“No corta el mar sino vuela”, que diría José de Espronceda del ‘flying dutchman’ (holandés errante o volador) con el que Jan Abascal se trajo el oro de los Juegos Olímpicos de Moscú (1980). Fue el primer oro de la vela española, un triunfo que tenía mucho de desquite, porque cuatro años antes, en los Juegos de Montreal, la rotura de una cincha privó a Abascal y al guipuzcoano Benavides de una medalla cuando ya habían conseguido ganar tres regatas. Pero en 1980, aquel barco de 6,05 metros de eslora, 1,70 de manga y tres velas, voló sin averías sobre las aguas de Tallin (Estonia) despeinando todas las expectativas de los rivales.
El regalo de su padre
Aquel oro fue un sueño para el deporte español que en la historia olímpica sólo había conseguido uno en los lejanos Juegos de Ámsterdam (1928), triunfo del equipo de hípica donde participó el jinete cántabro Julio García Fernández de los Ríos. Un sueño, el de Jan Abascal, para el que parecía estar predestinado, porque tener un padre carpintero de ribera, dedicado a construir pequeños veleros, puede marcar el destino de cualquier persona, y más si contemplaba absorto cómo día a día avanzaba la fabricación artesanal de aquel pequeño barco con el que Jan Abascal se estrenaría en las aguas santanderinas de San Martín. Así que, mientras algunos niños soñaban con grandes aventuras con sus barquitos de juguete en el estanque o con los de papel en algún charco, Alejandro Abascal García (Santander, 1952) las experimentaba en la bahía con nueve años a bordo del ‘cadete’ que su padre le había hecho y regalado por las buenas notas en el colegio.
Pescadores sacándole del agua
Provisto de su chaleco salvavidas y de los consejos paternos, las aventuras infantiles de aquel chaval consistían en intentar no volcar en cada maniobra, algo difícil de evitar en los comienzos donde caritativos pescadores le sacaban del agua empapado de ganas de repetir el embarque y corregir los fallos. Con aquella tenacidad marítima en la sangre, el joven Abascal descubrió los secretos del viento y de la navegación. Primero fueron los campeonatos sociales del Real Club Marítimo de Santander, luego las regatas juveniles donde se alzaría con el título de campeón de España de ‘Snipe ‘(1971), siempre con barcos fabricados por su padre, como en 1974, cuando con 22 años ganó el Mundial de ‘Vaurien’, velero que aún conserva como una reliquia.
La decepción de Montreal
Aquel mundial le cambiaría la vida. La Federación Española de Vela prestó atención al éxito y le propuso trasladarse a Palamós para preparar su participación en los Juegos Olímpicos de Montreal (1976). Tuvo que aplazar sus estudios de Física en la Universidad de Cantabria y cambiar la bahía de Santander por las aguas del Mediterráneo. La modalidad era el ‘flying dutchman’, una embarcación de orza móvil considerada como la fórmula 1 de la vela ligera que por su velocidad también acarrea serias dificultades de manejo. La preparación, más intuitiva y autodidacta que metódica tuvo sus frutos. En las aguas canadienses de Kingston, las primeras regatas colocaron a la pareja Abascal-Benavides entre las candidatas más serias para optar a las medallas, hasta que la rotura de una cincha de amarre desinfló las esperanzas relegándoles a la séptima plaza. La decepción del cántabro contrastó con la plata de su paisano Antonio Gorostegui en 470. Pero Abascal había aprendido muy bien a salir a flote cuando todo volcaba.
Seguridad de "gimnasia de cuello"
La preparación de Moscú contó con el motor de la experiencia. Abascal y el barcelonés Miguel Noguer como tripulante, hicieron podio en todos los mundiales hasta los Juegos. Se sentían seguros y favoritos. Cuidaron de los más insignificantes detalles. De las aguas bálticas de Tallin conocían las corrientes, los cambios de los vientos y no descuidaron los reglajes para saber la forma de navegar en cada prueba. Hasta las bromas y las risas pensaban en los Juegos. Hacían “gimnasia de cuello” para recibir con soltura el peso de la medalla. Y todo salió bien. El barco azul de los españoles se impuso de forma clara después de seis regatas, en las que quedaron primeros en tres de ellas, segundos en una y cuartos en dos. No hizo falta salir en la séptima. Ya eran campeones.
Como aquel oro de las divisas del Banco de España en 1936, la medalla de oro que Abascal se trajo de Moscú fue robada en su domicilio poco después. Menos mal que el COI le hizo llegar una réplica, aunque nadie podrá nunca quitarle aquel éxito ni el tesoro de haber aprendido a salir a flote en la vida cuando vuelca nuestra embarcación.