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domingo, 27 de noviembre de 2016

Marcel Jaurey, un cántabro en el rally de Montecarlo

Marcel Jaurey, a la izquierda, con su 'Delage'
En el estudio fotográfico y sobre el triciclo recién estrenado, aquel niño de cuatro años parecía un emperador. Su expresión, de solemne serenidad y complacencia, guardaba el convencimiento de poseer la máquina más fantástica que hubiera podido inventarse. La idea de avanzar sentado, con el simple movimiento de los pedales, era algo más que divertido. Era pura magia. Jamás olvidaría esa sensación. En realidad, esa sensación le acompañaría toda su vida.

Marcel Jaurey nació en 1904 en Santander, ciudad en la que siempre vivió. Su padre, también Marcel Jaurey, natural de Mont de Marsan (Francia) se casó en Santander con Francisca Fernández-Cotera Mendizábal, regentando el conocido y próspero establecimiento de ‘La Tintorería Francesa’, cuyos talleres estaban en la calle San Fernando, mientras que las tiendas de reparto se ubicaban en las de San Francisco e Isabel II. Con una posición social acomodada, el joven Marcel estudió en los Escolapios de Villacarriedo sin demasiadas preocupaciones, exceptuando la llamada a filas de su padre, de nacionalidad francesa, para combatir en las trincheras de la Gran Guerra, donde pudo sobrevivir. Así que el joven pudo dedicar su tiempo a dejarse llevar por aquellas agradables sensaciones dirigiendo máquinas que le transportaban a un mundo más emocionante.

El cosquilleo de la competición

Con nueve años, el triciclo dejó paso a la bicicleta, y poco tiempo después participaría en pruebas ciclistas infantiles para descubrir el cosquilleo de la competición. Más tarde practicó el motociclismo, con la desgracia de perder un ojo en un accidente. Pero aquello no le echó para atrás. Continuó probando el placer de la velocidad con los automóviles y las avionetas, incluso engañando a las autoridades encargadas de otorgar los permisos para volar, porque el oftalmólogo amigo suyo que extendió el certificado para obtener el carnet de piloto, escribió, sin mentir, que “en el ojo izquierdo tiene una dioptría, en el derecho, nada”.

La oportunidad del rally

Cuando compró su cuarto automóvil, un ‘Delage’, la propia empresa le ofreció un precio especial con la condición de que participara en el famoso rally de Montecarlo. No se lo pensó dos veces. El 23 de enero de 1934 partió de Madrid con el número 64 conduciendo un ‘Delage’ de 2.420 centímetros cúbicos. Pasó por Bayonne, Toulouse y Avignom antes de llegar a Montecarlo. Al año siguiente, renovó el acuerdo con la marca del vehículo que le ofreció un ‘Delage’ más potente, de 2.660 centímetros cúbicos, que llevó a Montecarlo la matrícula santanderina: S-5758. En esta ocasión tuvo que superar un problema de cierta importancia, ya que Marcel poseía doble nacionalidad y al no atender la llamada a filas de Francia, para evitar problemas participó indirectamente inscribiendo a su amigo Valentín Azpilicueta que le acompañaría en el recorrido como viajero con su esposa y con el padre de Marcel.

Desde Portugal

El 20 de enero 1935 partieron de la localidad portuguesa de Valença do Minno, atendido y controlado por el Automóvil Club Portugués, pasando por Lisboa, Sevilla, Madrid, Bayonne (abriéndose paso por los Pirineos a base de retirar la nieve con una pala), Toulouse, Brignoles y Montecarlo. Nadie en España pareció enterarse de la prueba, y eso que también la atravesaron los participantes ingleses que salieron desde Gibraltar. Marcel alcanzó su récord de velocidad en el tramo comprendido entre Sevilla y Madrid, logrando una media de 90 kilómetros por hora, y haciendo los 3.000 kilómetros del recorrido en 62 horas, comprendidas las muy escasas que pudieron disponer para dormir y alimentarse. Participaron 166 automóviles y Marcel pudo batir a sus contrincantes franceses sobre ‘Bugatti’, consiguiendo clasificarse y logrando traer a Santander la Copa del Automóvil Club lusitano. Quedó clasificado en el puesto 75 de los 103 que pudieron terminar, en la categoría de coches entre 2.000 y 3.000 centímetros cúbicos.

