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domingo, 26 de marzo de 2017

La gimnasta de la perfección

La perfección existe. Vestida de luz, tiene forma angelical y extiende las alas para adornar su figura arqueada, porque para volar lo hace con el pensamiento. Rebota en la asimetría de las barras con una sonrisa que la hace flotar, mientras el público acompaña los movimientos con voces de admiración. Mantiene las largas piernas rectas, unidas o abiertas, para trazar en el aire piruetas exactas, y sólo las flexiona en el momento de recogerse para voltear su cuerpo entre mortales y erigirse de nuevo, vertical y solemne, en un final de ejercicio nunca visto. Ni siquiera el marcador electrónico se ha preparado para tanta exactitud. Ella aún no es consciente de lo que ha hecho.

Nadia Comaneci (Onesti-Rumanía, 1961) tenía seis años cuando su entrenador, Bela Karolyi, descubrió el talento que tenía para moverse, talento que pulió con regalos de muñecas y una dura disciplina entre barras asimétricas, barra de equilibrio, ejercicios en el suelo y salto de potro. Muy pronto comenzaron los triunfos.

En su primera actuación internacional de carácter absoluto fue campeona de Europa, derrotando a la rusa invencible, Lyudmila Turishcheva. Poco antes de los Juegos Olímpicos de Montreal, dejó con la boca abierta al público de Nueva York al ejecutar un doble mortal de espaldas, culminando su ejercicio de asimétricas. Era la primera mujer en lograrlo en una competición. Y en Montreal, continuó haciendo historia en lo que entonces se llamaba gimnasia deportiva.

El primer diez

Su ejercicio de barras asimétricas del 18 de julio de 1976 hizo clavar la flecha de su cuerpo en el corazón de los miembros del jurado. Cuando éstos se miraron incrédulos en el momento de decidir la puntuación, aún sonaba la atronadora respuesta del público ante lo excepcional. Ninguno de los cuatro jueces de composición, ni de los seis de ejecución, rompería la unanimidad: diez, diez, diez, diez, diez… Los cuatro dígitos del número perfecto, 10.00, no entraban en las tres casillas que la tecnología había destinado a la hazaña humana. Por eso en la pantalla apareció un 1.00 que sólo fue desconcertante durante un segundo. Enseguida se comprendió que aquel número era el símbolo del origen, del mejor, del único, el número que resumía el diez de su actuación, el número de Nadia Comaneci. Fue la primera gimnasta que lo obtuvo, y no fue una casualidad. Porque en el mismo día obtuvo otro en su ejercicio de barra de equilibrios, y luego cinco dieces más, en total siete perfecciones para designar la decena de su dorsal y tres medallas de oro (asimétricas, equilibrio y general) para las unidades: 73.

Un año después, aunque algo lejana, tuve la oportunidad de verla con mis propios ojos en las localidades más altas del Palacio de los Deportes de Madrid. Estudiante de INEF, llevábamos carteles para reivindicar la licenciatura de los estudios de Educación Física. Pero enseguida descuidamos la cartelería, absortos y cautivados por su actuación en el suelo, en el aire, en la barra y en el salto.

El asilo político

Fue la niña mimada del comunismo rumano de Ceaucescu y también triunfó en los Juegos de Moscú (1980) con dos medallas de oro, en suelo y en la barra de equilibrio. Pero al año siguiente, en plena ebullición de la guerra fría, sus entrenadores pidieron asilo político en los Estados Unidos. Entonces el régimen dictatorial de su país estrechó el cerco de vigilancia y avivó las sospechas de su ídolo nacional. Se incautó su correspondencia, se intervinieron sus llamadas telefónicas, se controló su vida íntima, y se la prohibió competir fuera de Rumanía. Hasta que el 29 de noviembre de 1989, la mujer de luz que extendía las alas para adornar su figura arqueada, porque para volar lo hacía con el pensamiento, decidió escaparse hacia la libertad volteando su cuerpo en la noche, entre caminos por el bosque, helados y pantanosos caminos que la oscurecieron de lodo y de temor hasta llegar a Hungría, luego a Austria y finalmente a Estados Unidos. Allí volvió a erigirse vertical y solemne, en un exilio donde la prensa especuló con imposiciones amatorias con el hijo del dictador, amenazas, intento de suicidio y acusaciones de haber vivido como una reina en el régimen comunista.

Pero nada de aquel pasado importa ya. Nadia Comeneci siempre será la gimnasta que popularizó un deporte desconocido, que rompió el molde de la mediocridad y que, como rigurosa científica del arte deportivo, demostró con su fórmula que la perfección existe. Ni siquiera el marcador electrónico se había preparado para tanta exactitud. Y ella, ahora madre, mujer de éxito en los negocios y defensora de causas solidarias, sigue sin ser consciente de lo que hizo. La perfección existe.

lunes, 13 de marzo de 2017

Aparicio, la pesadilla de Zarra

El gol se sueña. Es el primer entrenamiento del delantero. Orbita en el deseo de su subconsciente aliviando la fatiga de su constante búsqueda y de su anhelo irracional e incontrolable. El delantero sueña con el gol con los ojos cerrados, vuela por el campo alcanzando todos los balones, se estremece cuando las redes de la portería reciben sus remates y hasta, en un acto de bondad infinita, se compadece del portero y de los defensores batidos.

