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domingo, 30 de octubre de 2016

Un futbolista llamado Miguel Hernández

En los senderos que una vida sensible sortea entre la escasez, el sufrimiento, el compromiso social y la tragedia, también hay momentos de evasión para jugar al fútbol, porque aquel gran poeta que murió en la cárcel de Alicante sin haber podido cumplir los treinta y dos años, también vivió en el centro del campo, repartiendo juego entre sus compañeros, abriendo ataques, cerrando ofensivas extrañas y componiendo himnos para su equipo, quizás teniendo en cuenta la frase de uno de sus grandes amigos, José María de Cossío, que escribía que “de un lado está la vida y de otra el juego, como de una parte está la naturaleza y de otra el arte”.

Fútbol en alpargatas

Quién lo iba a decir. Mientras los más importantes poetas españoles se estaban gestando en la Residencia de Estudiantes o haciendo homenajes a Góngora entre corbatas y condiciones sociales acomodadas, había uno de ellos que se dedicaba a cuidar cabras, a repartir su leche y a jugar al fútbol en alpargatas. Porque Miguel Hernández, el autor de ‘El rayo que no cesa’, era un consumado futbolista, aunque con lástima de llevarle la contraria a mi buen amigo, Carlos Bribián, que en su tiempo fue un aguerrido guardameta, el poeta de Orihuela no jugó en esa “visionaria” posición, sino en el centro del campo. Sus amigos dejaron testimonio de que jugaba bien y de que era fuerte y voluntarioso, pero algo lento, así que en un equipo donde todos los jugadores tenían mote, se quedó con ‘El Barbacha’, aludiendo a “la velocidad” de unos caracoles que solían abundar por aquellas tierras. 

Líder del equipo

Miguel no era un jugador más. En realidad era uno de sus líderes y fue quien le puso nombre al equipo, ‘La Repartiora’, porque entre la pobreza de aquellos chavales, todos repartían para compartir lo que tenían de comer y de beber después de cada partido. Jugaban contra Los Yanquees, formado por jóvenes de la burguesía oriolana, o El Iberia, cuyos jugadores eran chavales de la calle de la Acequia. Cuando después de una emocionante victoria, los jugadores de ‘La Repartiora’ decidieron que había que componer el himno del equipo, todos se fijaron en Miguel, que era el que más tiempo se entretenía leyendo entre sus cabras. Así que aquel equipo insignificante de los chavales de la calle de Arriba de Orihuela, tuvo el honor de contar con una canción cuya letra estuvo escrita por un gran poeta y que se entonaba con la música de una canción de Las Leandras, “Por la calle de Alcalá”, y que comenzaba: “Vencedora surgirá/ porque lo ha mandado el Pá,/ la terrible y colosal Repartiora./ Por las calles marchará/ y el buen vino beberá/ porque siempre victoriosa surgirá./ En la tasca habrá de ver/ la ilusión con que al vencer/ mostrará siempre en su cara lisonjera./ Todo el mundo la verá/ bulliciosa y descará”…

La elegía al guardameta

Pero la mejor jugada de Miguel Hernández la hizo desde su posición de espectador. En 1930, un año antes de su primer viaje a Madrid, además de jugar, Miguel solía ir a ver, con su amigo Efrén, los partidos del Orihuela C. F., que jugaba en categoría regional. En uno de esos partidos presenció cómo el guardameta local, Lolo Soler, al ir a despejar un balón, impactó su cabeza con el poste de la portería. Miguel, impresionado con la sangre, escribiría una hermosa “Elegía al guardameta”, digna competidora de la oda a Platko de Rafael Alberti, con versos como éstos:

“A los penaltys que tan bien parabas

acechando tu acierto,

nadie más que la red le pone trabas,

porque nadie ha cubierto

el sitio, vivo, que has dejado, muerto”.

Pero la imaginación es la gran licencia de la literatura. Lolo Soler no murió aquel día. Acaso Miguel no quiso parar el caudal de sensaciones de aquella visión y fantaseó con la trascendencia de la muerte. Qué paradoja. Años después, Lolo Soler también estaría en la prisión de Alicante y en 1993 recordó una triste realidad, muda y sin versos imaginarios, cuando formando en el patio, con el resto de los presos, vieron pasar el ataúd que se llevaba una vida sensible entre la escasez, el sufrimiento, el compromiso social y la tragedia que también vivió en el centro del campo, repartiendo juego entre sus compañeros, abriendo ataques, cerrando ofensivas extrañas y componiendo himnos para su equipo, quizás teniendo en cuenta la frase de uno de sus grandes amigos, José María de Cossío, que escribía que “de un lado está la vida y de otra el juego, como de una parte está la naturaleza y de otra el arte”.

miércoles, 12 de octubre de 2016

El Racing y la magia de la televisión

Equipo de la primera retransmisión televisiva
Redujo el campo de fútbol a una pequeña pantalla, pero en vez de achicarlo, lo engrandeció hasta límites insospechados, colándose en nuestros hogares y multiplicando con la repetición de las imágenes los escasos momentos de belleza de un partido.

