viernes, 22 de julio de 2016

Victorino Otero y el maldito caballo

Quien sabe de dolor, todo lo sabe. Quien sabe de sufrir, todo lo soporta. Así, sobre esas máquinas de sofisticadas torturas deportivas que a veces parecen las bicicletas, se educan los hombres más generosos con el esfuerzo. Pero tan sabio y tan estoico, aquel gran ciclista no pudo contenerse ante la tragedia de la injusticia. Y todo por un caballo desbocado de un guardia civil que le privó de la victoria final.

Victorino Otero Alonso nació en 1896 en la localidad leonesa de San Andrés de los Puentes y desde los nueve años vivió en Marsella, donde empezó a pedalear y ganar sus primeras carreras. Llegó a Santander en 1918 para cumplir el servicio militar en el Regimiento Valencia, y en Cantabria se disfrutó de su esplendor. Las autoridades militares le facilitaron el entrenamiento y él respondió con triunfos y más triunfos conquistando a la afición montañesa que le adoptó para honrarlo como ejemplo deportivo con el sobrenombre de ‘El Soldado’.

Los primeros españoles en acabar el Tour

En 1924, tras quince días de una dureza extrema y 5.425 kilómetros de recorrido, logró terminar el Tour de Francia en compañía del catalán Jaume Janet. Quedó en el cuadragésimo segundo lugar, pero ambos se convirtieron en los primeros españoles en terminar aquel tormento deportivo de barro, polvo, diarreas y supremo esfuerzo que parecía destinado a hombres de otra estirpe. Y así, de otra estirpe, sabio y experimentado de dolor y sufrimiento, participó el año siguiente en la Vuelta a Andalucía, dispuesto a enfrentarse en cinco etapas a 735 kilómetros compitiendo con los grandes del ciclismo español de la época, como los vizcaínos Segundo Barruetabeña y Domingo Gutiérrez, el madrileño Telmo García y el abulense, Ricardo Montero.

En la primera etapa, entre Sevilla y Córdoba, Montero aprovechó sus dotes de escalador y llegó a la meta con 11 segundos de ventaja sobre su máximo rival, Victorino Otero. En la segunda, el leonés afincado en Cantabria impuso un ritmo frenético, se escapó en solitario y consiguió ser el líder con 30 segundos de ventaja sobre Montero. La tercera etapa, entre Málaga y Algeciras, se decidió al sprint a favor del madrileño Telmo García, sin que variara la clasificación general, igual que en la cuarta, entre Algeciras y Cádiz, que de nuevo ganó al sprint, Telmo García. A falta de la última jornada entre Cádiz y Sevilla, Otero mandaba en la general con una ventaja de 27 segundos sobre Montero.

El desastre de la última etapa

En la última etapa llegaría el desastre. El pelotón se mantuvo compacto hasta el tramo final. Hubo algún intento de escapada, pero Otero respondió al ataque controlando a su inmediato seguidor en la general, a Montero, hasta que se llegó al sprint final y un caballo de un guardia civil que procuraba el orden entre la multitud, se desbocó entrando en la carretera sin que Victorino Otero pudiera evitarlo, atropellándolo y cayendo al suelo. Tras el impacto, magullado y enojado, se levantó enseguida para entrar en la meta. Pero cuando comprobó que los jueces le habían cronometrado 32 segundos con respecto a la entrada de Montero, a pesar de la escasa distancia entre el lugar de la caída y la línea de meta, Victoriano no pudo contenerse ante la tragedia de la injusticia. Se quejó airadamente a los jueces, pero su reclamación no prosperó. La Unión Velocipédica Española (UVE), antecedente de la Federación Española, declaró ganador a Montero y sancionó con seis meses de suspensión a Otero por “el acto antideportivo” ocurrido el día de reparto de premios “al insolentarse con los jurados de la carrera, profiriendo frases incorrectas dirigidas a las autoridades que formaban parte de la mesa”.

Quien sabe de dolor, todo lo sabe. Quien sabe de sufrir, todo lo soporta. Pero ningún ciclista fue capaz de esquivar en pleno sprint la invasión de un caballo desbocado de un guardia civil, ni la ceguera de unos jueces insolentes con la realidad.

miércoles, 20 de julio de 2016

El vallista que descubrió el ataque

Alvin Kraenzlein
En la carrera obsesionada por llegar el primero, los obstáculos en el camino son una maldición inoportuna. No valen los rodeos, ni los derribos, porque perder un segundo también supone perder demasiados metros. Sólo queda interrumpir a saltos el ritmo de las zancadas y continuar avanzando a trompicones. Hasta que un temperamento aguerrido se propuso retar a la maldición, convertirla en insignificante y correr con dignidad, no como saltamontes resignados al contratiempo.

De ascendencia germana, Alvin Kraenzlein nació en 1876 para cambiar la forma de correr y de saltar. Estadounidense de Milwaukee (Wisconsi), estudió en la Universidad de Pensilvania, y en ese ambiente se consagró como uno de los atletas más rápidos, completos y versátiles, especializándose en las carreras de vallas y en el salto de longitud.

No soportaba que, como ocurría desde las primitivas carreras de Oxford, la mecánica en el salto de vallas interrumpiera bruscamente la velocidad del corredor, así que Kraenzlein se propuso remediarlo buscando otra manera de enfrentarse al obstáculo. Lo logró lanzando una pierna extendida como una lanza (ataque), inclinando el tronco hacia adelante y replegando la pierna de impulso con la rodilla en alza para esquivar la valla como una caricia. Con aquella técnica de ataque y caricia, Alvin estableció los últimos récords mundiales de 110 metros vallas y 200 metros vallas del siglo XIX, marcas que perduraron bastantes años. Desde entonces, ya no se habló más de saltar las vallas, sino de pasarlas.

