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sábado, 28 de enero de 2017

Cinco hermanos únicos y campeones

Son como los dedos de una mano. Todos son diferentes y complementarios, y juntos forman un mecanismo de acción íntimo, armonioso y eficaz. Dicen que los amigos son una familia cuyos individuos se eligen, pero los hermanos González Ruiz labraron una amistad fraternal más allá del ámbito familiar. Siempre juntos, siempre apoyándose, se compenetraron para formar un equipo invencible en la vida y en el deporte. Lo demostraron cuando, estudiando en Bilbao, decidieron unirse para jugar al baloncesto.

Juan, Roberto, César, Armando y Javier nacieron y se criaron en Ruiloba, lugar donde vivieron sus padres: Juan Etelvino, marino mercante y natural de Oreña, y María, natural del mismo Ruiloba. Unidos en el aprendizaje de los juegos infantiles, aprendieron a contar con los dedos de la mano: “El primero, Juan, fue a por leña; el segundo, Roberto, le ayudó; el tercero, César, frió un huevo; el cuarto, Armando, lo comió y Javier, el más pequeño, todo lo contó”.

Pioneros del baloncesto cántabro

Juntos, siempre juntos, se trasladaron a Santander para estudiar. Fue cuando comenzaron a jugar al baloncesto, descubriéndose como destacados jugadores en la década de los cuarenta, etapa en la que este deporte comenzaba a extenderse en Santander con el apoyo de las instalaciones del Frente de Juventudes de la calle Vargas, que por cierto tuvieron el honor de estrenar las primeras canastas de hormigón en España (1942). En esa década se celebraron los primeros campeonatos provinciales (1941), se creó la Federación Cántabra (1943) y surgieron equipos vinculados principalmente con los centros educativos, como La Salle, los Salesianos y el Kostka, colegios donde se matricularon los hermanos González Ruiz. Luego continuaron sus estudios en Bilbao. Juan y Roberto se prepararon para ser profesor mercantil, César estudió Derecho, Armando perito mercantil y Javier, comercio.

Campeones de Vizcaya

Y en Bilbao continuaron sus estudios sin abandonar el deporte de la canasta, practicándolo por separado en equipos como el San Fernando, el Juventud, el Santiago Apóstol o el Frente de Juventudes, hasta que la idea de formar un equipo entre los cinco hermanos se hizo realidad gracias al apoyo de la Academia Dobel, participando en el Campeonato de Primera Regional de Vizcaya. Corría el año de 1952 y el equipo fue todo un acontecimiento, porque no todos los días podía verse a cinco hermanos, en pleno estado de forma, hacer un baloncesto tan brillante. Les llamaban los marineros, porque llevaban con orgullo la profesión de su padre, capitán mercante. No perdieron ningún partido, ni siquiera hubo riesgo de que lo perdieran. Despertaron un enorme interés, recibiendo la felicitación expresa del entonces presidente de la Federación Española de Baloncesto, Jesús Querejeta. El último partido del campeonato fue como los demás. La Academia Dobel, con los cinco hermanos González Ruiz, se impuso por 43 a 32 al conjunto del Santiago, del barrio de Begoña de Bilbao y se proclamó campeón de Vizcaya. La prensa recogió aquella proeza insólita y llegó a proponer un partido homenaje en el que los hermanos se midieran en la cancha del Euskalduna ante uno de los potentes equipos vascos de la época.

Y cinco hermanas

Aquel equipo fue irrepetible, porque las lesiones y el servicio militar impidieron a los cinco de Ruiloba continuar con su unión deportiva. Años después, en 1966, Armando, activista e historiador multideportivo, tuvo la ocasión de entrenar a un equipo de baloncesto en Santander, el Horno San José, compuesto por las cinco hermanas Díez Prieto: Lica, Carmen, Elena, Esther y Mercedes. Fue una manera de evocar el espíritu de los González Ruiz.

