El delantero está completamente acorralado. Se ha refugiado en una de las esquinas del campo, acaso buscando la salida honrosa de provocar un córner. Dos defensas han levantado un muro del que parece imposible salir. Los espectadores saben que en unos instantes perderá el balón. Pero el delantero ha hecho algo extrañísimo. Encarándose a ambos rivales, ha envuelto y escondido la pelota por la parte posterior, ha provocado un salto rápido y nervioso que parece no conducir a ninguna parte y se ha colado entre ambos, yendo derecho hacia la portería. Los defensores no le persiguen. Han visto con sus propios ojos que el jugador se ha escapado sin el balón.
Es cierto. José Antonio Saro, uno de los jugadores del Rayo Cantabria de la temporada 1957-58, se ha escapado sin el balón, pero éste, venido del cielo, se ha pegado de nuevo a sus pies como un perro fiel a la llamada de su amo. Avanza unos metros con él, paralelo a la línea de meta y luego centra hacia atrás para que uno de sus compañeros marque un nuevo gol. Los dos defensores, inmóviles e incrédulos, se miran preguntándose qué ha pasado.
¿Que qué ha pasado? Para contestar a esa pregunta hay que remontarse a un José Antonio Saro con diez años, en el campo de Buenavista de Oviedo, observando cómo un jugador argentino llamado Sará elevaba por detrás la pelota por encima de su cabeza, haciéndola caer hacia delante. Aquel malabarismo se convirtió en un obsesionante reto. Fue un momento impactante de su infancia deportiva, porque desde aquel día, con una pelota de goma en sus pies, Saro se obsesionó con el regate impensable hasta que consiguió controlarlo.
Un equipo irrepetible
El Rayo Cantabria de la temporada 1957-58 no fue un conjunto campeón, pero cautivó a los públicos gracias a la calidad de su juego, alcanzando una fama que, salvando las distancias, podría compararse con la que obtuvo el Racing de la temporada 1949/50. Aquel Rayo, que obtuvo el tercer puesto del competitivo grupo de Tercera División cántabro-vizcaíno, fue el que practicó el fútbol más ofensivo y espectacular. El Baracaldo, que fue el campeón, marcó 69 goles en los treinta encuentros ligueros, pero el Rayo anotó 83, alcanzando una media de 2,76 goles por partido. José Antonio Saro, el autor de aquel regate tan espectacular, fue el máximo anotador del equipo con 19 goles, seguido de Larrinoa (17), Yosu (13), Julio Santamaría (10), Laureano (7), Zaballa (5), Miera (3), Gómez (2), Ruiz (1), Velasco (1), Gutiérrez (1), Cordero (1) y otros tres que se marcaron, a modo de desesperación ajena, en propia puerta. El club rayista desplegó a lo largo del campeonato una puntería excelente sobre la meta adversaria, y comenzó a acostumbrar al público de los Campos de Sport a goleadas que tenían como dígito mágico la tasa de cinco o más de cinco. Y así, en sus partidos de casa, el Rayo ganó 5-2 al C. D. Villosa, 7-2 al Deusto, 6-0 al Durango, 5-0 al Valmaseda, 5-0 al Portugalete, 9-1 al Padura, 5-1 al Galdácano y 6-0 al Naval. No era extraño que antes de los partidos los aficionados se saludaran enseñando abiertos los cinco dedos de la mano aludiendo a la tasa.
El Racing, una víctima más
La mordaz eficacia rematadora de aquel equipo filial no sólo lo sufrieron los equipos rivales. Hasta el mismo Racing tuvo que resignarse al desparpajo futbolístico de aquel joven Rayo de la tasa. Era habitual que el Rayo y el Racing jugaran, generalmente los jueves, un partido de entrenamiento para observar en acción a los jugadores de ambos equipos. Naturalmente, en aquellos partidos siempre ganaba el Racing. Pero en la temporada 1957-58 las cosas cambiaron. En la primera vez que se enfrentaron los dos equipos, el partido finalizó con la victoria rayista por 5-2. En principio, sólo fue una anécdota que no supuso más que comentarios jocosos entre los futbolistas. Sin embargo, a la semana siguiente, el Rayo volvió a ganar el partido por el mismo resultado. Los racinguistas dejaron de hacer bromas y se decidió no volver a disputar aquellos partidillos.
Jugadores inolvidables
Aquellos jugadores del Rayo de la tasa aún permanecen en la memoria de los viejos aficionados, y merecen que sus nombres y apellidos no se olviden tan fácilmente: Teodoro Hernando Martín, portero seguro, sobrio y con grandes condiciones físicas; Fermín Martínez Cobo, el otro guardameta que llegaría a jugar en el Real Madrid y que pudo haber sido una gran figura si hubiera tenido más decisión en las salidas; Joaquín Gómez Perullera, contundente defensa central con excelentes condiciones físicas; José Luis Bustillo Obregón, otro defensa central con gran facilidad para adaptarse a cualquier puesto; José Luis Herrero Bielva (Morito), lateral derecho técnico y rápido que siempre trataba de salir con el balón controlado; Laureano Ruiz Quevedo, el centrocampista de gran visión de juego que fue el armador del equipo; Alfredo Gutiérrez Sanfelices, rápido y capaz de intervenir en una gran zona del centro del campo; Francisco Fernández Larrinoa, delantero centro oportunista y peleón; Pedro Zaballa Barquín, el extremo derecho rápido y peligroso que llegaría a ser internacional absoluto con el C. F. Barcelona; Eugenio Ruiz, interior y media punta muy bullidor y con buena visión del juego; Carlos Velasco Casuso, interior o extremo, veloz y habilidoso; Julio Santamaría Mirones, delantero centro o interior de gran clase, con mucha sangre fría y gran habilidad para el remate; Manuel Salcines Corral (Chisco), lateral técnico que trataba muy bien a la pelota; Antonio Alonso Imaz (Tacoronte), defensa central corpulento y seguro, con muy buena colocación; Gregorio San Emeterio San Martín (Gorio), centrocampista de clase y buen pasador; José Ramón Cordero Fernández, extremo ambidiestro, luchador, rápido y habilidoso; Fernando Trío Zabala (Yosu), extremo y delantero centro muy hábil y con buena técnica, que además del Racing jugaría en el Valencia C. F. y en el Athletic Club de Bilbao; Vicente Miera Campos, centrocampista, con muchísima clase, de gran rendimiento, que tras jugar en el Racing pasaría al Real Madrid, donde actuaría de lateral, llegando a ser internacional absoluto y José Antonio Saro Palleiro, el jugador al que el balón, venido del cielo, se pegaba a sus pies como un perro fiel a la llamada de su amo, el jugador que por sus goles, por sus pases y sobre todo por su regate mágico, personifica la grandeza de aquel brillante Rayo de la tasa, el que dejaba a los defensores inmóviles, incrédulos y preguntándose qué había pasado.
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