Sus setenta y un kilos de fibra quedaron majestuosamente suspendidos en el aire del gimnasio. Tras unas acrobacias, su cuerpo se clavó con los brazos extendidos, crucificado en las anillas, pero sin muecas de esfuerzo ni dolor en el rostro. Estaba provocando la admiración del público que había oído hablar de aquel ejercicio increíble, pero que nunca antes lo había visto. En aquella tortuosa postura se sintió triunfador. Era la primera vez que lo llevaba a cabo en público y el joven Achim descubrió con su ‘cristo’ que sólo el cielo marcaría su límite deportivo. Y no se equivocaría.
Buen deportista y estudiante
Todo lo hacía bien. Era buen estudiante, con enorme facilidad para aprender idiomas y desenvolverse con éxito en todos los deportes. En el colegio Hermanos de la Doctrina Cristiana de Barcelona destacaba en los partidos de fútbol o de baloncesto, y era un excelente jugador de tenis. Pero sobre todo disfrutaba con la gimnasia. Pasaba horas y horas en el gimnasio de su padre, el alemán Armand Blume, profesor de Educación Física casado con la catalana María Paz Carreras que fijó su residencia en Barcelona.
Las innatas condiciones físicas de Joaquín fueron perfeccionándose en el gimnasio familiar, moldeadas por el espíritu disciplinado que le inspiraría el carácter alemán de su padre. Así que se convirtió en un campeón precoz que con 15 años comenzó a ganar títulos. Fue el eterno campeón de España de Gimnasia desde 1949. En 1952 participó en los Juegos Olímpicos de Helsinki, obteniendo el puesto 56 entre 212 gimnastas. Tenía 19 años y ya era consciente de que nada se interpondría en su camino para triunfar. Su primer éxito internacional importante fueron las cinco medallas de oro de los Juegos del Mediterráneo en 1955. Fue cuando comenzó su popularidad que se mantuvo creciente gracias a su simpatía y atractivo. La prensa le adoraba. Cuando se casó, tras cortar la tarta nupcial, se fue vestido de novio al gimnasio para regalar a los fotógrafos unas imágenes haciendo el ‘cristo’ con su chaqué y bombín.
La gran esperanza deportiva española
Aunque los grandes rivales eran alemanes, japoneses y rusos, la proyección de Blume le señalaba como la gran esperanza deportiva española para los Juegos Olímpicos de Melbourne, sobre todo porque meses antes había derrotado a los grandes favoritos en un concurso internacional celebrado en Hannover. Pero la intervención de la URSS en la revolución de Hungría abortó la participación española que se sumó a un boicot internacional contra los soviéticos. Fue una lástima. El gimnasta estrella de Melbourne fue el ruso Tschkarin, que obtuvo 114,25 puntos. Blume había sumado en Hannover 113,90 puntos.
El gimnasta catalán continuó con su meteórica progresión. En la Copa de Europa celebrada en París en 1957 ganó en anillas, potro con aros, paralelas y combinada. También fue segundo en barra fija. La prensa especializada resaltó su técnica y su porvenir. Tampoco pudo ir a los Mundiales de Moscú en 1958 por el boicot internacional a la URSS. Las tensiones políticas internacionales estaban arruinando su carrera, pero todo su esfuerzo y voluntad se centrarían en los Juegos Olímpicos de Roma que se celebrarían en 1960. Y él estaba seguro de sí mismo: “Quiero ser campeón olímpico o campeón del mundo y mantendré la esperanza hasta los treinta y seis años”, había declarado a los periodistas. Así que cuando tras las acrobacias, su cuerpo se clavaba con los brazos extendidos y crucificado en las anillas, pero sin muecas de esfuerzo ni dolor en el rostro, Joaquín Blume continuaba sintiéndose triunfador, con sólo el cielo marcando su límite deportivo. Y no se equivocaría.
El accidente aéreo
En la luctuosa tarde del 29 de abril de 1959, el avión que desde Barcelona se dirigía a Canarias, se estrelló en la serranía de Cuenca. Murieron sus 28 ocupantes, entre ellos varios gimnastas que iban a participar en un concurso, como Pablo Muller, José Aguilar, Raúl Pajares, Olga Solé, y Joaquín Blume que viajaba con su esposa, María José Bonet. Como el resto de cuerpos de las víctimas, sus setenta y un kilos de fibra quedaron esparcidos por las inmediaciones del monte del Telégrafo, en un lugar donde se levantó una cruz de piedra con el nombre de todos los fallecidos, una cruz donde nos imaginamos los brazos extendidos y crucificados del que sin duda hubiera sido el primer héroe olímpico del deporte español.
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