ibmainmenu

domingo, 11 de febrero de 2018

Luz Long, el caballero que saltó sobre el racismo

Un rival no es un enemigo. Un rival es un estímulo para vencer obstáculos sintiéndose acompañado. No importa la patria, ni la raza, ni la ideología. El rival te hace más grande y enriquece tu habilidad, mientras que el enemigo pretende destruirla.

En algún momento de su vida, Luz Long (Leipzig, 1913-San Pietro Clarenza, 1943), pudo dudar de quiénes eran sus enemigos, pero nunca de los que fueron sus mejores rivales y, sobre todo, del obstáculo que desde niño quiso superar: la distancia. De una familia alemana acomodada, desde temprana edad ya tenía un foso de arena en el jardín de su casa para practicar el salto de longitud, modalidad donde destacaría. Rubio, con ojos azules y un cuerpo equilibrado de 1,84 metros de altura, Long se convertiría en uno de los mejores atletas de Alemania y también en un ejemplo de la superioridad de la raza aria que el régimen nazi quiso exaltar en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, los mejor organizados de la historia hasta aquel momento y en donde los anfitriones lograrían encabezar, por primera y única vez, el medallero final de las competiciones.

Poco antes de aquellos Juegos, Long, con un salto de 7,25 metros, había hecho la segunda mejor marca del año. Sólo la sombra del estadounidense Jesse Owens, un saltador de raza negra, podía impedir su victoria, así que la competición del salto de longitud despertó un enorme interés.

Un consejo que salvó a su rival

En los saltos clasificatorios, Long superó fácilmente, y en el primer intento, los 7,15 metros establecidos para acceder a la final. Sin embargo Owens, acaso condicionado por la ansiedad, hizo dos saltos nulos que amenazaban su eliminación. El alemán, que observaba atentamente las carreras de su máximo adversario, no resistió la tentación de acercarse a él para aconsejarle que se calmara, que no intentara batir ningún récord, como al parecer pretendía, y que fijara el impulso del salto centímetros antes de llegar a la tabla de batida, evitando así el riesgo de otro nulo, ya que con su potencia podía superar sin problemas la marca mínima. Owens le hizo caso, no arriesgó y se metió en la final con cinco atletas más hasta que, como estaba previsto, sólo quedaron los dos favoritos, Long y Owens, para disputarse el oro.

Lucha entre dos razas y el abrazo polémico

A la vista de quienes defendían los postulados de Hitler, la prueba de longitud se convirtió en un escenario de antagonismo entre razas. Los saltos finales fueron una de las pugnas más bellas del estadio olímpico, al que habían asistido unos 110.000 espectadores. En su primer vuelo, el norteamericano alcanzó una marca de 7,87 metros, pero Long le igualó a continuación con otro salto impresionante que levantó de sus asientos al público. El segundo salto de Owens se fue hasta los 7,94 metros, mientras que el alemán hizo nulo, proporcionando la victoria al estadounidense y dibujando cierta desolación en las gradas. Pero la prueba aún no había terminado. A Owens le faltaba el último salto, y liberado de la ansiedad, inició la carrera para conseguir lo que había querido hacer desde su primer intento, volar hacia el récord olímpico con un salto de 8,06 metros. Aún en la arena, recién levantado de la caída, Luz Long se apresuró a felicitarle en un abrazo que dicen que desquició a las autoridades nazis que estaban presenciando la prueba.

Jesse Owens fue el atleta estrella de Berlín con cuatro medallas de oro (100 m., 200 m., relevos 4X100 m. y longitud), pero más valiosa que las medallas fue la sincera amistad que nació entre aquellos dos hombres de diferente raza. “Se podrían fundir todas las medallas y copas que gané, y no valdrían nada frente a la amistad que hice con Luz Long”, diría la leyenda olímpica que logró que sus éxitos irritaran al mismo Hitler que se negó a saludarle, aunque lo cierto es que, nieto de esclavos recolectores de algodón y víctima del racismo en su propio país, quien no quiso estrecharle la mano ni recibirle en la Casa Blanca fue el presidente Roosevelt.

