Cuando se abre una nueva competición, siempre vuelvo a la nostalgia de la primera vez. No hace falta pasar las páginas del viejo periódico que conservo doblado y arropado entre las páginas de uno de mis libros. A toda plana, en la portada, puedo leer el gran titular: “¡Eurocampeones!”. Fue el día más lúcido del año, el 21 de junio, solsticio de verano de 1964, con una noche también llena de luz. Unos dicen que fue un rayo, otros que un remate de cabeza, pero lo cierto es que muy pocos tuvieron ocasión de verlo, porque el pestañeo del asombro emocionado había sorprendido a los cerca de cien mil espectadores del Santiago Bernabéu.
El gol de Marcelino
El periodista Antonio Valencia fue uno de los pocos que lo vivió con los ojos abiertos. Faltaban siete minutos para el final y el marcador mantenía el empate a uno desde el minuto 8 de la primera parte. Feliciano Rivilla, impulsado por el entusiasmo de todo el equipo, interceptó un balón e inició una galopada lanzándose al ataque por su banda derecha. Luego cedió la pelota a Pereda, que continuó su avance hasta que un defensa soviético quiso cerrarle el paso. Fue entonces cuando lanzó aquel centro duro y a media altura y el periodista se imaginó el remate “como el último verso perfecto que termina un soneto”. Y la métrica del poema congeló la figura de un excelso guardameta. Allí se quedó clavado Yashin, descansando su cuerpo sobre una rodilla semiflexionada, la única parte de su cuerpo que presintió por donde entró el balón en su portería.
Algo más que un triunfo
Pero aquel triunfo, el más importante que hasta entonces había conquistado el fútbol español, fue algo más que una victoria deportiva. El régimen de Franco lo celebró como anunciando un nuevo parte de guerra del primero de abril, no en vano, el rival de la selección española era el poderoso equipo del comunismo internacional, la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), primer campeón de Europa, cuyos jugadores lucían en su camiseta las casi clandestinas siglas de CCCP. Las relaciones políticas entre ambas naciones eran nulas y ya se habían interferido en los asuntos deportivos. Cuatro años antes, en la edición del primer Campeonato de Europa de selecciones nacionales, los cuartos de final emparejaron a España y a la URSS. Ambas federaciones acordaron las fechas de los partidos que tendrían que disputarse en Moscú y Madrid, pero al parecer, los ministros Carrero Blanco y Alonso Vega influyeron sobre el jefe del estado planteando que la llegada de los soviéticos a España era inoportuna e indignante. ¿Comunistas en la capital del franquismo? Para algunos era toda una provocación. Dicen que Franco llegó a exponerlo en un consejo de ministros y que incluso se celebró una votación donde se impuso la conveniencia de no jugar. Y así fue. La URSS pasó a la semifinal directamente, superó a Checoslovaquia y luego en la final derrotó a Yugoslavia proclamándose campeón de Europa y ganador de la primera copa Henri Dalaunay.
El camino de la gran victoria
En la segunda edición, las cosas cambiarían. El equipo español fue uno de los 29 que participó, eliminando a Rumanía, Irlanda del Norte y República de Irlanda para alcanzar las semifinales. En mayo, la UEFA había decidido que los últimos partidos se disputaran en una fase final que se celebraría en España, concretamente en Madrid y Barcelona, ciudades que recibirían a los cuatro mejores equipos europeos. España y Dinamarca ya se habían clasificado cuando se tomó la decisión, y aún faltaban por conocerse los otros dos rivales que saldrían de los ganadores del URSS-Suecia y del Hungría-Francia. Por lo tanto, las autoridades franquistas se vieron con las manos atadas para vetar de nuevo a los soviéticos en caso de que se clasificaran, cosa que lograron, como los húngaros. La fase final estuvo rodeada de una morbosa expectación. Amancio lo culminó marcando el dos a uno a Hungría en la segunda parte de la prórroga, mientras que la URSS derrotó fácilmente a Dinamarca por tres a cero. La España de Franco, como si fuera el argumento de una película de José Luis Sáenz de Heredia, volvió a batallar con éxito contra los rojos, que de ese color vistieron los jugadores soviéticos en la final, ante el azul de los españoles.
Aquel primer gran triunfo se mantuvo aislado y único hasta 1992, cuando ya en democracia, se consiguió la medalla de oro en los Juegos Olímpicos. Años después, la madurez de la convivencia social y política lo igualó y superó, porque en 2008 y 2012 repetimos la proeza (Campeones de Europa) y en 2010 la superamos con creces (Campeones del Mundo).
Cuando se abre una nueva competición, siempre vuelvo a la nostalgia de la primera vez, cuando a toda plana, en la portada, podíamos leer el gran titular: “¡Eurocampeones!”, mientras soñamos, impacientes, que vuelvan a alumbrarnos los rayos y remates de los solsticios de verano con otro gran triunfo del fútbol español.
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