La televisión llegó a España como la novedad más comentada de la Feria Internacional de Barcelona de 1948, y ese mismo año, los representantes en España de la Radio Corporation of America intentaron realizar una retransmisión de una corrida de toros en la Plaza de Vista Alegre de Madrid. Pero la experiencia fue un desastre. Las deficiencias del voltaje lo hicieron imposible y los telespectadores de los 17 receptores que se exhibieron en el Círculo de Bellas Artes de la capital, exigieron la devolución de las 15 pesetas que costaba la entrada para ver las maravillas del invento.

Pero seis años después, también en Madrid, se consiguió la proeza de tomar planos de la Gran Vía y verlos a la perfección a pocos kilómetros, en el lugar que pronto sería sede de TVE, en el Paseo de la Habana. Aquellas pruebas, que constituían el embrión de la televisión pública en España, tenían que ser confirmadas con la retransmisión de un acontecimiento al aire libre, y se eligió un partido de fútbol.

Real Madrid-Racing

El 24 de octubre de 1954, en Chamartín, meses antes de que cambiara su nombre por el del hegemónico Santiago Bernabéu, las cámaras de televisión retrasmitieron el partido de Liga entre el Real Madrid y el Racing, con los comentarios de Juan Martín Navas que acompañaron las primeras imágenes televisivas de fútbol en España. Por el Racing saltaron al terreno de juego Ortega; Gómez, Barrenechea, Bermúdez; Santín, Vázquez; Magritas, Moro, León, Sobrado y Arsuaga. Entre los jugadores del Real Madrid lo hicieron varios exracinguistas: Marquitos, Joseíto, Miguel Muñoz y Gento. El equipo cántabro, plantado en el terreno del último campeón de Liga, aspiraba a conservar el valioso empate a cero. Y lo estaba consiguiendo. El dominio blanco era insistente, pero no se creaban oportunidades. Barrenechea, el central racinguista, se sentía todopoderoso en las cercanías de su área, no en vano el seleccionador nacional le venía observando en los últimos partidos. Moro respiraba en la nuca de Alfredo Di Stéfano convirtiéndole en un futbolista vulgar, aunque en las gradas preferían deducir que Di Stéfano jugaba enfermo. Faltaban veinte minutos para terminar el partido cuando Lesmes colgó un balón en la puerta del Racing y Ortega despejó de puños. Sin dejar caer el balón, Gento interrumpió el despeje empalmando un potente disparo que se coló por el ángulo contrario mientras el defensa Barrenechea intentaba detenerlo con la mano. Fue un golazo de Gento con el pie derecho que hizo exclamar por primera vez a un comentarista de televisión el grito de ¡gol!, el primero que recogía aquella nueva tecnología. El equipo montañés se vino abajo y Muñoz y Rial sumaron el definitivo tres a cero con el que finalizaría el partido.


Pionero en Segunda División

El Racing no sólo fue uno de los dos protagonistas de la primera retransmisión en directo de un encuentro de fútbol en España. También lo fue de un partido de Segunda División, cuando el 20 de mayo de 1973, ante la presencia de las cámaras de TVE, los Campos de Sport fueron escenario del partido contra el Real Murcia que supuso la culminación de aquel inolvidable equipo de los bigotes que ya había logrado matemáticamente el ascenso a Primera, y que entonces formaría con Santamaría; De la Fuente, Chinchón, Portu; Sistiaga, Santi; Martín (Docal), Barba, Aitor Aguirre, Pedro Amado y Sebas. El partido finalizaría con empate a cero.

Redujo el campo de fútbol a una pequeña pantalla, pero en vez de achicarlo, lo engrandeció hasta límites insospechados, colándose en nuestros hogares y multiplicando con la repetición de las imágenes los escasos momentos de belleza de un partido. Y en sus comienzos, el Racing participó de la magia de aquel invento que supuso un antes y un después del bienestar de la sociedad moderna y un antes y un después del desarrollo del deporte rey.

viernes, 7 de octubre de 2016

Pancho Cossío, el racinguista de la plaza de Pombo

Pancho Cossío
Su busto lleva más de veinte años vigilando la plaza, acaso resignado por el agobio de las palomas, pero atento al devenir de los transeúntes que en sus ajetreos parecen llevar consigo el paso del tiempo. Desde su posición de bronce, casi puede ver la placa que se colocó en su portal de la calle Gómez Oreña para indicar que en aquella casa nació el famoso pintor Pancho Cossío. Pero no son los artistas quienes le llevan flores cada 23 de febrero.