Los Juegos de París (1900)

Alvin Kraenzlein era uno de los atletas más populares cuando acudió a los Juegos Olímpicos de París de 1900, los más desafortunados de la historia desde el punto de vista de la organización, ya que se diluyeron en el oropel de la gran Exposición Universal, de tal manera que no hubo ceremonias de inauguración ni de clausura. Fue un grave error de Coubertin, que vio cómo las competiciones se devaluaron en su ciudad natal como simples espectáculos circenses que además sufrieron una prolongada duración de más de cinco meses, entre el 14 de mayo y el 28 de octubre, perdiendo por ello gran parte de su interés. Pero el atletismo, gracias entre otras cosas a la participación de Kraenzlein, pudo sostener la atención del público que acudió a las pistas del Bois de Bolougne para ver a los mejores corredores, saltadores y lanzadores del mundo.

La primera final en la que actuó Kraenzlein, la de los 110 metros lisos, fue emocionantísima. Su nueva técnica ya se había divulgado entre sus compatriotas, entre ellos John McLean, que se adelantó desde los primeros metros y fue en cabeza hasta la última valla, cuando Kraenzlein le alcanzó y le rebasó, sacándole medio metro de ventaja en la línea de llegada. También participó en la prueba de velocidad, los 60 metros lisos. Alvin ganó marcando un tiempo de siete segundos justos, con el también norteamericano, John Walter Tewksbury en segundo lugar. Ese mismo día, y con más claridad, sería campeón de los 200 metros vallas, salvando los diez obstáculos de 76 centímetros de altura en 25 segundos y cuatro décimas.

Polémica con agresiones

Pero sería el salto de longitud la prueba más polémica y controvertida. Kraenzlein no sólo era el favorito de las pruebas de vallas. El año antes había batido el récord mundial de salto de longitud volando sobre 7,43 metros, aunque poco antes de llegar a París, su compatriota, Myer Prinstein, saltó 7,50 metros. La rivalidad entre ambos saltadores y sus seguidores llegaría a su punto álgido en las pistas parisinas. En las normas del concurso se especificaba que las marcas de la clasificación servirían para la final, y en esa fase, Prinstein fue el mejor con un salto de 7 metros y 175 centímetros. Pero los organizadores fijaron la fecha de la final el sábado, 14 de julio. Prinstein, que profesaba la religión judía, no compitió por respeto al sabbat y porque confiaba en que su rival no lo haría, pero Kraenzlein, de religión cristiana, lo hizo superando a su gran competidor por un centímetro. El triunfo de Kraenzlein irritó tanto a Prinstein que éste, desde las gradas, saltó a la pista y llegó a agredir al campeón, pelea que se propagó entre los seguidores de ambos atletas.

En la carrera obsesionada por llegar el primero, los obstáculos del camino son una maldición inoportuna, pero aquel atleta nunca soportó que nadie le interrumpiera su ritmo de vencedor, ni siquiera en sábado. Kraenzleim consiguió en París cuatro triunfos olímpicos individuales en las pruebas de atletismo, un récord que aún no ha sido superado. Su temperamento aguerrido se propuso retar a la maldición y lo consiguió, lanzando una pierna extendida como una lanza o convirtiendo en insignificantes las fiestas o vallas que no pudieron superar los resignados al contratiempo.

martes, 19 de julio de 2016

El fútbol descalzo del paraíso

Es el lugar donde nacen y mueren los futbolistas de Santander. Las olas allanan su terreno de juego, las mareas deciden su anchura y los montículos de arena forman las porterías. En este juego a la orilla del mar, la naturaleza exige jugar como Dios creó al hombre, a su imagen y semejanza, persiguiendo la equidad esférica de aire con los pies descalzos, desnudos e iguales, uniformados en la sencillez y despojados de cualquier protección para el sufrimiento. Porque el contacto con la pelota debe ser una caricia, no un castigo.

Nunca la playa está tan hermosa como cuando por las mañanas, en la bajamar, se instalan decenas de arquitecturas -puertas abiertas desde las que se trazan líneas paralelas y perpendiculares- y se pueblan de alevines de futbolistas o de veteranos que no se resignan a perder la juventud. 

Rafael Sanz Fraile nació en 1910, cuando los pioneros del fútbol en Santander jugaban en los Arenales de Maliaño, los mismos que Gerardo Diego rellenó con la arena de sus versos alrededor de un balón de fútbol. Con 15 años jugaba en el Aring de Miranda, un equipo de amigos de su barrio donde actuaba de portero. En 1926, con otros amigos, cambiaron el nombre del Aring por el del Rayo Sport Miranda, y muy pronto su iniciativa, madurez y seriedad le convirtieron en el principal líder del equipo, siendo su presidente desde 1928, cuando el Rayo se formalizó participando en su primera competición de importancia: El Campeonato Infantil de El Cantábrico.