Una amistad sólida

Aquella relación se mantuvo sólida incluso durante la II Guerra Mundial, hasta que Luz Long, movilizado en la Luftwaffe, perdió la vida durante los combates de la invasión aliada de Sicilia, en julio de 1943. Poco antes de su muerte escribiría: “Jesse, hermano. Ésta será mi última carta. Cuando acabe la guerra viaja a Berlín para ver a mi hijo y explícale quién era su padre. Y por favor, cuéntale cómo dos hombres de distintas patrias pueden convertirse en amigos”.

En 1951, Owens viajó a Berlín y habló con el hijo de Luz para explicarle que su padre fue su mejor rival, un estímulo para vencer obstáculos sintiéndose acompañado, sin importar la patria, ni la raza, ni la ideología; alguien que le hizo más grande, enriqueció su habilidad y le mostró el gesto más grandioso de aquellos Juegos del 36, cuando un caballero saltó sobre las distancias del racismo alcanzando el foso de la verdadera amistad.

jueves, 1 de febrero de 2018

Las grandes chicas del voleibol

Bajitas, niñas, aparentemente insignificantes, aquellas jugadoras de una localidad de provincia que nadie había oído nombrar, se plantaron tres y tres en el pabellón deportivo del C.P.A.R. Cornellá de Barcelona. Las catalanas, mujeres por encima de los 180 centímetros de altura, eran conscientes de su superioridad. Se intercambiaban miradas y sonrisas compasivas, como si sus rivales fueran parte de un aperitivo que había que masticar entre bromas. Hasta que el balón comenzó a pasar por encima de la red.

¿Mosquitas muertas?

Vaya sorpresa con aquellas chiquillas. No eran mosquitas muertas. Luchaban como leonas protegiendo sus crías. No daban un balón por perdido. Se animaban entre ellas cuando perdían el punto con el mismo vigor y entusiasmo que cuando lo ganaban, y las jugadoras de Cornellá tuvieron que ponerse serias para ganar los dos primeros sets donde se impusieron con cierta dificultad. El tercero fue otra cosa. Las cántabras parecían desfallecidas y se derrumbaron con un 13-4 en el marcador que parecía poner fin a la buena impresión que habían dado ante las favoritas, sobre todo si tenemos en cuenta que, en aquel entonces, se conseguía el set con 15 puntos. Pero las de Torrelavega guardaban su más preciada virtud, el secreto que emergía en los malos momentos como un volcán en el océano creando islas de esperanza. En el tiempo muerto, abrazadas y agrupadas cara a cara, Cristina, Teresa, Pilar, Mar, Lola, Carmen, Blanca, Belén, María José y Ángela, compartieron aliento y sudor para convocar la fe en la fuerza y la cohesión del equipo.

La remontada

Recibir, colocar, saltar y rematar, saltar y bloquear… Las jugadoras catalanas comprobaron que sus rivales no eran bajitas, ni niñas, ni aparentemente insignificantes, ni de una localidad de provincia de la que nadie había oído nombrar. Eran piezas de una maquinaria perfectamente coordinada para recibir, colocar, saltar y rematar, saltar y bloquear… Las inmediaciones de la red eran su territorio. Cuando María José Hernando acariciaba con sus dedos el balón, Teresa Hernando y Cristina Sánchez se alzaban poderosas para ejecutar remates sonoros, impecables, que doblaban las manos de los bloqueos o atizaban el campo ajeno sin piedad. No había defensa posible para aquel aluvión de ataques que remontaron el partido. Aquel día el C. D. Sniace de voleibol se alzó con el triunfo por 2-3, y las jugadoras de Cornellá no olvidarían dónde estaba aquella localidad de provincia que ahora se pronunciaba con respeto: To-rre-la-ve-ga.