Incautado

Sobre un triciclo, sobre una bicicleta, sobre un automóvil o sobre un aeroplano, Marcel Jaurey siempre mantendría esa expresión de solemne serenidad que guardaba el convencimiento de poseer la máquina más fantástica que hubiera podido inventarse. Por eso lamentaría el triste destino de aquel ‘Delage’ cuando la guerra puso fin a los juegos de velocidad. Los automóviles fueron incautados y sometidos a todo tipo de servicios, manchadas sus tapicerías de barro, sangre y grasa, impregnadas con olor a pólvora y farmacopea, destrozados en los barrancos o en las cunetas, ametrallados o pintarrajeados y, finalmente, apilados en los cementerios mecánicos de chatarra, como el famoso ‘Delage’ de ocho cilindros de Marcel Jaurey que durante el percance bélico sufriría un accidente en el alto de Solares, causando la muerte de su conductor y de su ocupante. Así terminó aquella fantástica máquina que llevó al Principado de Mónaco al primer español en participar en el rally de Montecarlo.

domingo, 20 de noviembre de 2016

El último gol de Quique Setién

Después de tantos años, se me revuelve el estómago de racinguista igual que la primera vez que escribí sobre aquel gol.

Era el inicio de la temporada 1995-96, la primera en la que las victorias valían tres puntos. El Racing no había comenzado con buen pie, porque en el primer encuentro recibió cuatro goles del Athletic Club en San Mamés, y en el segundo, otros cuatro del Atlético de Madrid en El Sardinero. Así que en el tercero, en Gijón, los jugadores racinguistas, capitaneados por Quique, concentraron un decidido propósito de enmienda. Habían pasado escasos minutos cuando, un balón robado por Luis Fernández, se cruzó en el camino de Quique cerca de la media luna del área asturiana. Con la derecha, el santanderino empalmó un potente disparo raso que se coló rozando el poste derecho de Ablanedo. Fue un golazo. Era el primero que el Racing marcó aquella temporada, pero nadie pensó nunca que sería el último del carismático futbolista, aunque nunca pudo subir al marcador.

Redes de dudas

Después de que el balón entrara limpiamente en la portería, el colegiado, José Enrique Rubio Valdivieso, tras observar que ningún banderín se había alzado para denunciar algo que no había podido percibir, inició la carrera señalando el centro del campo. Había visto con sus propios ojos cómo el balón entró en la portería, así que su decisión no ofrecía dudas. Pero el guardameta había escuchado el impacto de aquel chut al estrellarse contra una valla publicitaria (“qué extraño”, pensaría), y después de levantarse de su fracasada estirada, fue a recuperar lentamente el balón que no estaba dentro, estaba fuera, evadido de unas redes que no se habían comprobado correctamente y que estaban mal ajustadas. Entonces, el portero asturiano tuvo la brillante idea de blocar el disparo de Quique reclamando la atención del linier, un colegiado gerundense llamado Caliano Lentijo que se creyó el cuento de hadas de Juan Carlos Ablanedo. Aquello creó un momento de confusión. Rubio Valdivieso comenzó a dudar. Quique descubrió que algo raro ocurría y persiguió al colegiado preguntando qué había pasado.

Desmentirse a sí mismo

No conozco en el fútbol que un árbitro se desmintiera a sí mismo, ni que renegara de sus propios sentidos, principal recurso para administrar la justicia deportiva. Rubio Valdivieso había visto el gol y lo había legalizado con su soplido. Pero cuando comprobó, alertado por las indicaciones de Ablanedo y de su linier, que el balón estaba fuera de la portería, se dejó llevar por las especulaciones fantásticas que reclamaban los sportinguistas. Cuando lo anuló, este árbitro, nacido en la localidad vallisoletana de Urones de Castroponce, entró en la historia maldita del fútbol, porque existen millares de errores arbitrales por cosas que no se ven, pero ninguno por cosas que ya vistas, dejan de creerse.

