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sábado, 16 de diciembre de 2017

La gran victoria del perdedor

El éxito y el fracaso son dos impostores del esfuerzo humano, dos caras de una misma moneda que el Olimpismo acuñó en forma de medalla para ilusionar a los pueblos en la paz del antagonismo. Pero el sacrificio, el dolor y el sufrimiento no son un espejismo, son demasiado reales. Lo saben los 56 atletas que partieron del castillo de Windsor a las 14:30 horas del 24 de julio de 1908. Será un calvario de 42 kilómetros y 195 metros hasta llegar al estadio londinense de White City, en Shepherd’s Bush, donde les espera la misma reina de Inglaterra.

Los primeros compases

Los ingleses son los favoritos y han marcado el ritmo en los primeros compases, pero el calor ha derretido sus primeros impulsos y han sido alcanzados por el sudafricano Charles Hefferon y el italiano Dorando Pietri. Cuando van por el kilómetro 32, el sudafricano saca cuatro minutos al italiano, mientras que tres norteamericanos, en mancomunada colaboración, van avanzando sus posiciones. En el kilómetro 41, Hefferon desfallece y Dorando Pietri se coloca en cabeza. También hay novedades en el grupo de los corredores americanos. Uno de ellos, John Hayes, se ha descolgado de sus compañeros y con un ritmo endiablado ha cazado a Hefferon. La emoción es la habitual cuando llega el tramo final de una carrera. Pero hay algo que va a trascender al episodio deportivo.

Un final angustioso

Obsesionado en mantener un ritmo imposible y cegado por el enorme esfuerzo, Dorando Pietri se ha olvidado de beber líquidos y tiene síntomas de deshidratación. Por eso da muestras de una preocupante debilidad. Extenuado, titubeante, polvoriento y sudoroso, ha entrado andando y desorientado en el estadio, donde le reciben entusiasmados entre 75.000 y 100.000 espectadores. Pero el entusiasmo se ha convertido de repente en una angustia colectiva. El atleta zigzaguea, se cae, se levanta, da algunos pasos y vuelve a caer. La compasión y las ganas de ayudar invaden el ambiente. El escritor Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, es testigo de la dramática llegada como periodista del ‘Daily Mail’ y observa “el rostro demacrado, amarillo, los ojos vidriosos e inexpresivos” de Dorando, mientras se recupera, logra erguirse, camina tambaleándose y vuelve a desplomarse sobre la ceniza de la pista, a pocos metros de la meta. De repente, un clamor surge del público. El americano ha entrado en el estadio. El italiano, desde el suelo, observa la pesadilla que supone la cercana presencia de su rival. Con un esfuerzo sobrehumano se levanta, pero sus piernas se doblan. Entonces el mismo director de la carrera, Jack Andrew, y el médico de la prueba, Michael Bulger, no resisten la tentación de prestarle ayuda y le sujetan, prácticamente arrastrándole, en los últimos cinco metros. De esta manera logra entrar primero en la carrera de maratón. Treinta y dos segundos después, entra en la meta el norteamericano.

Una decisión impopular

Fue la decisión más impopular de unos juegos olímpicos, porque la ayuda prestada al corredor invalidó la victoria. Dorando Pietri fue descalificado con las quejas del público y de gran parte de la prensa que no comprendía cómo era posible que no se recompensara tal cúmulo de tormentos deportivos con aquella medalla que tuvo al alcance de la mano. Así que al día siguiente, durante la clausura de los Juegos, escoltado por dos diplomáticos italianos y precedido por la bandera italiana, Dorando ascendió hasta el palco real, arropado por la multitud, para escuchar la voz de la reina Alexandra que le decía: “No tengo diploma, ni medalla, ni laurel que entregaros, señor Dorando, pero he aquí una copa de oro y espero que no os llevaréis únicamente malos recuerdos de nuestro país”.

Los reconocimientos

Dorando Pietri se llevó de Inglaterra los mejores recuerdos y el corazón de los londinenses. Cuatro años antes, aquel pequeño atleta se había quitado el delantal de dependiente para incorporarse a una carrera que pasaba por el comercio donde trabajaba, y ahora llegaba a su casa con una copa de oro que le convertía en un afamado deportista. ¿Perdedor? El ‘Dayly Mail’ había recaudado 300 libras entre sus lectores para premiar al atleta. Cerca del estadio de White City, existe aún una calle que se llama Dorando Close. En la localidad italiana de Capri (Módena), se le recuerda con una estatua levantada en su honor. Irving Berlin compuso una canción sobre él y dos libros cuentan la aventura que le convirtió en un mito olímpico. Sin embargo, nadie se acuerda del nombre del ganador.

