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martes, 10 de agosto de 2021

El oro olímpico de un alquimista

Amavisca
El mérito del fútbol español estuvo descansando demasiado tiempo en el colchón de la furia de Amberes. “A mí el pelotón,
Sabino, que los arrollo”, decía Belauste yendo al remate. Y la jugada acabó bien en aquellos Juegos Olímpicos de 1920 que elevaron el prestigio deportivo del país al valor de la plata.Pero el disco de la furia se fue rallando poco a poco. En 1964, el gol de Marcelino a los ‘rojos’ de la Unión Soviética recuperó la estima nacional, pero un triunfo global seguía siendo un sueño para los aficionados españoles, hasta que aquel jugador polaco, Marek Kozminski, echó la pelota a córner cuando se iba a cumplir el último minuto de un partido que se asomaba a la prórroga. Era el sábado, 8 de agosto de 1992 y la selección española, dirigida por Vicente Miera, estaba disputando la final de los Juegos Olímpicos de Barcelona. El Nou Camp había establecido el récord de asistencia aquel día con 95.000 espectadores y ‘Chapi’ Ferrer se disponía a lanzar aquel saque de esquina.

Vicente Miera (Santander, 1939) decidió en los años setenta dedicarse a entrenar y tras hacerlo en varios clubes, fue nombrado ayudante del seleccionador, Miguel Muñoz, asistiéndole en el Campeonato de Europa de 1984 y en el Mundial de 1986. Fue su primer contacto como técnico de la selección y el 24 de mayo de 1991 sucedió a Luis Suárez al frente del equipo nacional. No tuvo suerte el de Nueva Montaña porque la selección no consiguió clasificarse para la Eurocopa del 92 y fue sustituido por Javier Clemente. Como Miera tenía contrato en vigor, Villar le designó seleccionador olímpico.

'La quinta del Cobi

Con las buenas vibraciones de haber perdido sólo un encuentro de preparación, aquel grupo de jóvenes futbolistas, que sería conocido como “la quinta del Cobi”, se concentró en Cervera de Pisuerga antes de viajar a Valencia, donde disputaría la fase de grupos. Miera se llevó a 20 jugadores, entre ellos al cántabro José Emilio Amavisca y a otros dos que años después serían jugadores del Racing: Billabona y Manjarín.

Colombia fue el primer rival de España, y aunque los americanos eran uno de los favoritos, cayeron con goleada a cargo de Guardiola, Quico (2) y Berges. Luego le tocó el turno a Egipto, que también perdió con tantos de Solozábal y Soler, asegurándose el pase a los cuartos de final, y finalmente derrotó a Qatar con dos golazos de Alfonso.

En los cuartos de final, y como campeón de grupo, España se enfrentó a Italia en un partido muy igualado que desequilibró el gol de Quico, y en las semifinales, el rival fue Ghana, que recibió los goles de Guardiola y de Berges.

La gran final

Miera nombraría en la final de Barcelona a los elegidos: Toni; López, Abelardo, Solozábal, Ferrer; Guardiola, Quico, Berges, Lasa; Luis Enrique y Alfonso. Todo iba bien, hasta que en el minuto 45 de la primera parte, López no pudo controlar el balón y Kowalczyk se aprovechó para marcar el 0-1. Era el primer gol que la selección recibía en toda la competición, un gol que además del error se anotaba en el noqueador minuto que te invita a regresar al vestuario con la cara de tonto. Fue un mazazo.

En la segunda parte, Vicente Miera quiso despertar a sus hombres y lo hizo con una sustitución providencial. Llamó a José Emilio Amavisca para entrar por Lasa y dar vida a las bandas. El empate vino como consecuencia de una falta sobre el laredano que culminó un remate de cabeza de Abelardo. Seis minutos más tarde, con Amavisca dando más movilidad al ataque, Quico le robó la cartera al central y puso por delante a España, hasta que una distracción defensiva proporcionó a Polonia las tablas por medio de Staniek.

La prórroga daría más épica a aquella final, pero antes Ferrer tenía que sacar el córner. Su lanzamiento lo intentó rematar Quico, distanciado del primer palo de la portería, pero se cayó y no pudo tocar el balón que se dirigió a la media luna del área donde estaba Luis Enrique. El asturiano sacó un trallazo con la izquierda que rebotó en un defensor polaco. Entre la nube de jugadores que había en el área, el balón le llegó a Quico que acababa de levantarse, recibiéndolo con su izquierda y rematándolo con la derecha a la red para abortar la prórroga.

El mérito del fútbol español despertó aquel día de la hazaña de Amberes. Cuando Amavisca saltó al campo, Miera no le dijo nada de que arrollara a los polacos, como Belauste, pero el que años después sería jugador del Racing hizo alquimia convirtiendo en oro la plata desgastada de una furia a la que ya no haría falta recurrir.

sábado, 7 de agosto de 2021

El pasiego de la primera medalla

Correr, correr, correr. El ritmo ha enloquecido y la carrera se ha transformado en un sálvese quien pueda. Llega un momento en que ni la cabeza, ni el corazón, ni los pulmones pueden controlar ese esfuerzo que reta a la naturaleza humana. Aunque lo parezca, nadie huye. Es el instinto de alcanzar la meta.

