El éxito y el fracaso son dos impostores del esfuerzo humano, dos caras de una misma moneda que el Olimpismo acuñó en forma de medalla para ilusionar a los pueblos en la paz del antagonismo. Pero el sacrificio, el dolor y el sufrimiento no son un espejismo, son demasiado reales. Lo saben los 56 atletas que partieron del castillo de Windsor a las 14:30 horas del 24 de julio de 1908. Será un calvario de 42 kilómetros y 195 metros hasta llegar al estadio londinense de White City, en Shepherd’s Bush, donde les espera la misma reina de Inglaterra.
Los primeros compases
Los ingleses son los favoritos y han marcado el ritmo en los primeros compases, pero el calor ha derretido sus primeros impulsos y han sido alcanzados por el sudafricano Charles Hefferon y el italiano Dorando Pietri. Cuando van por el kilómetro 32, el sudafricano saca cuatro minutos al italiano, mientras que tres norteamericanos, en mancomunada colaboración, van avanzando sus posiciones. En el kilómetro 41, Hefferon desfallece y Dorando Pietri se coloca en cabeza. También hay novedades en el grupo de los corredores americanos. Uno de ellos, John Hayes, se ha descolgado de sus compañeros y con un ritmo endiablado ha cazado a Hefferon. La emoción es la habitual cuando llega el tramo final de una carrera. Pero hay algo que va a trascender al episodio deportivo.
Un final angustioso
Obsesionado en mantener un ritmo imposible y cegado por el enorme esfuerzo, Dorando Pietri se ha olvidado de beber líquidos y tiene síntomas de deshidratación. Por eso da muestras de una preocupante debilidad. Extenuado, titubeante, polvoriento y sudoroso, ha entrado andando y desorientado en el estadio, donde le reciben entusiasmados entre 75.000 y 100.000 espectadores. Pero el entusiasmo se ha convertido de repente en una angustia colectiva. El atleta zigzaguea, se cae, se levanta, da algunos pasos y vuelve a caer. La compasión y las ganas de ayudar invaden el ambiente. El escritor Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, es testigo de la dramática llegada como periodista del ‘Daily Mail’ y observa “el rostro demacrado, amarillo, los ojos vidriosos e inexpresivos” de Dorando, mientras se recupera, logra erguirse, camina tambaleándose y vuelve a desplomarse sobre la ceniza de la pista, a pocos metros de la meta. De repente, un clamor surge del público. El americano ha entrado en el estadio. El italiano, desde el suelo, observa la pesadilla que supone la cercana presencia de su rival. Con un esfuerzo sobrehumano se levanta, pero sus piernas se doblan. Entonces el mismo director de la carrera, Jack Andrew, y el médico de la prueba, Michael Bulger, no resisten la tentación de prestarle ayuda y le sujetan, prácticamente arrastrándole, en los últimos cinco metros. De esta manera logra entrar primero en la carrera de maratón. Treinta y dos segundos después, entra en la meta el norteamericano.
Una decisión impopular
Fue la decisión más impopular de unos juegos olímpicos, porque la ayuda prestada al corredor invalidó la victoria. Dorando Pietri fue descalificado con las quejas del público y de gran parte de la prensa que no comprendía cómo era posible que no se recompensara tal cúmulo de tormentos deportivos con aquella medalla que tuvo al alcance de la mano. Así que al día siguiente, durante la clausura de los Juegos, escoltado por dos diplomáticos italianos y precedido por la bandera italiana, Dorando ascendió hasta el palco real, arropado por la multitud, para escuchar la voz de la reina Alexandra que le decía: “No tengo diploma, ni medalla, ni laurel que entregaros, señor Dorando, pero he aquí una copa de oro y espero que no os llevaréis únicamente malos recuerdos de nuestro país”.
Los reconocimientos
Dorando Pietri se llevó de Inglaterra los mejores recuerdos y el corazón de los londinenses. Cuatro años antes, aquel pequeño atleta se había quitado el delantal de dependiente para incorporarse a una carrera que pasaba por el comercio donde trabajaba, y ahora llegaba a su casa con una copa de oro que le convertía en un afamado deportista. ¿Perdedor? El ‘Dayly Mail’ había recaudado 300 libras entre sus lectores para premiar al atleta. Cerca del estadio de White City, existe aún una calle que se llama Dorando Close. En la localidad italiana de Capri (Módena), se le recuerda con una estatua levantada en su honor. Irving Berlin compuso una canción sobre él y dos libros cuentan la aventura que le convirtió en un mito olímpico. Sin embargo, nadie se acuerda del nombre del ganador.
Los impostores del esfuerzo humano, las dos caras de una misma moneda que el Olimpismo acuñó en forma de medalla para ilusionar a los pueblos, se confundieron aquel 24 de julio de 1908. ¿Éxito, fracaso? Extenuado, titubeante, polvoriento y sudoroso, Dorando Pietri entró andando, zigzagueando y desorientado en el estadio, pero consiguió la victoria más grande que haya podido obtener ningún perdedor.
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