Francisco Gutiérrez Cossío, más conocido como Pancho Cossío, fue un deportista consumado, con el mérito de estar limitado por un accidente que sufrió de niño en Renedo de Cabuérniga, donde trascurrieron sus primeros años de vida. Ocurrió cuando su madre, distraída con la presencia del chiquillo, le fracturó el pie izquierdo con una mecedora. Los médicos no pudieron evitar la secuela de una cojera que le impediría correr, y por lo tanto jugar al fútbol, así que en referencia a la práctica deportiva, fueron la natación y la vela sus actividades favoritas.

Amante del fútbol y fundador del Racing

Sin embargo, el fútbol fue una referencia importante de su juventud y de su relación de amistad. Cuando los amigos que vivían en el entorno de la Plaza de Pombo decidieron formar un equipo con el nombre de Racing, también contaron con él. Además, Pancho guardaba una excelente relación con Ángel Sánchez Losada, el primer presidente del club, debido a que habían coincidido en la academia de pintura donde ambos estudiaban, de tal manera que Pancho formó parte de la primera directiva del equipo como tesorero.

Cossío muy pronto se dedicaría a la pintura, su verdadera vocación, y después de haber contribuido a la creación del Racing, marcharía a Madrid en 1914, donde asistiría a las clases de pintura impartidas por Cecilio Pla hasta 1918. Celebró su primera exposición en el Ateneo de Santander en 1921, y luego se marchó a París, donde conoció a varios artistas del momento que marcarían su trayectoria, y en donde coincidiría con otros pintores cántabros, como María Blanchard, César Abín y Santiago Ontañón. En Francia también se aficionaría al cine, tomaría contacto con Luis Buñuel y participaría como actor en algunas películas. Al regresar a España en los años treinta, Pancho se dejó llevar por la locura política del momento y colaboró en la fundación de las J.O.N.S. (Juventudes Obreras Nacional Sindicalistas). También formó parte del grupo de la revista ‘Proel’, donde colaboraban sus amigos, participando en su nominación y con artículos y dibujos en las cubiertas de algunos números, como en la portada de otoño de 1946. La revista, que supuso una luz en el sombrío panorama literario de la época, incluso le dedicó un homenaje en los números 5 y 6 de agosto y septiembre de 1944.

Reconocimiento internacional

En los años sesenta, su pintura comenzó a ser reconocida internacionalmente y se prodigó en exposiciones, destacando la de la Feria Internacional de Nueva York. Nunca se olvidó de su Racing, y en las entrevistas que le realizaban, no dejaba de mencionar a su equipo. Algunas de sus declaraciones constituyen uno de los escasos testimonios sobre cómo el Racing consiguió el título de “Real”, cuando un día se acercaron al Palacio de la Magdalena y se entrevistaron con Alfonso XIII solicitándole la autorización: “Y el rey, muy impuesto de su trascendental acto, nos otorgó, sin más dilaciones, el título de Real”, comentó en 1961 en el diario ‘Pueblo’.

Falleció en su casa de Alicante el 16 de enero de 1970 y fue enterrado en Ciriego, en el Panteón de Hombres Ilustres de Santander. En 1994, el ayuntamiento democrático de Santander le dedicó el busto de la plaza de Pombo con motivo del centenario de su nacimiento, fechado el 20 de octubre de 1894, aunque mi amigo José Manuel Holgado, hurgando en el registro civil y en su acta de defunción, ha descubierto que nació el mismo día y el mismo mes, pero de 1889, que es la que suponemos correcta, achacando el error a la humana y coqueta costumbre de quitarse años, que como señalan algunos biógrafos, tenía el genial pintor.

Su busto lleva más de veinte años vigilando la plaza, atento al devenir de los transeúntes que en sus ajetreos parecen llevar consigo el paso del tiempo. Pero no son los artistas quienes le llevan flores cada 23 de febrero. Son y somos los racinguistas, dispuestos a mantener la tradición de honrar a uno de los fundadores del club en un lugar emblemático que no queremos que desaparezca, por la salud y el bien de nuestra memoria histórica.

lunes, 3 de octubre de 2016

El aristócrata que quiso cambiar el mundo

Pierre Fredy, balón de Coubertin
Nació aristócrata en una familia monárquica, pero se hizo republicano. Era francés, pero admiró el estilo de vida anglosajón. Tuvo un ideal para anticipar el orden de la vida por el espíritu deportivo, y siempre lo mantuvo firme como bandera de su destino. Asumió que el sueño estaba en él, y que el obstáculo para su cumplimiento, también. Por eso superó la incomprensión, la envidia, la calumnia y la ingratitud con la fuerza de su entusiasmo, siempre joven. Porque nadie envejece al cumplir años, sino por abandonar sus ideales.