La indignación de espaldas

En aquella temporada, los árbitros esquilmaron al equipo cántabro en las primeras jornadas. En Santander, la indignación por la actuación de los árbitros invitó a los aficionados a salir a la calle para protestar. Recuerdo que en el siguiente partido, en la tarde del sábado, 23 de septiembre de 1995, el Racing jugaba contra el Sevilla C. F. en Santander. Los escandalosos errores del árbitro que no se creyó lo que había visto, fueron un resorte para los racinguistas que se sentían cargados de reproches contra los jueces de la competición. En el campo, cuando el colegiado Díaz Vega salió al terreno de juego, nadie le abucheó. Los espectadores se levantaron de sus asientos y mostraron sus espaldas a los representantes arbitrales. Los pocos aficionados que no lo hicieron, contemplaron una visión insólita en un campo de fútbol. El público, siempre de frente, renegaba ahora de su privilegio de espectador mostrando el desprecio de miles y miles de espaldas. El gesto de protesta fue silencioso hasta que se escuchó el pitido del inicio del partido. 

Después de tantos años, se me revuelve el estómago de racinguista igual que la primera vez que escribí sobre él. Fue el último gol de Quique Setién, un gol que continúa vagando por El Molinón, como alma en pena, esperando que alguien lo saque de centro.

domingo, 13 de noviembre de 2016

El campeón de harina contra la raza aria

Más que un boxeador, parecía un bailarín. Convertía el cuadrilátero en una pista de baile y a sus rivales en parejas a las que imponía su ritmo. En ocasiones, los desquiciaba con su vibrante juego de piernas y con su escapismo de golpes que le perseguían sumidos en el fracaso.

El público le adoraba, sobre todo las mujeres. Era un hombre atractivo, feliz y ganador. Pero no era de raza aria, había nacido en un país equivocado y vivía en un tiempo demasiado desfavorable para los gitanos.

Boxeador y gitano

Johann Wilhelm Trollmann era natural de Hannover y vino al mundo el 27 de diciembre de 1907 en el seno de una familia gitana. Todos le llamaban ‘Rukeli’ (árbol joven) y mostraba una engañosa apariencia de muchacho enclenque. Quizás por eso se aficionó al boxeo, perfeccionando su estilo gracias al entrenador judío Erich Seelig. Muchos se sorprendieron cuando comenzó a ganar campeonatos locales con aquella apariencia de fragilidad, pero es que se movía demasiado deprisa y sus golpes eran certeros y potentes. Por eso fue uno de los púgiles que se clasificó para participar en los Juegos Olímpicos de Ámsterdam (1928), aunque finalmente no pudo hacerlo porque su forma de boxear no era representativa de Alemania. Ésa fue la excusa para intentar disimular el racismo que comenzaba a apoderarse de aquella sociedad.

Campeón de la Alemania nazi

Pero Rukeli continuó boxeando con sus pies ligeros, su apariencia enclenque y sus puños voraces. Se trasladó a Berlín, se hizo profesional y se fue ganando al público rompiendo la moral de hombres mucho más fornidos y corpulentos. Y alcanzó su sueño, competir por el título nacional de Alemania de los semipesados en 1933, el año en que Hitler llegó al poder. Su rival era Adolf Witt, mucho más pesado y fuerte que además era el favorito de los dirigentes nazis que acudieron por decenas a ver el combate. Trollmann fue más rápido que nunca aquel día. Incluso se atrevió a burlarse de la torpeza de su oponente y a comentar jocoso el desarrollo de la pelea con los espectadores de las primeras filas. Golpe a golpe, el gitano fue ensangrentando la cara del ario con una vitalidad y frescura insultante. Cuando los jueces anunciaron que el combate era nulo, el público, escandalizado, casi organizó un tumulto, de tal manera que se vieron obligados a rectificar y a designar campeón de Alemania a Trollmann, entre la ira de los dirigentes del nacional socialismo y la emoción del campeón que rompió a llorar.