Dicen que los amigos son una familia cuyos individuos se eligen, pero aquellos hermanos labraron una amistad fraternal más allá del ámbito familiar. Siempre juntos, siempre apoyándose, compenetrados y nacidos para formar un equipo invencible, lo demostraron en el deporte y en la vida, donde con la ausencia del mayor, siguen manteniendo ese mecanismo de acción íntimo, armonioso y eficaz, como los dedos de una mano: “El primero, Juan, fue a por leña; el segundo, Roberto, le ayudó; el tercero, César, frió un huevo; el cuarto, Armando, lo comió y Javier, el más pequeño, todo lo contó”.

domingo, 15 de enero de 2017

Joaquín Blume, el gimnasta que tocó el cielo

Sus setenta y un kilos de fibra quedaron majestuosamente suspendidos en el aire del gimnasio. Tras unas acrobacias, su cuerpo se clavó con los brazos extendidos, crucificado en las anillas, pero sin muecas de esfuerzo ni dolor en el rostro. Estaba provocando la admiración del público que había oído hablar de aquel ejercicio increíble, pero que nunca antes lo había visto. En aquella tortuosa postura se sintió triunfador. Era la primera vez que lo llevaba a cabo en público y el joven Achim descubrió con su ‘cristo’ que sólo el cielo marcaría su límite deportivo. Y no se equivocaría.

Buen deportista y estudiante

Todo lo hacía bien. Era buen estudiante, con enorme facilidad para aprender idiomas y desenvolverse con éxito en todos los deportes. En el colegio Hermanos de la Doctrina Cristiana de Barcelona destacaba en los partidos de fútbol o de baloncesto, y era un excelente jugador de tenis. Pero sobre todo disfrutaba con la gimnasia. Pasaba horas y horas en el gimnasio de su padre, el alemán Armand Blume, profesor de Educación Física casado con la catalana María Paz Carreras que fijó su residencia en Barcelona.

Las innatas condiciones físicas de Joaquín fueron perfeccionándose en el gimnasio familiar, moldeadas por el espíritu disciplinado que le inspiraría el carácter alemán de su padre. Así que se convirtió en un campeón precoz que con 15 años comenzó a ganar títulos. Fue el eterno campeón de España de Gimnasia desde 1949. En 1952 participó en los Juegos Olímpicos de Helsinki, obteniendo el puesto 56 entre 212 gimnastas. Tenía 19 años y ya era consciente de que nada se interpondría en su camino para triunfar. Su primer éxito internacional importante fueron las cinco medallas de oro de los Juegos del Mediterráneo en 1955. Fue cuando comenzó su popularidad que se mantuvo creciente gracias a su simpatía y atractivo. La prensa le adoraba. Cuando se casó, tras cortar la tarta nupcial, se fue vestido de novio al gimnasio para regalar a los fotógrafos unas imágenes haciendo el ‘cristo’ con su chaqué y bombín.

La gran esperanza deportiva española

Aunque los grandes rivales eran alemanes, japoneses y rusos, la proyección de Blume le señalaba como la gran esperanza deportiva española para los Juegos Olímpicos de Melbourne, sobre todo porque meses antes había derrotado a los grandes favoritos en un concurso internacional celebrado en Hannover. Pero la intervención de la URSS en la revolución de Hungría abortó la participación española que se sumó a un boicot internacional contra los soviéticos. Fue una lástima. El gimnasta estrella de Melbourne fue el ruso Tschkarin, que obtuvo 114,25 puntos. Blume había sumado en Hannover 113,90 puntos.

El gimnasta catalán continuó con su meteórica progresión. En la Copa de Europa celebrada en París en 1957 ganó en anillas, potro con aros, paralelas y combinada. También fue segundo en barra fija. La prensa especializada resaltó su técnica y su porvenir. Tampoco pudo ir a los Mundiales de Moscú en 1958 por el boicot internacional a la URSS. Las tensiones políticas internacionales estaban arruinando su carrera, pero todo su esfuerzo y voluntad se centrarían en los Juegos Olímpicos de Roma que se celebrarían en 1960. Y él estaba seguro de sí mismo: “Quiero ser campeón olímpico o campeón del mundo y mantendré la esperanza hasta los treinta y seis años”, había declarado a los periodistas. Así que cuando tras las acrobacias, su cuerpo se clavaba con los brazos extendidos y crucificado en las anillas, pero sin muecas de esfuerzo ni dolor en el rostro, Joaquín Blume continuaba sintiéndose triunfador, con sólo el cielo marcando su límite deportivo. Y no se equivocaría.