El Rayo Cantabria y sus grandes jugadores

Entre la multitud de entusiastas y románticos que dedicaron sus vidas al fomento del fútbol en Cantabria, es imposible encontrar a un hombre que destaque tanto como Rafael Sanz, creador y alma del Rayo Cantabria. Su amor por el Racing, que mantuvo siempre como referencia última de todos sus jugadores, fue tan desprendido que en 1950 cedió la presidencia y dejó a su equipo “en las buenas manos” del Racing, que lo adoptó como club filial, convirtiéndole en el más fructífero vivero de jugadores para el primer equipo. Sólo hay que recordar el amplio repertorio con el que se enriqueció la plantilla racinguista: Joven, Germán, Zamoruca, Marquitos, Gento, Miera, Zaballa, Santamaría, Abel, Alba, Francisco Javier Aguilar, Camus, Cantudo, José Ceballos, Chiri, Manolo Díaz, Esteban Torre, Fermín, Geli, Gelucho, Lolo Gómez, Juan Carlos Pérez, Juan Carlos García, Liaño, Moncaleán, Moro, Pacheco, Pardo, Preciado, los hermanos Roncal, Santi, Sañudo, Saras, Sebas, Somarriba, Trueba, Víctor Diego, Villita, Nando Yosu, Isidro, Álvaro, Munitis…

El Torneo Los Barrios

Pero la creación del Rayo y su valiosa donación al Racing no fue la única aportación al fútbol de Rafael Sanz. También fue precursor de otras importantes actividades que sin duda fomentaron el desarrollo deportivo entre los jóvenes en una época tan delicada como la posguerra. En 1946, en colaboración con los órganos federativos y el diario Alerta, puso en marcha el I Torneo Los Barrios, una competición para menores no federados que tuvo una gran acogida, siendo catalizador de descubrimientos de grandes futbolistas.

Y como complemento para extender la edad de los jugadores a la competición, descubrió el fútbol del paraíso. Fue en San Sebastián, contemplando cómo en la playa de La Concha multitud de futbolistas veteranos disputaban partidos. Jugar en la playa fue algo que pudo llevarse a cabo gracias a la aparición de los balones de plástico. ¿Por qué no hacerlo en El Sardinero con los chavales entre 12 y 15 años que no podían jugar el Torneo Los Barrios?

El Campeonato de Fútbol Infantl Playero

Y una vez más, siguiendo la vocación de ayudar siempre a la cantera, en 1951 se puso en marcha, con la autorización del Frente de Juventudes y la colaboración de la Peña Óscar, el I Campeonato de Fútbol Infantil Playero, Trofeo ‘Rafael Sanz’.

Las playas de El Sardinero fueron un paraje ideal para la formación futbolística de los más pequeños. Fue un éxito que aún perdura y que años después también se extendería a los jugadores veteranos. Con el apoyo de la Peña Óscar, Rafael Sanz, vinculado a una familia de grandes pintores y dibujantes, también organizaría concursos infantiles de carteles para el campeonato playero, además de un cross infantil que se celebraba en la misma playa de El Sardinero.

Nunca la playa está tan hermosa como cuando por las mañanas, en la bajamar, se instalan decenas de arquitecturas -puertas abiertas desde las que se trazan líneas paralelas y perpendiculares- y se puebla de alevines de futbolistas o de veteranos que no se resignan a perder la juventud. Allí nacen y mueren los futbolistas de Santander, a la orilla del mar, entre olas, atracción de mareas y arena mojada, con los pies descalzos, desnudos e iguales, uniformados en la sencillez y despojados de cualquier protección para el sufrimiento. Porque el contacto con la pelota debe ser una caricia, no un castigo. Así es el fútbol del paraíso que Rafael Sanz legó al deporte de la ciudad.

lunes, 18 de julio de 2016

El baloncesto de Mario Camus

Mario Camus (izquierda) y Maxi García
Fue el momento clave. En el pabellón polideportivo cesaron los chirridos de las zapatillas sobre el suelo, los botes del balón, sus golpeos sobre el tablero y sus rápidas caricias rozando la red de los aros. El entrenador les había llamado y todos le rodearon en silencio.

Con su acento platense conquistó la atención y sus palabras entraron como una limpia canasta de tres puntos: “Hay que saltar y correr para notar que se aprende cada día, que tiene sentido la preparación. Y cuando notéis todo ello, tendréis la sensación de que estáis viviendo. Importa estar vivo. Pensadlo. Repetidlo cuando ya no podáis más. Hay que seguir. Seguir, aunque no se vaya a ninguna parte”.

El espíritu del baloncesto ya había penetrado años antes en el interior de Mario Camus (Santander, 1935). Quizás por eso se animó a dirigir y a estrenar en 1985 la película ‘La vieja música’, protagonizada por Federico Luppi, Charo López, Antonio Resines, Francisco Rabal y los jugadores del Breogán de Lugo. El entrenador (Federico Luppi), en realidad buscaba recuperar un viejo amor y por eso lanzó a sus pupilos aquel mensaje de perseverancia, mientras que Mario Camus, con aquella película, acaso intentó recuperar parte de su juventud, cuando se convirtió en uno de los mejores jugadores de baloncesto que tuvo el Santander de los inicios de este deporte, coincidiendo con el apogeo de las desaparecidas instalaciones del Frente de Juventudes de la calle Vargas, que por cierto tuvieron el honor de estrenar las primeras canastas de hormigón en España. Eran cuatro plantas que, además del polideportivo cubierto, albergaría la primera piscina bajo techo de la ciudad. Estaban escoltadas por una pista donde se practicaba el baloncesto y por otra donde se jugaba a los bolos. Aquellas instalaciones de la Alameda de Oviedo, que también se llamaban así, fueron cuna de una renovada generación de deportistas y clave para perfeccionar las habilidades baloncestísticas de Camus.