Aquello era imperdonable para el nuevo régimen. A la semana siguiente, la Federación Alemana de Boxeo le informaba por carta que le quitaban el título por “comportamiento vergonzoso”, refiriéndose a su llanto, mientras que la prensa justificaba la decisión afirmando que “los campeones de boxeo no corren”. Además, amenazando a su familia, se le obligó a combatir contra un duro boxeador pronazi, Gustav Eder, prohibiéndole que no se moviera del centro del ring. Querían humillarle, pero no lo consiguieron.

El gitano de los pies alados aceptó la pelea, pero en esa ocasión no sería un gitano. Se tiñó el pelo de rubio, esparció harina por todo su cuerpo, se plantó inmóvil en el centro del ring y aguantó los puñetazos hasta que en el quinto asalto, cayó a la lona rebozado de raza superior.

En el campo de concentración

Años después, Trollmann acabó en el campo de concentración de Neuengamme, cerca de Hamburgo. Malnutrido y débil, tuvo que soportar los combates que los guardias organizaban para divertirse, donde premiaban a Trollmann con un plato de comida sólo si perdía por K.O. Un día de 1944 se hartó y en una de esas peleas se atrevió a noquear a un colaborador nazi. Éste, enrabietado y ante la mirada impasible de los vigilantes, le apaleó hasta la muerte.

Durante muchos años, Johann Wilhelm Trollmann sólo fue una víctima más de un exterminio execrable, mientras su gesta se arrinconaba en el olvido. Hasta que la Federación Alemana de Boxeo reconoció su título en 2003. Hoy, en Hannover, una calle lleva su nombre y en Hamburgo, una placa señala el gimnasio donde ganó varios combates. En Berlín, su memoria se evoca en el parque Victoria, con un ring inclinado y único destinado al boxeador que parecía un bailarín, que convertía el cuadrilátero en una pista de baile y a sus rivales en parejas a las que imponía su ritmo. Y su recuerdo, teñido de rubio y con piel de harina, sigue desquiciando a los que se creen dioses con su vibrante juego de piernas y con su escapismo de golpes que siempre le perseguirán sumidos en el fracaso.

lunes, 7 de noviembre de 2016

La aventura del C. D. Toluca


El campo del Regimiento de Infantería Valencia, el mismo que el escritor Manuel Arce cuidó con devoción durante su servicio militar en los años cuarenta, se llenó como nunca. Un equipo de Santander había cautivado la expectación de miles de aficionados que apenas encontraban acomodo en las escasas gradas que se levantaban en uno de los laterales, el que linda con la calle General Dávila. El resto tenía que acomodarse de pie, alrededor del terreno de juego, empujando al de al lado o poniéndose de puntillas para ver a aquellos grandes jugadores.

Aquellos astros del fútbol

Todos hablaban de ellos. Los más jóvenes, que eran los que menos conocían a aquellos astros del fútbol, se quedaban embobados cuando sus padres o tíos les explicaban quién era el gran Marquitos (Marcos Alonso Imaz), el santanderino ganador de cinco Copas de Europa con el Real Madrid, patriarca de una saga de futbolistas inmejorable que se había extendido a sus hermanos Alfredo, Antonio (‘Tacoronte’), Cilio y Joselín; ‘Pachín’ (Enrique Pérez Díaz), el más laureado de la saga familiar de los ‘Pachines’ de Torrelavega, que había debutado en la Real Sociedad Gimnástica de Torrelavega con su hermano Francisco y que sin haber jugado en el Racing, destacó en el Real Madrid, alcanzando la internacionalidad y logrando dos Copas de Europa; el madrileño Enrique Mateos, que como ‘Pachín’ había jugado en la Real Sociedad Gimnástica de Torrelavega, aunque Mateos lo hizo al final de su carrera deportiva, llegando a ser internacional cuando era jugador del Real Madrid, equipo con el que conquistaría cuatro Copas de Europa; Atienza II (Ángel Atienza Landeta), cuyo hermano mayor, Adolfo, también había jugado en el Real Madrid, aunque Ángel se retiraría muy pronto para dedicarse al arte, destacando sus murales en el metro de la capital de España; el canario ‘Pantaleón’, que en realidad tenía por nombre el de Manuel Quevedo Vernetta, otro futbolista que logró ganar una Copa de Europa con el Real Madrid pero que en honor a su hermano Pantaleón, famoso jugador de la U. D. Las Palmas y creador de la saga, llevaba su nombre; el navarro Félix Ruiz, otro futbolista veterano que como el resto había vestido la camiseta del Real Madrid, siendo internacional, aunque una lesión de clavícula le frenaría su carrera deportiva; el madrileño Pedro Casado, otro internacional que había defendido la camiseta madridista y el orensano Delfín Álvarez, un madridista más que también había jugado en el Granada C. F., Real Murcia y R. C. D. Español y que como todos ellos, habían respondido a la llamada de Marquitos para que se incorporaran a aquel modesto equipo de Tercera División: el Club Deportivo Toluca.