Pierre Fredy, barón de Coubertin (París, 1863-1937) fue un rebelde que quiso cambiar el mundo. No quiso seguir los pasos de su familia adinerada y rechazó la carrera militar y la diplomática, quedando hipnotizado por la educación que los británicos daban a sus jóvenes por medio del deporte. Aficionado al ciclismo y al remo, aunque también practicante ocasional de esgrima y tenis, quedó prendado por la experiencia de Thomas Arnold en la Escuela de Rugby y decidió encomendar su vida al estudio de la pedagogía para cambiar una rígida y estricta sociedad por medio de los ejercicios físicos. Estaba convencido de que los jóvenes de su tiempo vivían encerrados en aulas empapeladas con viejos libros, cuando lo que necesitaban era movimiento constante en prados, ríos y bosques. Por eso se rebeló contra aquella educación que llegó a calificar de “sedentarios culos de silla”.

Un nuevo modelo de educación

Desengañado de los políticos, intentó convencer a la sociedad francesa para construir un nuevo modelo de educación que alejara el pesimismo de una nación derrotada por los ejércitos prusianos, pero en sus viajes por Europa y América comprendió que su proyecto tenía que ser universal y sin distinción de clases sociales. En aquel ideal se cruzó otra de las materias de las que era un apasionado, la historia. Los restos arqueológicos que alemanes y franceses estaban descubriendo en la vieja Olimpia, renovaron el interés por los Juegos Olímpicos, y el 25 de noviembre de 1892, en una conferencia que pronunció en el claustro de la parisina Sorbona sobre ‘los ejercicios físicos en el mundo moderno’, lanzó su ambicioso proyecto de restablecer los Juegos Olímpicos de la antigua Hélade. Dos años después, por medio de la Unión de Sociedades Francesas de Deportes Atléticos que había contribuido a crear, convocó un congreso internacional del que surgiría el Comité Internacional Olímpico y la decisión de celebrar los Juegos cada cuatro años en ciudades de países diferentes. Después de sortear innumerables problemas y críticas, logró poner en marcha su proyecto en Atenas, en 1896. Coubertín sería el alma, el motor, el ideólogo, el ejecutor y el proyectista de esa gran aventura que hoy es una realidad inmensa: los Juegos Olímpicos de la era moderna.

Un auténtico luchador

Pero arrancar no era suficiente garantía de continuidad. Tuvo que seguir luchando y empujando. Se dejó en ello su fortuna y su patrimonio personal. Además, la incomprensión que recibió por parte de algunos de sus compatriotas, las tensiones políticas y la Gran Guerra, fueron constantes pruebas a su perseverancia. Pero como él mismo decía: “El buen luchador retrocede pero no abandona. Se doblega, pero no renuncia. Si lo imposible se levanta ante él, se desvía y va más lejos. Si le falta el aliento, descansa y espera. Si es puesto fuera de combate, anima a sus hermanos con la palabra y su presencia. Y hasta cuando todo parece derrumbarse ante él, la desesperación nunca le afectará”.

Su corazón, en Olimpia

Coubertin fue un ejemplo de esa constancia. Mantuvo vivo ese fuego olímpico que aún hoy alumbra y calienta nuestra época. En su vejez, a bordo de una yola, no dejó de remar en las aguas del lago de Mirville, o en el puerto de Ouchy, en las orillas del lago Léman, hasta que la muerte le sorprendió en los jardines del parque de la Grange, en Ginebra, en el otoño de 1937. En su testamento dejó escrito que su cuerpo descansara en Suiza, nación que le dio cobijo a él y a su proyecto olímpico, aunque estableció que su corazón fuera llevado al mítico santuario de Olimpia. Y allí, embalsamado, en una pequeña caja, dentro de un monumento dedicado a su persona, late ese corazón aristócrata que aún bombea el gigantesco ideal de los Juegos Olímpicos, un ideal para anticipar el orden de la vida por el espíritu deportivo que ha sabido superar la incomprensión, la envidia, la calumnia y la ingratitud para cambiar el mundo con la fuerza del entusiasmo.