Un rival no es un enemigo. Un rival es un estímulo para vencer obstáculos sintiéndose acompañado. No importa la patria, ni la raza, ni la ideología. El rival te hace más grande y enriquece tu habilidad, mientras que el enemigo pretende destruirla.
En algún momento de su vida, Luz Long (Leipzig, 1913-San Pietro Clarenza, 1943), pudo dudar de quiénes eran sus enemigos, pero nunca de los que fueron sus mejores rivales y, sobre todo, del obstáculo que desde niño quiso superar: la distancia. De una familia alemana acomodada, desde temprana edad ya tenía un foso de arena en el jardín de su casa para practicar el salto de longitud, modalidad donde destacaría. Rubio, con ojos azules y un cuerpo equilibrado de 1,84 metros de altura, Long se convertiría en uno de los mejores atletas de Alemania y también en un ejemplo de la superioridad de la raza aria que el régimen nazi quiso exaltar en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, los mejor organizados de la historia hasta aquel momento y en donde los anfitriones lograrían encabezar, por primera y única vez, el medallero final de las competiciones.
Poco antes de aquellos Juegos, Long, con un salto de 7,25 metros, había hecho la segunda mejor marca del año. Sólo la sombra del estadounidense Jesse Owens, un saltador de raza negra, podía impedir su victoria, así que la competición del salto de longitud despertó un enorme interés.
Un consejo que salvó a su rival
En los saltos clasificatorios, Long superó fácilmente, y en el primer intento, los 7,15 metros establecidos para acceder a la final. Sin embargo Owens, acaso condicionado por la ansiedad, hizo dos saltos nulos que amenazaban su eliminación. El alemán, que observaba atentamente las carreras de su máximo adversario, no resistió la tentación de acercarse a él para aconsejarle que se calmara, que no intentara batir ningún récord, como al parecer pretendía, y que fijara el impulso del salto centímetros antes de llegar a la tabla de batida, evitando así el riesgo de otro nulo, ya que con su potencia podía superar sin problemas la marca mínima. Owens le hizo caso, no arriesgó y se metió en la final con cinco atletas más hasta que, como estaba previsto, sólo quedaron los dos favoritos, Long y Owens, para disputarse el oro.
Lucha entre dos razas y el abrazo polémico
A la vista de quienes defendían los postulados de Hitler, la prueba de longitud se convirtió en un escenario de antagonismo entre razas. Los saltos finales fueron una de las pugnas más bellas del estadio olímpico, al que habían asistido unos 110.000 espectadores. En su primer vuelo, el norteamericano alcanzó una marca de 7,87 metros, pero Long le igualó a continuación con otro salto impresionante que levantó de sus asientos al público. El segundo salto de Owens se fue hasta los 7,94 metros, mientras que el alemán hizo nulo, proporcionando la victoria al estadounidense y dibujando cierta desolación en las gradas. Pero la prueba aún no había terminado. A Owens le faltaba el último salto, y liberado de la ansiedad, inició la carrera para conseguir lo que había querido hacer desde su primer intento, volar hacia el récord olímpico con un salto de 8,06 metros. Aún en la arena, recién levantado de la caída, Luz Long se apresuró a felicitarle en un abrazo que dicen que desquició a las autoridades nazis que estaban presenciando la prueba.
Jesse Owens fue el atleta estrella de Berlín con cuatro medallas de oro (100 m., 200 m., relevos 4X100 m. y longitud), pero más valiosa que las medallas fue la sincera amistad que nació entre aquellos dos hombres de diferente raza. “Se podrían fundir todas las medallas y copas que gané, y no valdrían nada frente a la amistad que hice con Luz Long”, diría la leyenda olímpica que logró que sus éxitos irritaran al mismo Hitler que se negó a saludarle, aunque lo cierto es que, nieto de esclavos recolectores de algodón y víctima del racismo en su propio país, quien no quiso estrecharle la mano ni recibirle en la Casa Blanca fue el presidente Roosevelt.
Una amistad sólida
Aquella relación se mantuvo sólida incluso durante la II Guerra Mundial, hasta que Luz Long, movilizado en la Luftwaffe, perdió la vida durante los combates de la invasión aliada de Sicilia, en julio de 1943. Poco antes de su muerte escribiría: “Jesse, hermano. Ésta será mi última carta. Cuando acabe la guerra viaja a Berlín para ver a mi hijo y explícale quién era su padre. Y por favor, cuéntale cómo dos hombres de distintas patrias pueden convertirse en amigos”.
En 1951, Owens viajó a Berlín y habló con el hijo de Luz para explicarle que su padre fue su mejor rival, un estímulo para vencer obstáculos sintiéndose acompañado, sin importar la patria, ni la raza, ni la ideología; alguien que le hizo más grande, enriqueció su habilidad y le mostró el gesto más grandioso de aquellos Juegos del 36, cuando un caballero saltó sobre las distancias del racismo alcanzando el foso de la verdadera amistad.
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