Lectura, cine y deporte

El director de películas como ‘La colmena’ o ‘Los santos inocentes’, tuvo en su juventud tres grandes aficiones: la lectura, el cine y el deporte. Comenzó a jugar al baloncesto en 1950 en el Imperio F. J. y luego, aprovechando sus estudios en el colegio La Salle, en el juvenil de este centro que se fusionaría con el Frente de Juventudes de Santander. Fue en este equipo donde destacaría participando en diversos campeonatos de España, aunque en algunos no pudo acudir a la fase final requerido por el equipo de natación, disciplina donde Mario también sabía desenvolverse como pez en el agua.

En 1953 fue subcampeón de España de Baloncesto del Frente de Juventudes después de derrotar a La Coruña (51-46), Valencia (44-36) y caer en la final con el potente equipo de Madrid (73-51). En aquel equipo, además de Camus, jugaban Evaristo, Urtiaga, Moreno, Maxi García, Rafa Garayo, Higuera y Aja. En 1954, con el también cántabro Maxi García, se proclamó campeón de Europa en los Juegos Escolares de FISEC (Federación Internacional de Deportes de Escuelas Católicas).

Camus continuaría jugando a baloncesto cuando se trasladó a Madrid a estudiar Derecho. Formó parte del equipo del Colegio Mayor José Antonio, con el que sería campeón de España, y fue seleccionado para el equipo nacional del SEU (Sindicato Español Universitario), jugando varios partidos de carácter internacional, como el disputado contra Brasil al que España derrotó por 49-44, con compañeros como Trujillano, Alfonso, Imedio, Sanz, Escrig, Muñoz y Bonet.

El baloncesto de su juventud comenzaría a alejarse de la vida de Mario Camus cuando ingresó en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas de Madrid, la escuela oficial de cine de entonces. Fue un momento clave para su carrera profesional, porque cesarían los chirridos de las zapatillas sobre el suelo, los botes del balón, sus golpeos sobre el tablero y sus rápidas caricias rozando la red de los aros. En su lugar aparecieron las claquetas, el rebobinado de rollos, los magnetoscopios y el tumulto de grúas y jirafas en la filmación.

Y como en el baloncesto, también en el cine Camus comprendió el valor del equipo. Detrás de sus exitosas series de televisión y más de 30 películas, reconocería el mérito de todas las personas que participan en la elaboración de cada obra. Ése fue su principal argumento en el discurso de la gala de los Premios Goya de 2011, cuando recibió la estatuilla de honor y apareció en la pantalla una de sus frases: “Un oficio al que quieras y respetes te puede ayudar a vivir”. Como el consejo de un entrenador de baloncesto que entra como una limpia canasta de tres puntos: “Hay que saltar y correr para notar que se aprende cada día, que tiene sentido la preparación. Y cuando notéis todo ello, tendréis la sensación de que estáis viviendo. Importa estar vivo. Pensadlo. Repetidlo cuando ya no podáis más. Hay que seguir, seguir, aunque no se vaya a ninguna parte”.

domingo, 17 de julio de 2016

Arriquión y su agonía invencible

En la parte central del estadio, los dos luchadores esperaban el combate final mirándose fijamente a los ojos, tanteando quién sería el primero en retirar la mirada. Fue Arriquión quien lo hizo, aunque no por falta de entereza, sino por dejarse llevar por el vuelo de unas palomas que surgieron tras el rostro de su adversario, el gigante Eurymenes de Opunte. Aquello lo interpretó como una señal favorable y se arrodilló, inclinando la cabeza. Rogaba a los dioses por la victoria cuando observó una insignificante hormiga que recogió entre sus dedos. Luego se levantó erguido, y ofreciéndosela en sacrificio a Zeus, la aplastó desafiante contra su frente, haciendo estallar voces exaltadas que se repitieron como una cascada: “¡Arriquión el invencible!, ¡Arriquión el invencible!”. Se vivían los días más calurosos del verano del año 564 antes de Cristo y, como cada cuatro años, los pueblos griegos se reunían en paz para exaltar el antagonismo en los Juegos de Olimpia, la ciudad sagrada.

Arriquión había nacido en Figalia, ciudad empobrecida por sus guerras contra espartanos y aqueos, en el seno de una familia de humildes labradores. Además de una talla y peso destacable, sus cualidades como luchador le otorgaron una enorme pericia para improvisar golpes y presas que desconcertaban a sus rivales, algo que aplicaría con éxito al pancracio, una modalidad menos elegante que la lucha o el pugilato, donde no había normas y se permitía todo tipo de golpes y lesiones.

El espectáculo tan desatado de la desnudez humana expuesta a puñetazos, patadas, llaves, torceduras, dislocaciones y estrangulamientos, incomodaba a las clases más tradicionales y pudientes que veían en este tipo de lucha salvaje algo indecoroso e insultante hacia el mismo Zeus. Además, Arriquión, como la mayoría de los mozos brutales que practicaban el pancracio, era tosco e inculto, procedente de las zonas más retrasadas de Grecia, y al entender de algunos, no merecía el alto honor de la victoria olímpica.

