La perfección existe. Vestida de luz, tiene forma angelical y extiende las alas para adornar su figura arqueada, porque para volar lo hace con el pensamiento. Rebota en la asimetría de las barras con una sonrisa que la hace flotar, mientras el público acompaña los movimientos con voces de admiración. Mantiene las largas piernas rectas, unidas o abiertas, para trazar en el aire piruetas exactas, y sólo las flexiona en el momento de recogerse para voltear su cuerpo entre mortales y erigirse de nuevo, vertical y solemne, en un final de ejercicio nunca visto. Ni siquiera el marcador electrónico se ha preparado para tanta exactitud. Ella aún no es consciente de lo que ha hecho.
Nadia Comaneci (Onesti-Rumanía, 1961) tenía seis años cuando su entrenador, Bela Karolyi, descubrió el talento que tenía para moverse, talento que pulió con regalos de muñecas y una dura disciplina entre barras asimétricas, barra de equilibrio, ejercicios en el suelo y salto de potro. Muy pronto comenzaron los triunfos.
En su primera actuación internacional de carácter absoluto fue campeona de Europa, derrotando a la rusa invencible, Lyudmila Turishcheva. Poco antes de los Juegos Olímpicos de Montreal, dejó con la boca abierta al público de Nueva York al ejecutar un doble mortal de espaldas, culminando su ejercicio de asimétricas. Era la primera mujer en lograrlo en una competición. Y en Montreal, continuó haciendo historia en lo que entonces se llamaba gimnasia deportiva.
El primer diez
Su ejercicio de barras asimétricas del 18 de julio de 1976 hizo clavar la flecha de su cuerpo en el corazón de los miembros del jurado. Cuando éstos se miraron incrédulos en el momento de decidir la puntuación, aún sonaba la atronadora respuesta del público ante lo excepcional. Ninguno de los cuatro jueces de composición, ni de los seis de ejecución, rompería la unanimidad: diez, diez, diez, diez, diez… Los cuatro dígitos del número perfecto, 10.00, no entraban en las tres casillas que la tecnología había destinado a la hazaña humana. Por eso en la pantalla apareció un 1.00 que sólo fue desconcertante durante un segundo. Enseguida se comprendió que aquel número era el símbolo del origen, del mejor, del único, el número que resumía el diez de su actuación, el número de Nadia Comaneci. Fue la primera gimnasta que lo obtuvo, y no fue una casualidad. Porque en el mismo día obtuvo otro en su ejercicio de barra de equilibrios, y luego cinco dieces más, en total siete perfecciones para designar la decena de su dorsal y tres medallas de oro (asimétricas, equilibrio y general) para las unidades: 73.
Un año después, aunque algo lejana, tuve la oportunidad de verla con mis propios ojos en las localidades más altas del Palacio de los Deportes de Madrid. Estudiante de INEF, llevábamos carteles para reivindicar la licenciatura de los estudios de Educación Física. Pero enseguida descuidamos la cartelería, absortos y cautivados por su actuación en el suelo, en el aire, en la barra y en el salto.
El asilo político
Fue la niña mimada del comunismo rumano de Ceaucescu y también triunfó en los Juegos de Moscú (1980) con dos medallas de oro, en suelo y en la barra de equilibrio. Pero al año siguiente, en plena ebullición de la guerra fría, sus entrenadores pidieron asilo político en los Estados Unidos. Entonces el régimen dictatorial de su país estrechó el cerco de vigilancia y avivó las sospechas de su ídolo nacional. Se incautó su correspondencia, se intervinieron sus llamadas telefónicas, se controló su vida íntima, y se la prohibió competir fuera de Rumanía. Hasta que el 29 de noviembre de 1989, la mujer de luz que extendía las alas para adornar su figura arqueada, porque para volar lo hacía con el pensamiento, decidió escaparse hacia la libertad volteando su cuerpo en la noche, entre caminos por el bosque, helados y pantanosos caminos que la oscurecieron de lodo y de temor hasta llegar a Hungría, luego a Austria y finalmente a Estados Unidos. Allí volvió a erigirse vertical y solemne, en un exilio donde la prensa especuló con imposiciones amatorias con el hijo del dictador, amenazas, intento de suicidio y acusaciones de haber vivido como una reina en el régimen comunista.
Pero nada de aquel pasado importa ya. Nadia Comeneci siempre será la gimnasta que popularizó un deporte desconocido, que rompió el molde de la mediocridad y que, como rigurosa científica del arte deportivo, demostró con su fórmula que la perfección existe. Ni siquiera el marcador electrónico se había preparado para tanta exactitud. Y ella, ahora madre, mujer de éxito en los negocios y defensora de causas solidarias, sigue sin ser consciente de lo que hizo. La perfección existe.