final de Copa de 1928

En 1928, en la última edición en la que se presentaba como única referencia del mejor equipo de España (en febrero de 1929 comenzaría la primera Liga), la lucha por la Copa del Rey tuvo lugar en Santander con dos equipos finalistas, el F. C. Barcelona y la Real Sociedad de San Sebastián, que contribuyeron a crear un enorme clima de expectación, avivado por la rivalidad entre catalanes y vascos que en el campo se convirtió en una pelea con tintes épicos, durísima e igualadísima, hasta el extremo de que tuvieron que disputarse tres partidos para acabar con tanto empate.

No obstante haber sido la tercera y decisiva final la que inclinó la balanza a favor del Barcelona (3-1), fue la primera, la del 20 de mayo, la que se ganaría un lugar imborrable en la historia deportiva y lírica, gracias a la gran actuación del guardameta del conjunto catalán, Franz Platko, y a la inspiración de uno de los espectadores que presenciaron aquella hazaña, el poeta gaditano Rafael Alberti.

En una época donde el reglamento de fútbol no contemplaba los cambios, la lesión del portero era una situación muy delicada, aunque debajo de los palos se colocaría uno de los jugadores de campo del conjunto catalán, el interior Ángel Arocha. A pesar de las dificultades de jugar sin su guardameta, el F. C. Barcelona pudo dejar su portería a cero en la primera parte. Tras el descanso, se presentó en el campo sin Platko y el partido parecía haber marcado su rumbo a favor de los guipuzcoanos, más si tenemos en cuenta que a los pocos minutos, en una de las violentas entradas de los vascos, Samitier recibió una patada en la cara que le obligó a retirarse del terreno de juego. La situación era límite para el Barcelona, ya que los catalanes jugaban con nueve hombres, uno de ellos portero inexperto e improvisado.

En los vestuarios

No sabemos muy bien lo que pasó en los vestuarios de los viejos Campos de Sport cuando el malherido Platko vio entrar a Samitier, tan lesionado y pateado como él. Lo cierto es que con la lógica desaprobación de los médicos que le acababan de coser siete puntos de sutura, Platko se levantó para volver al no demasiado metafórico campo de batalla, cubierto con un voluminoso vendaje en la cabeza. Salir o no salir. Su equipo le necesitaba. No había tiempo para la razón. De nuevo era el momento del instinto.

El regreso de Platko al terreno de juego impresionó a los más de 15.000 espectadores que habían llenado El Sardinero. También a Alberti

“Fue la vuelta del viento…”
“…Y el aire tuvo piernas,
tronco, brazos y cabeza.
¡Y todo por ti, Platko,
rubio Platko de Hungría!”

Poco después, en uno de los avances dirigidos por Piera, el propio Samitier (que también había regresado al terreno de juego) culminó la jugada con un remate que supuso que “en el arco contrario el viento abrió una brecha”, la brecha del gol. Fue el momento álgido que elevaría al máximo la inspiración del poeta. Platko había resucitado a su equipo poniéndole por delante en el marcador.

El juego continuó con un aumento de la furia de los jugadores de la Real Sociedad que llegaron a arrollar a Platko nuevamente, pateándole en el área y arrancándole el vendaje de la cabeza

“...rubio Platko tronchado,
tigre ardiendo en la yerba de otro país…”

y finalmente, marcándole el gol del empate, obra de Mariscal. Se dio la circunstancia de que el bravo guardameta tuvo que jugar los últimos minutos con una boina para ajustar tanta venda rebelde y desordenada y protegerla así de la lluvia. Y de esa guisa, al acabar el partido y la prórroga, Platko salió a hombros de El Sardinero, no sabemos muy bien si como héroe, como herido o como ambas cosas:

“desmayada bandera en hombros por el campo…”

Son tan superlativas las manifestaciones de júbilo o de desesperanza en un campo de fútbol, como fugaces, inconsistentes, intrascendentes y variables, hasta que –no importa el motivo- un poeta se sienta en la tribuna y se estremece con una jugada o con un gesto. Entonces la emoción se escribe con mayúsculas, se llena de vida propia y jura entre renglones ser tan perdurable como la lluvia, el mar y el viento que la envolvieron. Por eso “Nadie se olvida, Platko, no, nadie, nadie, nadie…”

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