Invencible

Pero ese honor, congratulado e insistente, descansaba en aquel hombre que jamás había perdido un combate y comenzaba a ser considerado como un semidiós. Desde que los Juegos incorporaron la modalidad del pancracio, nadie había logrado repetir el triunfo, y Arriquión, no sólo lo había conseguido hacía cuatro años, sino que ahora llegaba para intentarlo por tercera vez, y como ‘triastres’, tener derecho a una escultura de mármol que prolongaría el recuerdo inmortal de su nombre. Nada molestó tanto a quienes renegaban del pancracio y de la fama de Arriquión. Así que tres noches antes del inicio de los Juegos, y fuera de sus actos litúrgicos, miembros de conocidas familias aristocráticas de Olimpia, sacerdotes, antiguos entrenadores y ‘hellanódicas’ (jueces de los Juegos), ascendieron hacia el bosquecillo del Altis, donde se encontraba el gran altar de Zeus, para rogar por la muerte de Arriquión. Tras el sacrificio de reses y la ofrenda de tesoros, se proclamaron los augurios y se profetizó que Arriquión moriría durante los Juegos.

Filóstrato de Lemos dejó escrito los detalles de aquel combate. El de Figalia sufrió una presa mortal cuando el codo de su rival le ahogó rodeándole su garganta e inmovilizó sus piernas con las rodillas y pies. Su duración levantó un murmullo de comentarios que esperaban que el dedo índice se elevara en señal de rendición. Pero Arriquión, embotados sus sentidos, seguía sin rendirse, mientras su oponente, acaso fiándose del triunfo, cometió el error de aflojar las piernas. Fue cuando Arriquión de Figalia “apoyándose con todo su peso sobre el costado izquierdo, apretó con su pierna replegada el pie de su adversario, retorciéndoselo con fuerza hasta desencajarle el tobillo”. Sin aliento y en los estertores de su agonía, Arriquión logró contener una fuerza increíble con la que fracturó el dedo gordo del pie de su rival, produciéndole tanto dolor que obligó a éste a declararse vencido.

Inmóvil en el suelo

El bullicio de quienes contemplaron tal escena, fue apagándose a medida que Arriquión continuaba en el suelo, inmóvil, sin levantarse tras su sorprendente victoria, convirtiéndose en pesado silencio cuando anunciaron que había muerto. No se admitió la reclamación de Eurymenes de Opunte, que ante el fallecimiento de su rival pretendía ser el ganador, ya que él mismo se había derrotado al alzar su dedo en señal de rendición. Así que el heraldo dio publicidad oficial del veredicto y ciñó la frente del cadáver con una cinta de lana, a la espera de que en la ceremonia final, junto con el resto de los campeones, recibiera la corona de olivo.

Aunque los detractores de aquella prueba salvaje se impusieron, y el pancracio se retiró de los antiguos juegos olímpicos, la memoria de aquel luchador perduró sólida como el mármol de su estatua que se erigió solemne en el templo de Figalia.

Durante varios siglos, aquella tregua sagrada que paralizaba guerras y unía a los pueblos de Grecia, siguió guiando por el sendero del cauce del Alfeo a los mortales dignos de entrar en el Olimpo. Y cuando la falange de atletas, procedentes de Elis, llegaba cada cuatro años a los pies del monte Cronos, la muchedumbre seguía buscando entre ellos las hechuras de aquel luchador que fue capaz de derrotar a su adversario después de morir: Arriquión de Figalia, Arriquión el invencible, Arriquión el inmortal.

Los remos en alto de los pedreñeros

Hunde el remo doblándolo como vara de avellano. Las dos embarcaciones están demasiado cerca y sus palas casi se tocan. Apenas se ha iniciado el bogar para completar las cuatro millas. No sabe qué es más salado, si el sudor de su frente o el salitre que el viento le quema la cara. Tampoco sabe cuál es el ritmo que impulsa su tronco y sus brazos, si los gritos del patrón marcando las paladas o el crujir de los estrobos y toletes. O acaso los octosílabos del poeta: “Avante, pues, pedreñero,/ boga, boga, más y más,/ que el mar se torna espumero/ do rima trovas el viento/ de tus remos al compás…”

Se han preparado a conciencia para batirse en el agua. Cuando los barcos llegaban de la pesca y dejaban en el muelle los carpanchos de sardinas y chicharros, ellos salían de nuevo a mar abierta, a ejercitarse hasta las Quebrantas y la Isla de Santa Marina. Y por fin llegó el gran día, el 21 de septiembre de 1919. 

La prueba tiene garantías de seriedad. Está organizada por el Club Náutico Montañés, con la siempre excelente disposición del marqués de Valdecilla, Ramón Pelayo, donante de una copa de oro que lleva el nombre del rey: la Copa Alfonso XIII. Además de la copa, el ganador recibirá un premio en metálico de 500 pesetas. Participan cinco embarcaciones: ‘La Flor’, de las Presas; ‘María Cruz’, de Peñacastillo; ‘Rosalía’, de Santander; ‘María de los Ángeles’ de San Martín y los ‘Santos Mártires’ de Pedreña. Esta última es la que está patroneada por Ti-Alfredo (Alfredo Bedia Vélez), hombre curtido por el viento y los soles del Cantábrico que en 1895 ganó como remero la famosa bandera de Los Cabildos. En su barco de pedreñeros hay varios familiares suyos, como sus hermanos, Generoso y Antolín Bedia, y sus hijos, Julio, Hilario y Venancio Bedia Sota. También reman otros Bedia, como José Bedia Sierra, que años más tarde sería el afamado patrón Pepe Bedia, así como los hermanos Román y Jacinto Castanedo Bedia y Amalio Bedia Rodríguez. El resto de los doce remeros de los ‘Santos Mártires’ son Esteban Portilla Oria, Diego Portilla Portilla y Manuel Corino Teja.