Pero a veces, el sueño de Telmo Zarra se queda atado a la frustración. Nota como alguien le sujeta de la camiseta, le impide moverse con la agilidad onírica que acostumbra y despierta enojado protestando de esa sombra que se anticipa a su pensamiento. Es la pesadilla de siempre, la pesadilla de Alfonso Aparicio.

Un empate histórico

Hacía frío en Madrid aquel 29 de enero, cuando Zarra y Aparicio se movían en el campo del Metropolitano como una pareja de baile mal avenida. Aquel encuentro de la temporada 1949-50 entre el Atlético de Madrid y el Athletic Club de Bilbao, encendió muy pronto la llama de los goles, elevando la temperatura. En el minuto 69, Iriondo había marcado el sexto gol de su equipo y el tercero de su cuenta particular, dejando el marcador en un seis a tres que dejaba claro que la victoria estaba sacando billete para ir a Bilbao. Pero Alfonso Aparicio, el gran defensa cántabro, comenzó a empujar a sus compañeros hacia la recuperación de la fe. Abandonó el marcaje de Zarra y se fue al ataque como un delantero centro, arrastrando la voluntad de todo su equipo.

Helenio Herrera se desesperaba en el banquillo, sobre todo porque no veía frutos en aquella osada e improvisada avalancha de sus pupilos. Por fin se señaló un penalti que convirtió en gol Ben Barek (4-6) en el minuto 84. Aunque no había demasiado tiempo, los madrileños renovaron su ímpetu, robaron la pelota tras el saque de gol de los vizcaínos, y un minuto después, Calsita anotó el 5-6. Todo era posible. Cuando los relojes marcaban el minuto 89, Alfonso Aparicio, acaso sintiéndose responsable de tanto gol encajado, se lanzó al centro de Mencía como un poseso y marcó de cabeza el último gol. El resultado de aquel partido sigue siendo el empate con más goles que se ha producido en la Liga española.

Seguidor del Racing

Alfonso Aparicio (Santander, 1919-1999) tenía ocho años cuando vio su primer partido en los Campos de Sport de El Sardinero. Creció como seguidor racinguista y con unas irrefrenables ganas de jugar al fútbol, iniciándose en los patios de recreo del antiguo colegio de los Agustinos de Santander. También jugó en los equipos del Daring Club y el Magdalena. Era tanta su afición y deseo por jugar, que en el Unión Juventud Sport de Santander llegó a pagar dinero por hacerlo, pero fue por poco tiempo, porque la guerra del 36 lo cambió todo.

Se alistó voluntario en el cuerpo de Aviación, algo que sería decisivo en su carrera futbolística. En Salamanca, zona de retaguardia, se creó en 1937 un equipo con los militares de este cuerpo, donde coincidiría con otros grandes futbolistas como el santanderino Germán o el torrelaveguense Fernando Sañudo. Cuando se reanudó el Campeonato de Liga en 1939, el denominado Club Aviación Nacional se fusionó con el Athletic de Madrid para poder participar en la competición, y el entrenador, el legendario Ricardo Zamora, contó con aquel mocetón de 1,80 metros de altura para el proyecto de su equipo, el Club Atlético Aviación, que ganó las dos primeras Ligas de posguerra.

Declarado en rebeldía

En 1942, y debido a unos desacuerdos económicos, Aparicio fue declarado en rebeldía. Las costumbres se habían militarizado en el club rojiblanco, y las reclamaciones del jugador no sirvieron de nada. Fue suspendido por dos años y medio y se marchó a Santander exiliado, pero no perdió su forma física porque continuó entrenando con el Racing. El exilio en su ciudad de nacimiento duró unos dos años, y estuvo a punto de fichar por el club cántabro. Sin embargo el problema con el Atlético de Madrid se resolvió y la incorporación oficial de Aparicio al Racing no pudo llevarse a cabo, aunque sí jugó algunos partidos amistosos con la camiseta racinguista.

Con Helenio Herrera como entrenador consiguió otros dos títulos de Liga. En 1951 abandonó el Atlético de Madrid para jugar sus últimas campañas en el Boavista de Oporto, equipo que llegó a entrenar. Aparicio fue uno de los primeros que jugó de defensa central, ya que hasta entonces sólo había dos defensas laterales, y el sistema de la WM se iba introduciendo en España. Aquella nueva forma de entender el fútbol también contribuiría a que se convirtiera en la pesadilla de Telmo Zarra, despertándole de sus sueños de gol y enojándole como sombra que siempre se anticipó a su pensamiento.