El accidente aéreo

En la luctuosa tarde del 29 de abril de 1959, el avión que desde Barcelona se dirigía a Canarias, se estrelló en la serranía de Cuenca. Murieron sus 28 ocupantes, entre ellos varios gimnastas que iban a participar en un concurso, como Pablo Muller, José Aguilar, Raúl Pajares, Olga Solé, y Joaquín Blume que viajaba con su esposa, María José Bonet. Como el resto de cuerpos de las víctimas, sus setenta y un kilos de fibra quedaron esparcidos por las inmediaciones del monte del Telégrafo, en un lugar donde se levantó una cruz de piedra con el nombre de todos los fallecidos, una cruz donde nos imaginamos los brazos extendidos y crucificados del que sin duda hubiera sido el primer héroe olímpico del deporte español.

lunes, 9 de enero de 2017

El salto de espaldas de Dick Fosbury

Ocurrió en el mismo año en que todo comenzó a cambiar. Los cimientos del mundo estaban temblando con las revueltas de París, con la primavera de Praga y, pocos días antes, con la salvaje represión a los estudiantes en la plaza de las Tres Culturas de México. Todo estaba cambiando en el mundo y también en el deporte, sobre todo cuando en el estadio Azteca, aquel atleta espigado y desgarbado, con el dorsal 272, inició una carrera de escasos metros, trazando una curva para aproximarse a uno de los momentos más importantes de la historia del atletismo. Fue cuando Richard Douglas Fosbury se elevó al cielo como nadie lo había hecho antes y escribió su nombre en el aire de un nuevo estilo.

Un mal saltador

Era un mal saltador de altura. No tenía la potencia suficiente para impulsarse lanzando una pierna, envolver el listón con el cuerpo y encoger la pierna de batida, girándola bruscamente, para evitar el contacto y el derribo. Aquella técnica que casi todo el mundo practicaba, el famoso rodillo ventral, constituía para él una insoportable incomodidad. Su entrenador, Berny Wagner, intentaba perfeccionar sin éxito su estilo, pero en realidad era un problema de facultades físicas. Por eso incluso le animó a que dejara el salto de altura y se dedicara a otra prueba. Y era verdad, Dick Fosbury no era potente, pero atesoraba un carácter perseverante, creativo y genial.

El rodillo ventral

Saltar envolviendo el listón con los brazos y las piernas era un verdadero problema. En realidad, el problema lo constituían los propios brazos y piernas del saltador, que por lo general eran la causa del derribo del listón. Así que Fosbury se planteó un salto limpio y despejado, sin extremidades que entorpecieran la batida ni el vuelo, es decir, un salto de espaldas. La idea no era nueva. Algunos atletas lo habían practicado, aunque era habitual que lo abandonaran por el riesgo de las lesiones. Hay que tener en cuenta que desde los primeros tiempos en que se practicaba el salto de altura, la técnica, además de la carrera, la aproximación, la batida y el vuelo, también contemplaba la caída, amortiguada al principio por arena y luego por colchonetas duras. El salto de tijera y el rodillo tenían la ventaja de calcular la caída apoyando las piernas, lo que garantizaba cierta seguridad. Pero la caída de espaldas era aún demasiado arriesgada, hasta que aparecieron las colchonetas blandas. Fue la clave para que Fosbury perfeccionara aquel nuevo estilo, acomodándolo a sus características.

El reconocimiento

Aunque sus progresos fueron formidables, la gente del atletismo le tildaba de loco. Hasta su entrenador le desanimaba. Cuando ganó el campeonato universitario de los Estados Unidos con aquella forma tan rara de saltar, logrando el pasaporte para los Juegos Olímpicos de México, comenzó a percibir cierto respeto. Y en el último día de los Juegos, el 20 de octubre de 1968, vivió su gran salto, tumbándose sobre el listón colocado a 2,24 metros, superando el rodillo ventral del gran favorito, el soviético Valentín Gavrilov y obteniendo la medalla de oro. Fue un reconocimiento a su constancia y una recompensa de tantas burlas soportadas.

Cuando en el estadio Azteca, aquel atleta espigado y desgarbado con el dorsal 272, inició una carrera de escasos metros y se elevó al cielo como nadie lo había hecho antes, todo comenzó a cambiar. Porque el mérito de Fosbury no fue aquella medalla, sino su talento, su genialidad y el legado de una nueva forma de saltar, de un nuevo camino que a partir de entonces siguieron todos los saltadores, escribiendo su nombre en el aire de un nuevo estilo universal, el fosbury flop, el salto de espaldas de Dick Fosbury.

martes, 3 de enero de 2017

Jim Thorpe, el indio de las medallas arrebatadas

Eran tiempos donde los antaño bravos guerreros indios de Norteamérica, desposeídos de sus tierras, se extinguían en las reservas. En ese tiempo, corriendo el año de 1888, en el seno de una familia de la tribu Sac y Fox, originaria de los Grandes Lagos, nació en Oklahoma un niño llamado Wa-Tho-Huk, que en el lenguaje de su pueblo significa “Sendero brillante”. Y por aquel sendero se guiarían las ilusiones de una raza acosada que, como otras, se reivindicaría por medio del deporte.