Suena el cañonazo

A las cinco y doce minutos suena el cañonazo y comienza la regata. Las camisas blancas de los remeros esconden brazos de cabria y pechos de fuelles. Sus caras de bronce viejo se arrugan dibujando expresivas muecas de esfuerzo. La boga es vigorosa desde el principio, y aunque nadie es capaz de asegurar qué trainera ha tomado la delantera, algunos intuyen que es la proa de los ‘Santos Mártires’ la que recorta el agua con más filo.

Cuando llegan a la primera boya se confirma la previsión. Los pedreñeros entran y salen de la maniobra en primer lugar. Luego le sigue ‘La Flor’ a una distancia de un largo aproximadamente, y en tercer lugar, con una ciaboga bastante deficiente, navega la ‘María Cruz’, que poco después, a unos cuatrocientos metros de la primera boya, abandona la regata. La pugna entre los ‘Santos Mártires’ y ‘La Flor’ deja atrás a la otra traina, mientras que los pedreñeros aumentan la ventaja sobre sus seguidores.

A punto de enfilar la línea imaginaria de la llegada, alguien cuenta 45 paladas por minuto, y en esa boga profunda, el barco de Pedreña entra victorioso mientras el aire se escandaliza con aplausos, lanzamientos de cohetes y sirenas de los barcos que han contemplado la lucha de los hombres de mar en los muelles santanderinos. Es cuando los remos se desarman, flotando descansados, arrastrados e inertes por la inercia del navegar y luego, recuperados y altivos, se alzan en señal de triunfo, como mástiles que esperan vestirse con una bandera.

Aún jadean los remeros, dudando si es más salado el sudor de su frente o el salitre que el viento les quema las caras. Tampoco saben cuál fue el ritmo que impulsó sus brazos, si los gritos del patrón marcando las paladas o el crujir de los estrobos y toletes. O acaso haya sido el de los octosílabos del poeta: “En alto tienen los remos/ y más en alto las frentes,/ y aún vienen bogando lejos,/ admirados y maltrechos,/ los que creyeron vencerles…” 

Aquella tripulación fue el principio de una serie de éxitos que convertirían a la S. D. de Remo Pedreña en el orgullo del Cantábrico. Ganó el primer campeonato de España de Traineras celebrado en Portugalete en 1944, logrando el triunfo también en 1947, 1948, 1965, 1966, 1967, 1968 y 1970. En 1945 fue la primera embarcación no vasca que obtuvo la Bandera de la Concha, que también conseguiría en 1946, 1949, 1976 y, por qué no decirlo, también en 2005, porque la justicia del esfuerzo en la mar siempre se impondrá a los caprichos partidistas de jueces de regata que no saben perder. Así que, incluso aquel día, los remos inertes por la inercia del navegar, se recuperaron altivos para alzarse en señal de triunfo, como mástiles que esperan una bandera que siempre flameará al son de la lírica épica: “Por Cantabria, que tiene por galas/ los harapos de sus navegantes,/ levantad, remadores, las palas/ de los remos como armas triunfantes…”

Balones de guerra y paz


Mientras se espera la orden de los oficiales, el silencio absoluto genera pensamientos que invitan a continuar mudos. Las trincheras parecen esbozos de una fosa común repleta de caras lívidas y atemorizadas que saben que muy pronto serán cadáveres esparcidos en tierra de nadie. Por eso necesitan un estímulo para correr, avanzar, olvidar y soñar que se puede engañar a una muerte segura. O para detener la carrera, llenarse de valor y creer que es posible cambiar el odio por un partido de fútbol.

El capitán Wilfred Percy Neville, un joven inglés de 22 años que había sido ‘suportter’ del Everton F. C., había preparado a sus hombres para ese gran momento de correr, avanzar, olvidar y soñar que se puede engañar a una muerte segura. Tomó con sus manos uno de los balones de fútbol reglamentario que había comprado en Londres, y con un potente chut, comenzó a escribir la victoria de una batalla. Y todos saltaron enloquecidos tras el balón, mientras sonaban los disparos, las ráfagas de las ametralladoras y los secos y terribles cañonazos de los alemanes.

El capitán terminó destrozado por un proyectil y sus restos se esparcieron por un campo sembrado de cadáveres. Pero él y su balón se convirtieron en símbolos de heroísmo. Los aliados ganaron una de las batallas más largas y sangrientas de la historia de las guerras, la batalla de Somme, donde hubo un millón de muertos por ambos bandos. Dos de los cuatro balones adquiridos por el capitán Neville, aún se conservan en museos militares británicos.

La Nochebuena de 1914

Pero no todos los balones tuvieron la misma suerte. En la Nochebuena de 1914, también en el frente occidental de la Gran Guerra, los soldados prefirieron dar la espalda a la heroicidad convencional. El alto mando alemán, por iniciativa del káiser Guillermo II, hizo llegar al frente árboles y luces de Navidad para levantar la moral de su ejército. Con los abetos llegaron raciones de pan, alcohol, tabaco y salchichas. De esta manera, la línea de trincheras alemana apareció iluminada cuando vino la noche y sus soldados comenzaron a cantar villancicos. Los británicos y franceses, atónitos ante lo que estaban viendo y escuchando, no resistieron la tentación de dejarse llevar por las melodías, entre ellas la popular ‘Noche de paz”, y respondieron uniéndose a los cánticos en su propio idioma.

Dicen que fueron los alemanes los que llevaron la iniciativa de aquel gesto espontáneo que pasaría a conocerse como la Tregua de Navidad, y que se extendió por varios lugares donde los enemigos mantenían escasa distancia entre sí, llegando a compartir comida, bebida, tabaco e incluso fotografías familiares. Y en varios de esos lugares, la aparición de un balón proporcionó la oportunidad de disputar uno de los partidos de fútbol más bellos que se haya jugado nunca. Incluso en uno de ellos, se supo que los alemanes ganaron tres a dos a los aliados. 

