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sábado, 20 de enero de 2018

El gol de una poetisa

Ana María Cagigal posa de pie a la derecha
Eran tiempos nuevos. La modernidad se apoderó del aire. La II República sopló los ambientes de Santander y el Palacio de la Magdalena dejó de ser residencia de reyes, príncipes e infantes para convertirse en sede de la Universidad Internacional de Verano. La política pedagógica y cultural de la República invadió las habitaciones de Alfonso XIII para dar cabida a estudiantes en torno a cursos, seminarios, conferencias y reuniones científicas, abriéndose a los jóvenes del extranjero. Fue una experiencia novedosa en la educación que también aprovecharían las mujeres.

Hockey femenino en La Magdalena

No era muy habitual que en aquel año de 1933 se viera jugar a nadie al hockey sobre hierba. Pero más extraño resultaba si el partido enfrentaba a dos equipos femeninos. Por eso hubo un buen puñado de espectadores en torno al campo de polo del palacio de la Magdalena.

La portera se llamaba América Oraz, y era una de las estudiantes de los cursos de verano. Se había improvisado un equipo que se presentó como selección de la Universidad Internacional. Ella y su hermana, Blanca Rosa Oraz, ya conocían el juego, como la mayor parte del resto del equipo, donde también había extranjeras, como la señorita Thomson o la señorita Huges. Las dos hermanas se habían llevado a Santander un juego de ‘sticks’ para entretener los ratos de ocio de aquel verano, y el lunes, 21 de agosto, se acordó disputar un partido contra un equipo femenino que había en Santander, el Magdalena.

La jugada del gol

Aunque se llevaban varios minutos de juego, ninguno de los dos equipos había podido marcar un gol. Pero en los minutos finales, cuando el sol y el cansancio pesaban en las largas faldas de las jugadoras, la cántabra Rosarito Losada, jugadora del Magdalena, se escapó por la banda controlando la pelota con la superficie plana de su stick y lanzó un pase perfecto a su compañera, Ana María Cagigal, que en carrera, remató con su palo el único gol del partido. América Oraz recogió lentamente la pelota dentro de su portería mientras las santanderinas felicitaban a Cagigal. Muy poca gente pudo ver aquel gol, pero significó un triunfo colectivo que daría mucho que hablar, porque aquellas jóvenes de Santander demostraron que no eran tan provincianas. Se llamaban Marita Sanz de Aja, Luisa Illera, Teresa Mora, Anita Bodega, Mercedes Sáinz de Aja, Pilar Mora, Rosario Losada, Rosario Pombo, Ana María Cagigal, Carmen Mora y Carmen Guzmán.

Modernas y deportivas

Las chicas de la Universidad de Verano eran modernas y deportivas. Nadie lo discutía. Pero en Santander también había un nutrido grupo de jóvenes inquietas, sin complejos, dispuestas a codearse con las veraneantes. Y una de esas chicas era Ana María Cagigal Casanueva (Santander 1900-2001), acaso la escritora más longeva de Cantabria que se lanzó al mundo de la poesía poco tiempo después de aquel gol en el campo de polo. Publicó sus primeros versos en 1935, cuando comenzó a trabajar como redactora en ‘La Voz de Cantabria’.

Defensora de los derechos de la mujer

Fue una celebrada conferenciante en defensa de la cultura para las clases humildes y de los derechos de la mujer, reivindicando de una manera tenaz el derecho al voto. Después de la guerra trasladó su residencia a Barcelona por motivos de trabajo, ciudad en la que permaneció durante cuarenta años. Además de los artículos publicados en la prensa de Santander y de Barcelona, su obra se completa con su única novela, ‘Leña húmeda” (1946) y la antología ‘Amor de mar y otros trabajos’ (2000). Con motivo de su fallecimiento, se publicó una antología de jóvenes poetisas de Cantabria con el título ‘En homenaje a Ana María Cagigal’ y en mayo de 2001 se bautizó en Santander con su nombre una de sus calles, aunque mayor evocación de esta poetisa será el rodar de una bola de hockey entrando en la portería del campo de La Magdalena, el gol de una poetisa comprometida con la defensa de los derechos de la mujer.


viernes, 5 de enero de 2018

El silencio de San Mamés

Radchenko
Lo recuerdo impactado. Como cuando oí por la radio los disparos de Tejero en las Cortes, o cuando vi por la televisión cómo ardían las Torres Gemelas. Pero en esta ocasión, yo estuve allí. Fue un silencio que estremeció a miles de personas, unánimemente enmudecidas. Es cierto que sólo fueron unos segundos, porque enseguida estallaron brotes de delirios que rebotaban en el eco de aquel vacío de voces calladas, de bocas semiabiertas que agujereaban miles de caras incrédulas. Eran delirios de una minoría racinguista que nunca dejó de ser silenciosa, pero que emergió enérgica para celebrar el milagro de un gol y la aparición de un nuevo ídolo.