En los Salesianos de Zaragoza nadie imagina cuál es la meta del delantero centro del equipo de fútbol. Es un chaval interno con aires rurales que pone empeño en cada partido, corriendo de arriba abajo sin descanso. Dicen que viene de un valle recóndito de las montañas de Cantabria, donde cuidaba vacas, subía y bajaba agua y leña por las cabañas y cuatro veces al día trotaba por los más de tres kilómetros que separaban su casa de la escuela. Con la sangre paterna de la Vega de Pas y la materna de Sampedro, aquel chaval de 14 años decía con orgullo que era pasiego. Y aunque corría mucho, nadie pensaba que su origen le pudiera convertir en un gran futbolista. Tampoco hubo ocasión de demostrar lo contrario, porque en el camino de aquel hipotético destino de José Manuel Abascal (Alceda, 1958) se cruzó un profesor de Tecnología, D. Jenaro Bujeda, que como responsable del equipo de atletismo, andaba desesperado por el colegio buscando al último integrante del equipo para participar en un cross. “¿Cuántos metros dice que hay que correr?”, preguntaba aquel joven futbolista al que casi le da un patatús al oír la cifra de tres mil. No se creía capaz de aguantar tanto, pero aquel profesor daba la asignatura más hueso del curso y decir que sí podía ayudarle a aprobarla. 

La primera carrera

Aquello de ‘veni, vidi, vici’ no fue exclusivo de Julio César. También José Manuel Abascal llegó, vio y venció. Calzando unas viejas botas de fútbol ganó la prueba. Pero fue en la siguiente carrera cuando José Manuel se enganchó al atletismo. Todo por un trofeo que despertaría su talento y su avidez de victorias. Y no desaprovechó las oportunidades. Fue elegido para una concentración en La Toja y más tarde la Federación Española de Atletismo le proporcionó una beca en la Residencia Blume de Barcelona. Allí se puso en manos del preparador, Gregorio Rojo, y comenzó su feliz trayectoria.

Primeros éxitos

Fue campeón de Europa junior de 3.000 metros (1977), campeón de España y primer español en correr los 1.500 por debajo de 3:40. En esta misma prueba logró la plata en el Campeonato de Europa de pista cubierta y el oro en el Europeo al aire libre (1982). Al año siguiente repitió plata en la pista cubierta, consiguió el bronce en los Juegos del Mediterráneo y el oro en el Campeonato Iberoamericano. Sin saberlo, él ya había experimentado el entrenamiento de altura por las montañas del Pas cuando era un niño, pero su entrenador comenzó a aplicarlo en su preparación para los Juegos de Moscú. Abascal aumentó su resistencia en entornos con poco oxígeno en altitudes de México y los Alpes suizos. Luego pasaría largos días concentrado en los Picos de Europa pensando en los Juegos de Los Ángeles (1984).

En Los Ángeles

Era prácticamente imposible luchar por las medallas. En los 1.500 se imponía el imperio británico de Sebastián Coe, Steve Cram y Steve Ovett. En la primera ronda, Coe fue segundo en la segunda serie (3.45.30), Ovett ganó la tercera (3.49.23) y Cram la sexta (3.40.33). Pero el tiempo más rápido fue el del cántabro (3.37.68). Buena señal. Las semifinales se celebraron al día siguiente. Abascal ganó la primera con una excelente marca (3.35.70), por delante del norteamericano Scott (3.35.71), de Coe (3.35.81) y del keniata Joseph Chesire (3.35.83). En la segunda semifinal se impuso Cram (3.36.30).

La gran final

La final, sin jornada de descanso, se corrió el 11 de agosto. Los doce corredores formaron un abierto semicírculo para tomar la salida. Abascal, el cuarto más pegado al interior, era el más agachado, como si estuviera concentrado ante una prueba de velocidad. Había llegado a Los Ángeles para entrar en la final, lo había conseguido y estaba dispuesto a dejarse la piel en cada metro. Y así fue. 

El pistoletazo de salida despertó un ritmo lento, como temeroso y vigilante, hasta que pasada la primera vuelta el norteamericano Scott se puso en primera posición. Sabiendo de la velocidad final de los británicos, a Abascal le convenía un ritmo más rápido y rompedor, así que el pasiego tomó la cabeza a unos 600 metros de la meta estirando la carrera. Cuando sonó la campana de la última vuelta, Coe, Cram y Ovett eran los perseguidores del cántabro que mantenía un intenso ritmo. Ovett no lo resistió y abandonó. A falta de 300 metros Abascal seguía en primera posición. Cram intentó pasarle, pero Coe se adelantó y ambos superaron a Abascal. En los últimos metros, el ataque del cántabro se convirtió en una defensa numantina de su posición porque Joseph Chesire venía pisándole los talones. Parecía que huía, pero no estaba huyendo. En realidad, José Manuel Abascal miraba anhelante cómo la meta se iba engrandeciendo, cada vez más cercana, para entrar en la historia del atletismo español consiguiendo la primera medalla olímpica en pista. Y nadie fue capaz de arrebatársela a un pasiego.