Los impostores del esfuerzo humano, las dos caras de una misma moneda que el Olimpismo acuñó en forma de medalla para ilusionar a los pueblos, se confundieron aquel 24 de julio de 1908. ¿Éxito, fracaso? Extenuado, titubeante, polvoriento y sudoroso, Dorando Pietri entró andando, zigzagueando y desorientado en el estadio, pero consiguió la victoria más grande que haya podido obtener ningún perdedor.

martes, 5 de diciembre de 2017

Los primeros pasos de la quiniela

Desde el centro de la ciudad, varios jóvenes y menos jóvenes suben a la calle santanderina de Menéndez de Luarca, cerca de la fábrica de tabacos, portando en las manos un pequeño y misterioso papel que ojean de vez en cuando meciéndose el cabello o acariciándose la barbilla. La mayoría son muchachos de diversos oficios, estudiantes, señoritos y botones de los cafés o de los hoteles. Todos llevan los ojos encendidos por la ilusión, camino de una humilde taberna llamada “La Callealtera”. Allí entregan el mensaje de sus augurios y la ofrenda de una peseta para que los dioses les sean propicios. Saben que la esfera del balón tendrá el domingo la última palabra para cambiar sus fortunas.

En torno a la mesa de una taberna

Aquel día, 15 de febrero de 1931, Francisco Peral reunió en la mesa de la taberna 2.690 papeletas de su particular “bolsa de fútbol”. Todo había empezado dos años antes como un entretenimiento para animar la emoción del recién creado campeonato nacional de Liga. En los primeros partidos de 1929, Peral y unos pocos amigos se jugaban el café de los domingos calculando los ganadores de cada encuentro. Pero jornada a jornada se incorporaron más conocidos hasta llegar a treinta. Fue entonces cuando Peral, contable de una casa de comercio, comenzó a idear de forma más seria las apuestas, acordando hacer una recaudación que se entregaría a quien se aproximara más al acierto. Al final de temporada, fueron aumentando los jugadores que llegaron al centenar, con los consiguientes problemas para escrutar los resultados.

Sin sospechas de amaño

Hasta que se le ocurrió organizar un sistema de puntuación en función de los goles marcados por cada equipo y de los pronósticos de cada partido, en base a un reglamento establecido que todos conocían y podían interpretar. El hecho de que las apuestas se liberaran de cualquier sospecha de amaño, fue la clave del éxito. En la siguiente temporada comenzaron con 150 apostantes en la primera jornada que subirían hasta llegar a los 2.690. La idea de Francisco Peral fue seguida por otros establecimientos y los apostantes se multiplicarían por varios bares santanderinos, como “El Progreso” o el “Bar Montañés”. Aquellas quinielas trataban de acertar los resultados exactos de cinco partidos de Primera División, entre los que siempre se incluía al Racing.

La beneficencia

Años más tarde, en 1945, Francisco Peral puso su experiencia y la idea de su bolsa de fútbol a disposición de los hermanos de San Juan de Dios para recaudar fondos a beneficio del hospital de Santa Clotilde, creándose lo que se llamaría quiniela de San Clotilde. Ésa sería la clave para abrir el camino de la quiniela tal y como la conocemos en la actualidad: la beneficencia. Porque el régimen de Franco no era partidario del juego, excepto de la lotería nacional y de los sorteos impulsados por entidades benéficas. Por eso no era fácil legalizar las apuestas que alrededor del fútbol aún se mantenían en España. Sin embargo fue el periodista de ‘Informaciones’, Julio Cueto, quien planteó la quiniela como una propuesta altruista que destinaría parte de la recaudación a la beneficencia, y con ayuda del general Fernando Roldán, entonces director del Departamento de Timbres y Monopolios del Estado, se pudo convencer a las autoridades.

El nacimiento del Patronato

El 12 de abril de 1946 apareció en el Boletín Oficial del Estado el decreto ley por el que se creaba el Patronato de Apuestas Mutuas Deportivo Benéficas. La primera quiniela legalizada y de carácter nacional surgió en la temporada 1946-47, y el sistema de pronósticos se basaba en acertar los goles de cada uno de los siete partidos de Primera División. Pero fue en la temporada 1947-48 cuando Pablo Hernández Coronado, nombrado rector del Patronato, aplicó las apuestas con el conocido sistema del 1-X-2, incrementándose en premios el 55 por ciento de las recaudaciones y añadiendo los siete partidos de Segunda División para configurar la popular quiniela de catorce.

El Racing, sumido aquella temporada en el grupo segundo de la Tercera División, no pudo incluirse en la primera quiniela del 1-X-2, pero sí tuvo su protagonismo con aquella inspiración callealtera que guiaba a los muchachos de oficio, estudiantes, señoritos y botones de los cafés o de los hoteles a subir a la calle santanderina de Menéndez de Luarca, cerca de la fábrica de tabacos, portando en las manos un pequeño y misterioso papel con los ojos encendidos por la ilusión. Y todos entregaban a Francisco Peral el mensaje de sus augurios y la ofrenda de una peseta para que los dioses les fueran propicios. Desde entonces, cada domingo, la esfera del balón sigue teniendo la última palabra para cambiar la fortuna.