Cómo surgió el Toluca

¿Toluca? Aquel nombre sonaba muy montañés y enseguida encantó a los dos fundadores de este equipo allá por los años cincuenta del pasado siglo: Emilio Ruiz Alciturri (‘Uco’) y Antonio Alonso Imaz (‘Taco’). ‘Taco’ y ‘Uco’ contaban con un equipo infantil, el San Celedonio, que como tantos otros de la época se batían en los campos del Hogar y en Miramar, disputando el Torneo de los Barrios. ‘Taco’ había tenido la ocasión de conocer al famoso jugador astillerense, Nando García, por medio de su hermano Marquitos. García, que fue jugador del Racing y del F. C. Barcelona, logrando una gran celebridad en México, donde desarrolló la mayor parte de su carrera deportiva, llegó a ofrecer a ‘Taco’ la posibilidad de jugar al otro lado del océano, cosa que finalmente no aceptó. Pero la relación de García con los hermanos Marquitos continuó con la coincidencia de que el astillerense fue contratado en la temporada 1958-59 como entrenador del conjunto mexicano del C. D. Toluca. García, que siempre se mostró agradecido por el trato que Marquitos le dispensaba cuando visitaba Madrid, regaló a ‘Taco’ y a ‘Uco’ un equipaje con las camisetas de los diablos rojos mexicanos destinadas al humilde San Celedonio. Y aquello fue el detonante para que en 1959 el San Celedonio se presentara al Torneo los Barrios con el nombre del C. D. Toluca. Aquel primer equipo del Toluca llegaría a disputar la final del popular trofeo, perdiendo tres a uno frente al Callealtera. Los jugadores toluquistas que formaron aquel día fueron Torralbo; Peña, Moncho, Braulio; Casanueva, Fitos; José Luis, Pescador, Mariano, Román y Moneo.

En categoría nacional

Años después, en 1970, el C. D. Toluca santanderino ascendió a Tercera División y Uco Alciturri, presidente y entrenador, aceptó la idea de Marquitos (retirado y a punto de cumplir cuarenta años) para llamar a varios jugadores de su quinta que había conocido en el Real Madrid, con la idea de reforzar al equipo del Regimiento. Y el Toluca se convirtió en el club de las viejas glorias, en el club de los recuerdos de antaño, en el club donde la juventud y la veteranía se unían para ganar al adversario y escribir partidos de ensueño, donde el joven José Ramón Moncaleán actuaba como un ilustre guardameta curtido por los años y el veterano Marquitos se dejaba la piel en el campo, como si estuviera disputando una final de la Copa de Europa más.

El campo del Regimiento de Infantería Valencia, el mismo que el escritor Manuel Arce cuidó con devoción durante su servicio militar en los años cuarenta, se llenaría siempre para ver al C. D. Toluca. Ése fue el mérito de aquel equipo irrepetible, el mismo que cautivó la expectación de miles de aficionados que tuvieron que ponerse de puntillas para ver a aquellos grandes jugadores y que nos invitaron a viajar a través del tiempo contemplando un partido de fútbol.