Su rostro refleja la máxima expresión del sufrimiento de un fondista. La fatiga, dominada por su cuerpo atormentado, se conmueve en constantes espasmos mientras lucha, zancada a zancada, contra su inquebrantable voluntad. Sus brazos, con vocación de alas, elevan los codos para proporcionarle un estilo único, aunque poco ortodoxo. Tanto esfuerzo no puede concentrarse en una sola carrera. Su secreto comenzaría a dejar de serlo en los Juegos Olímpicos de Londres, en 1948.
Una emocionante carrera
En el estadio de Wembley, la final olímpica de los 5.000 metros lisos ha entrado en su último kilómetro. Uno de los cuatro corredores que van en cabeza, el belga Reiff, ha cambiado el ritmo, dejando descolgados, por este orden, al holandés Slykhuis, al checo Zatopek y al sueco Ahiden. Cuando la campana advierte de la última vuelta, Zatopek, que parecía hundido, comienza su sorprendente aceleración. Rebasa a Slykhuis y se lanza como un poseso a la caza del belga. Ante el inesperado y brutal tirón de Zatopek, el público se ha levantado emocionado de sus asientos, aunque pronto comprende que el esfuerzo del checo será en vano. Son unos 60 metros de ventaja los que Reiff lleva a su entusiasta seguidor cuando faltan 300 metros para la meta. Zatopek, que ha continuado reduciendo la distancia, da otro sorprendente cambio de ritmo cuando le faltan 200 metros. Su velocidad contrasta con la lentitud con la que el belga hace los últimos 100 metros. Gesticulando como si estuviera sufriendo la peor tortura, Zatopek intenta recuperar 50 metros en 150. Las 80.000 personas que llenan el estadio, aclaman aquel vigoroso ataque final: “¡Za-to-pek, Za-to-pek!..”. Las voces parecen frenar el esfuerzo del belga que se desespera al escuchar las pisadas y la cercana respiración de su rival, como si tuviera detrás una locomotora a punto de engullirle. En el último segundo, acaso por la misteriosa fuerza que surge en los momentos de pánico, Reiff ha logrado lanzarse sobre el hilo para proclamarse ganador, entre los delirantes gritos de un público que ha estado a punto de presenciar lo imposible. Porque Emile Zatopek estuvo aquel día a dos décimas de segundo de convertir lo imposible en realidad.
El entrenamiento fraccionado
Emil Zatopek (Koprivnice, 1922-2000), aprendiz en una fábrica de zapatillas, tenía un secreto, porque tanto esfuerzo no podía concentrarse en una sola carrera, así que decidió fragmentarlo. Fue el primero que desarrolló el entrenamiento fraccionado, o ‘interval training’, con sesiones donde, por ejemplo, corría 5 series de 200 y 25 series de 400, a un ochenta por ciento de la máxima intensidad, recuperándose con un paso ligero o trote que endurecía con más series y menos tiempo de recuperación.
Cuatro medallas de oro olímpicas
Con este sistema de entrenamiento que poco después asumiría la mayor parte de los atletas, Zatopek acabaría con la hegemonía de los “finlandeses voladores” en las carreras de fondo. Fue cuatro veces campeón olímpico. Ganó en los 10.000 metros en Londres (1948), y en los 5.000, 10.000 y maratón en Helsinki (1952), la patria de tantos grandes fondistas a los que relegó a un segundo plano. En Helsinki compartió las mieles del triunfo con su esposa, Dana Zatopkova, que logró el oro en el lanzamiento de jabalina. También fue tres veces campeón de Europa, en 5.000 y 10.000 metros en 1950, y en 10.000 en 1954. Nadie pudo ganarle en los 5.000 entre octubre de 1948 y junio de 1952. También fue invencible en los 10.000 metros desde mayo de 1948 hasta julio de 1954, haciendo 38 carreras consecutivas en primer lugar. Estableció 13 mejores marcas mundiales en distancias métricas y 5 en medidas inglesas entre 1949 y 1955 y fue el primer hombre en correr más de 20 kilómetros en una hora (20.052 metros). El Cross Internacional de Lasarte de 1958 puso fin a su trayectoria deportiva, donde obtuvo 261 victorias en las 334 carreras que disputó.
El sufrimiento de un fondista
El recuerdo de su rostro sigue reflejando la máxima expresión del sufrimiento de un fondista, incluso cuando después de ser un héroe nacional en Checoslovaquia, fue marginado por el régimen comunista al apoyar la Primavera de Praga en 1968. Su fatiga, su cuerpo atormentado, sus espasmos, su inquebrantable voluntad, sus brazos con vocación de alas, su estilo único y, sobre todo, el secreto de fraccionar su enorme esfuerzo para multiplicar las recuperaciones de sus latidos, le convirtieron en el mejor fondista de la época, tan imparable como una auténtica locomotora humana.
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