El saludo de los capitanes

Todo empezó cuando Quique Setién y Ánder Garitano estrecharon sus manos en el centro del campo. Unos tres mil seguidores del Racing se habían desplazado a San Mamés, salpicando sus distintivos verdes y blancos por las inmediaciones del campo. El club santanderino había regresado a Primera División, y la visita a Bilbao, después de tantos años deambulando por la Segunda División, con el amargo paso por la Segunda B, era un aliciente más para la afición racinguista que había recuperado el entusiasmo. Pero el equipo que dirigía Javier Irureta no estaba atravesando un buen momento. Después de un inicio liguero bastante aceptable para ser un recién ascendido, se enfrentaba en la decimoséptima jornada al Athletic Club de Bilbao con el bagaje de haber perdido los tres últimos partidos contra el R. C. D. de la Coruña (1-0), Real Oviedo (1-2) y Atlético de Madrid (4-0). Por su parte, el Athletic Club había iniciado una racha de excelentes resultados que invitaba a apostar por una victoria inevitable de los vizcaínos. Pero ya se sabe, el fútbol no es siempre como se piensa.

No hubo goles en la primera parte en el viejo San Mamés, pero fue el Racing el equipo que más cerca estuvo de marcar, aunque el penalti que Larrainzar hizo a Radchenko no fue señalado por el árbitro, Andújar Oliver.

Los goles

En la segunda parte, la defensa cántabra comenzó a debilitarse y la delantera vizcaína aumentó sus opciones. Tuvo tres ocasiones claras en las botas de Larrainzar, Guerrero y Eskurza, que anunciaban la llegada del gol local. Y el gol vino gracias al oportunismo de Ciganda, un jugador que comenzaría a especializarse en batir la portería racinguista, y que en esta ocasión remató en el área pequeña un rechace de Ceballos a un duro disparo de Julen Guerrero. Se cumplía el minuto 55.

Encajar un gol produce sensaciones amargas. Los jugadores se miran por un momento buscando respuestas que no se encuentran y enseguida los ojos ponen su punto de mira en la hierba, mientras se camina cabizbajo hacia el círculo central. Es el pitido del saque el que obliga a levantar la cabeza, a respirar hondo y a eludir el impetuoso arranque de quienes acaban de ponerse por delante en el marcador. Cuando se supera esta embestida, se produce un proceso de cambio de actitud. Irureta sale del banquillo y da instrucciones a Michel Pineda para salir al campo. Durante el cambio, le indica a Quique que adelante su posición. En el Athletic, las sensaciones giran alrededor de la misión cumplida.

La salida de Pineda es providencial. Recoge un balón al borde del área y su disparo establece un empate que deja fría a la parroquia de rojo y blanco. Efectivamente, encajar un gol produce sensaciones amargas e invitan a un proceso de cambio, y los vascos vuelven a buscar la victoria. Pero al Racing se le ha olvidado cambiar. La dinámica de buscar el empate continúa en las botas de sus futbolistas.

La genialidad de Radchenko

Cuando todo parecía destinado a un empate a uno, Dmitry Radchenko se negó rotundamente a aceptar el resultado. Recogió el balón en el centro del campo y esperó a que Mutiu estuviera en disposición de acompañarle para hacer una pared. Cuando recibió la pelota devuelta del nigeriano, el ruso intensificó su carrera con zancadas eléctricas y frescas, impropias del minuto 88 en el que se desenvolvía la jugada. Estiraba la pierna para tocar el balón con la puntera cambiando la trayectoria de la carrera a su conveniencia. Fueron sólo cuatro toques con su pie derecho. El primero fue para controlar la devolución de Mutiu. Con el segundo se coló entre dos rivales que a punto estuvieron de darse de morros intentando parar la afilada penetración hacia el centro de la portería. El tercero superó la entrada desesperada del central, que se tiró al suelo para alargar su voluntad fracasada de arrebatar el balón a aquel espigado jugador. Y el cuarto, ¡oh el cuarto! El cuarto se ejecutó justo en la media luna que corona el área. Fue un toque diferente a los rápidos y breves que lo precedieron, un toque acompañando el balón hacia arriba, levantando una vaselina sobre el guardameta Valencia, que había salido hasta más allá del punto de penalti para evitar la inercia del avance del delantero. Yo vi aquella jugada justo detrás de la portería. La vaselina era tan alta y seca, que me pareció eterno su vuelo. Incluso presentí que era demasiada alta, y que el bote en el suelo podía elevar el balón por encima del larguero. Acaso eso mismo pensaba Radchenko cuando, inmóvil y expectante, miraba la pelota estirando el cuello. Fue cuando estalló el silencio, el gran silencio de San Mamés. Y el balón entró. Y Radchenko se arrodilló, se sentó sobre sus talones y lanzó el grito del triunfo hacia el cielo. Lo recuerdo impactado. Como cuando oí por la radio los disparos de Tejero en las Cortes, o cuando vi por la televisión cómo ardían las Torres Gemelas. Pero en esta ocasión, yo estuve allí.

El nombre de la catedral

¿Que por qué se llama la catedral? Lo comprendí aquel día, cuando escuché aquel silencio de iglesia, silencio de devotos rezando, silencio de plegarias de arrepentidos y penitentes, venerando a un nuevo ídolo (devorador de leones) que desbancó a San Mamés de los altares de aquel templo del fútbol.