Pero ninguno de aquellos balones se guardaría en los museos. Las noticias de aquel revolucionario impulso de paz, no fueron bien recibidas por los altos mandos de ninguno de los ejércitos, y mucho menos aquel partido de fútbol más que amistoso. Se confiscaron buena parte de las fotografías y cartas que hablaban de ello, aunque el famoso ‘Daily Mirror’ publicaría la noticia en primera página. Se prohibió tajantemente mantener relaciones con el enemigo que no fueran los disparos, y por parte francesa, se llegaron a fusilar a varios participantes de aquella tregua.

Mientras se espera la orden de los oficiales, el silencio absoluto continua generando pensamientos que invitan a continuar mudos. Las trincheras parecen esbozos de una fosa común repleta de caras lívidas y atemorizadas que saben que muy pronto serán cadáveres esparcidos en tierra de nadie. Por eso necesitan un estímulo para correr, avanzar, olvidar y soñar que se puede engañar a una muerte segura. O para detener la carrera, llenarse de valor y creer que es posible cambiar el odio por un partido de fútbol en Navidad. Es cuestión de jugar con balones de guerra o balones de paz.

El dios del emboque

Después de limpiarla y acariciarla con la yema de los dedos, ha acercado la bola a su cara. Parece que habla con ella, convenciéndola para que se dirija al punto exacto que el jugador sólo presiente. Luego la reverencia con una flexión de todo su cuerpo para, finalmente, elevarla al cielo con la incertidumbre de una plegaria.

“Pequeño, pero no flojo”, decían de aquel hombre menudo cuando se acercaba a la bolera y levantaba un murmullo de admiración. Rogelio González Viñoles (1896-1960), vecino de Bielva, lanzaba las bolas como nadie. Cuando éstas se alzaban al aire, el público respiraba al unísono preparado para emocionarse ante cualquier inimaginable filigrana bolística.

“Pequeño, pero no flojo”, Rogelio González siempre llevó a las boleras unas manos curtidas y grandes, una semblanza humilde y una sonrisa honrada. Por eso sus emboques resultaron ser mágicos. Quizás no sea una casualidad que entre todos los bolos, precisamente el pequeño sea el único diferente a los demás, pero el que mayor grandiosidad aporta.

Manuel Llano y el emboque

Entre estirpias de panojas, parejas de bueyes, huertos de alquiler y gamellas relucientes, nació, en Sopeña, Manuel Llano, el hombre que supo describir con sencillez y ternura la estampa rural poblada de colores y leyendas. Desde la humildad de lazarillo de su padre ciego, desde su primer empleo a los diez años como sarruján en los montes de Cabuérniga, Manuel Llano decía que “lanzar bien los buenos pensamientos, es lo mismo que hacer emboques en la bolera”, y añadía sobre el estelar desenlace de los bolos: “Vencer por virtud, por inteligencia, por humildad, por afecto, por energía, es hacer en la bolera de la historia unos emboques resonantes, ejemplares, inolvidables...”

Rogelio González, ‘el Zurdo de Bielva’, se apretó el cinturón de sus anchos pantalones, se ató el último botón de su camisa blanca, se caló la boina y con las bolas con las que acudía a los concursos, se llevó el contenido de las palabras del escritor cabuérnigo. Sus emboques fueron “resonantes, ejemplares, inolvidables...”

Aunque su apodo le señala como zurdo, lanzaba indistintamente con las dos manos, y su facilidad para enfilar y derribar bolos obligó a que se birlara con la misma mano con la que se tira, tanta ventaja tenía el mítico jugador ambidiestro. Pero ninguna norma se interpuso ante su extraordinaria habilidad para embocar, a la mano o al pulgar. Quizás se debiera a su aire caribeño, que embrujaba las bolas que tocaba, y nadie duda de que la excepcionalidad de su destreza tiene una gran relación con su estancia en Cuba, donde emigró cuando tenía 22 años. Allí practicó el bolo cubano, una modalidad que por la distribución y el tamaño de los bolos, requería un magnífico pulso para tumbarlos, impactando directamente en su base. 

Rogelio había nacido en La Habana, pero cuando cumplió su primer año ya se encontraba en Bielva (Herrerías), lugar donde pronto sintió el hechizo de los bolos, aprendiendo a jugar en una bolera que él mismo había construido y cuidaba con esmero. En Bielva, junto a las casonas con pasado de hidalguía que aún mantienen en alto los escudos de armas de Celis y Estrada, junto a los muros de mampostería que recuerdan una antigua fortificación, junto a la capilla del Cristo que reposa en su retablo principal, Rogelio González comenzó a jugar a los bolos. Cuando regresó de Cuba, cual indiano que trae el espíritu de los que vuelven, plantó una palmera que hizo fatigar al viento exaltando el emboque. Y el emboque se quedó definitivamente en un paisaje de montañas y riscos; con robledos, hayedos, avellanos, pastos cubiertos de verde y bruma, y el juego de los bolos.

sábado, 16 de julio de 2016

El lanzamiento prohibido de un récord del mundo

No llevaba boina, pero tenía pinta de aldeano. Quizás hubiera pasado desapercibido en cualquier lugar de la España de los años cincuenta, pero aquel atleta navarro, aunque nacido en Madrid, estaba a punto de competir en el estadio ‘Jean Bouin’ de París ante un distinguido público.