Los comienzos

Todo empezó en el Instituto Marqués de Santillana, alrededor de la profesora de Educación Física, Emilia Fuentevilla, que desde 1966 fue reuniendo a las jóvenes en torno al balonvolea. Pocos años después, no sólo se modelaron excepcionales deportistas. También se formó un grupo de amigas fieles, inseparables, peleonas, sacrificadas, enamoradas del voleibol y obstinadas con el triunfo. Con Quinichi (Joaquín Díaz Rodríguez), fueron las primeras que, con una red de pescadores sostenida por palos, practicaron el volei-playa en la Concha de Suances. Hacían la pretemporada en Alto Campoo, en el refugio que Solvay les cedía para la ocasión. Se autoimponían multas de un duro por saque fallado para un fondo común y en los largos viajes en autobús, el equipo se iba haciendo más sólido e irrompible, entre partidas de cartas, juegos de parchís y bocadillos donde el pan envuelve el alimento más sano: la alegría y el compañerismo.

El primer campeonato

En 1970, el Instituto Marqués de Santillana ganó su primer Campeonato Provincial y en 1971 ya era equipo de la Segunda División. En 1974, con Quinichi de entrenador, disputó en el pabellón de Polanco su primera fase de ascenso, aunque sin éxito. Al año siguiente, con José Alejandro del Río, consiguieron el objetivo del ascenso en Valencia. Fue la alegría más grande del equipo escolar. Pero la Primera División suponía unos gastos más elevados que el instituto no podía hacer frente. Fue cuando se pidió ayuda al director deportivo de Sniace, Antonio Egusquiza, que integró al equipo en la protección de la empresa. 

No parecían novatas en aquella máxima categoría del voleibol. En la primera temporada entre los grandes, las chicas de Sniace quedaron en tercer lugar y llegaron a disputar la final de la Copa que perdieron en Huesca contra el Medina de Madrid. En su segunda temporada (1976-77) consiguieron el subcampeonato liguero y volvieron a disputar la final de Copa, cayendo derrotadas de nuevo por el potente equipo madrileño. El grupo seguía madurando en los entrenamientos, pero también en los viajes más largos y las aventuras en el autobús. La convivencia hizo más fuertes a aquellas jugadoras entre partidas de cartas, juegos de parchís y bocadillos donde el pan envuelve el alimento más sano: la alegría y el compañerismo. Algún día tendrían que ser invencibles.

Campeonas de Liga

En la temporada 1978-79, el C. D. Sniace de Torrelavega se convirtió en el primer equipo de Cantabria en ganar un campeonato de Liga de carácter nacional en su máxima categoría. El éxito se acompañó con la victoria en la Copa de la Reina que en esta ocasión se disputó en Burgos. Sólo perdieron un partido en toda la temporada. Aquellas leonas siguieron haciendo historia meses después. El 1 de noviembre de 1979, jugaron en Torrelavega el primer partido de la Copa de Europa contra el Leixoes de Portugal. El pabellón se quedó pequeño ante la expectación que había levantado aquel partido. Tantas personas acudieron, que la cancha se humedeció por el vaho de la respiración, provocando que algunas jugadoras se resbalaran. El C. D. Sniace alineó a su equipo de gala: Pili, Belén, Cristina, Lola, María José y Teresa. Las cántabras ganaron 3-1 (15-6, 12-15, 15-8 y 15-7) y en Oporto perdieron por el mismo resultado, pasando a la siguiente fase por el ‘set-average’. El siguiente rival fue el Panatinaikos griego, que también fue eliminado por las cántabras. Finalmente cayeron ante el Eczasibasi de Estambul en los cuartos de final. Aquella irrepetible etapa deportiva aún dejaría la brillantez de la siguiente temporada, donde obtuvieron el subcampeonato de Liga y una segunda victoria en la Copa de la Reina, cuya fase final se disputó en Bilbao, lo que les abriría las puertas a Europa para disputar la Recopa.

Siempre unidas

Más de treinta años después, las grandes chicas del voleibol continúan unidas. Todos los años se encuentran el 28 de diciembre en un restaurante de Torrelavega para recordar sus triunfos, los viajes y aventuras en el autobús, las partidas de cartas, los juegos de parchís y los bocadillos donde el pan envuelve el alimento más sano: la alegría y el compañerismo. Ése fue su verdadero éxito que aún permanece, porque siguen formando un equipo excepcional.