Wa-Tho-Huk creció en un rancho donde los potros salvajes jugaban huyendo de sus piernas veloces y felices. Fue a la escuela de la reserva con el nombre de James Francis Thorpe, y presionado por sus padres, ingresó con 15 años en el colegio estatal indio de Carlisle (Pensilvania), donde acudían jóvenes de todas las tribus del país. En aquel colegio, sin potros para perseguir, continuó volando con sus piernas, sobresaliendo en cuantos deportes practicó gracias a su deslumbrante velocidad y viveza. 

Un deportista único

Su incorporación al equipo de fútbol americano fue providencial para que en 1907, por primera vez, el colegio indio lograra obtener el campeonato universitario. Como atleta destacó como velocista, saltador y vallista. En 1912 fue seleccionado para participar en los Juegos Olímpicos de Estocolmo, ocasionando algunas dudas a la hora de elegir una prueba para inscribirle, ya que sobresalía en casi todas. Finalmente, se decidió por el pentatlón y el decatlón. Thorpe fue el brillante campeón del pentatlón, ganando los 100 metros lisos, el salto de longitud, el lanzamiento de disco y los 1.500 metros, quedando tercero en el lanzamiento de jabalina; y del decatlón, obteniendo una puntuación extraordinaria que tardaría en superarse veinte años, lo que invitaría al rey Gustavo V de Suecia a reconocerle como “el más grande atleta del mundo”.

De héroe a villano

Fue recibido a su regreso a Estados Unidos como un héroe nacional, despertando el orgullo de su raza que languidecía tejiendo y vendiendo alfombras en las estaciones de ferrocarril. Pero aquello sólo fue un sueño que se desvaneció meses después, cuando un periódico publicó que Thorpe había jugado varios partidos de béisbol como profesional en 1909. Fue todo un escándalo, pero era cierto. 

Como parte del programa de integración social del colegio de Carlisle, los estudiantes indios eran colocados en diversos trabajos durante los meses de verano. A Jim Thorpe le tocó ir a una granja cerca de Rocky Mount, y aprovechando su presencia, el equipo de béisbol del poblado le propuso pagarle la misma cantidad que recibía como peón si jugaba con ellos, y Jim prefirió el deporte antes que cargar paquetes de heno o limpiar establos. No sabía que aquello estaba prohibido por el escrupuloso espíritu olímpico amateur, y ni siquiera tuvo la precaución de jugar con otro nombre, cosa que sí hacían otros deportistas más avispados. Aquellos escasos partidos que disputó como profesional en la Liga de béisbol de Carolina del Este destruyeron su reputación. Su defensa fue sincera y sencilla, pero ineficaz: “Espero que seré perdonado, en parte por el hecho de que yo era simplemente un escolar indio y no sabía que lo que estaba haciendo estaba mal hecho…No conocía las cosas del mundo”, dijo. Pero el Comité Olímpico Internacional, presidido por el Baron de Coubertin, fue inflexible. Retiró a Thorpe el estatuto de amateur, borró su nombre de la lista de los campeones olímpicos y le invitó a que devolviera las medallas conseguidas.

Resentida sed de justicia

Aquello rasgó el corazón de Thorpe. Con una resentida sed de justicia, al menos continuó con su espectacular carrera como jugador de béisbol, de baloncesto y de fútbol americano, donde fue una estrella, aunque en los momentos de su declive tuvo que superar problemas de alcoholismo. Su reconocimiento social descansó en 1950 al ser elegido por los periodistas norteamericanos como el atleta más grande de la primera mitad del siglo XX, y al año siguiente, la compañía cinematográfica, Warner Bros, lanzaría una película sobre su vida protagonizada por Burt Lancaster. Pero aquello no fue suficiente. Cuando un ataque al corazón acabó con su vida en 1953, su voz se resquebrajó con las últimas palabras: “¡Mis medallas, devolvedme mis medallas!”.

La devolución de las medallas

Treinta años después, durante un acto solemne celebrado en Los Ángeles, el presidente del Comité Olímpico Internacional, Juan Antonio Samaranch, tuvo el honor de devolver aquellas medallas a los hijos de Jim Thorpe, medallas que nunca quisieron aceptar los segundos clasificados por respeto al gran campeón. Dicen que desde entonces, Wa-Tho-Huk ha vuelto a perseguir a los potros salvajes en las praderas de los Sac y Fox, pero llevando al cuello sus merecidas medallas.