Cuando llegó su hora, se presentó con un caldero de agua y una esponja ante el estupor de los espectadores y técnicos. Quizás hubo demasiadas y maliciosas sonrisas en las gradas cuando el lanzador comenzó a mojar la jabalina con agua y jabón, la prolongó por la línea extendida de su brazo, escondiéndola en su espalda, y en vez de correr en línea recta, comenzó a girar como los lanzadores de martillo para soltarla con un latigazo enérgico. 

Nadie tomó una imagen de las caras del público que aún sostenían burlonas las sonrisas. Nadie observó cómo a medida que la jabalina volaba, aquellas sonrisas se iban convirtiendo en muecas confusas, casi grotescas, dibujando rostros de incredulidad cuando se clavó en la hierba a 83,43 metros de distancia. El récord del mundo del polaco Janusz Sidlo estaba entonces en 83,66 metros. Faltaban seis semanas para que comenzaran los Juegos Olímpicos de Melbourne de 1956 y todos habían visto que aquel “aldeano” de caldero y esponja, ni siquiera se había despeinado. Aquel lanzamiento de Miguel de la Quadra Salcedo comenzó a despertar la alarma en la IAAF (Federación Internacional de Atletismo Amateur).

Nueve veces campeón de España

Antes de conseguir la fama como reportero televisivo o aventurero y alma de la Ruta Quetzal, Miguel de la Quadra Salcedo había sido un atleta importante en el panorama nacional. Consiguió un total de nueve campeonatos de España, seis en disco, dos en peso y uno de lanzamiento de martillo, además de varias plusmarcas nacionales en lanzamiento de martillo y disco. Pero su nombre se hubiera escrito en letras de oro del atletismo si aquella técnica de lanzar la jabalina no hubiera escandalizado a los rivales y a los estamentos internacionales de este deporte. Aquella forma tan extraña de lanzar, fue idea del atleta vizcaíno Félix Erausquin, que se inspiró en los lanzadores de la barra vasca o palankaris. Los españoles lo habían practicado en las competiciones domésticas sin demasiados problemas. El mismo Erausquin, el guipuzcoano José Antonio Iguarán y el propio De la Quadra Salcedo, batían las marcas constantemente. Pero De la Quadra Salcedo participó en aquel encuentro en París contra la selección francesa y levantó la liebre.

Poco después, lanzó la jabalina a la increíble distancia de 112,30 metros, lo que hoy mismo hubiera supuesto un asombroso récord del mundo, ya que desde 1996, nadie ha podido batir la marca de los 98,48 metros del checo Jan Zelezny. El atletismo mundial quedó conmocionado, y se avivó el debate sobre aquella forma tan poco ortodoxa de lanzar la jabalina.

Miedo y polémica

El miedo de que unos provincianos con calderos arruinaran el prestigio y la estética de disciplinados deportistas, la mayor parte nórdicos, y se llevaran las medallas en Melbourne, encontró solución con el argumento de la seguridad. La IAAF interpretó que en el movimiento rotatorio, un lanzador inexperto podía impulsar la jabalina hacia el público con el consiguiente riesgo, y varió la reglamentación prohibiendo que la jabalina o el lanzador pudieran dar la espalda a la zona del lanzamiento. No sirvió para nada que la Federación Española recordara que lo mismo ocurría con el martillo y que las medidas de protección utilizadas podían ser las mismas. La injusticia se hizo patente cuando la fabulosa marca de De la Quadra Salcedo no se homologó, pese a que la prohibición de la técnica rotatoria se introdujo después del lanzamiento.

De la Quadra Salcedo nunca se desmoralizó. Con el más puro espíritu de Coubertin, tuvo el honor de viajar a Roma en 1960 para representar a España en los Juegos Olímpicos. No quiso ir con el resto de la delegación y viajó desde Pamplona a la capital italiana, con su hermano, en una vespa. En Roma fue reclamado para hacer varias exhibiciones de su forma de lanzar la jabalina. Pero su mayor disfrute fue el de viajar a Olimpia, la ciudad sagrada. Al abrigo de la noche, portando el idealismo de los antiguos griegos que personificó en la figura de Telémaco, corrió y lanzó en el antiguo estadio, sin límites ni prohibiciones que le impidieran batir un nuevo récord del mundo, el del romanticismo.

José María de Cossío, manjar para el Racing



Me uno a la voluntad de Javier Menéndez Llamazares para ondear, en lo más alto, el nombre de José María de Cossío Martínez-Fortún, presidente del Racing entre 1933 y 1936, que al menos fue socio del club desde 1924. Menéndez Llamazares le da vueltas a la idea de formar una peña racinguista con el nombre del académico de la Lengua y eterno alcalde de Tudanca. Que cuente conmigo. Que un club de fútbol haya tenido como máximo dirigente a uno de los intelectuales más importantes del siglo XX, es un orgullo y un mérito que no puede exhibir el resto.

Confío en que esa idea no desemboque en el olvido, como en 1988, cuando los alcaldes del valle del Nansa, también con el ánimo de honrar la figura de Cossío, propusieron al Ayuntamiento de Santander que el nuevo campo municipal llevara el nombre de este presidente racinguista. Nadie hizo caso de aquella petición. Y ahí esta el nuevo campo, sin nombre propio, aún con el aliento de los antiguos y ajenos aires de El Sardinero o los Campos de Sport.

Cossío se envenenó de fútbol en 1920, cuando sufrió uno de los golpes más amargos de su vida, la muerte de su amigo, el torero Joselito, corneado en el coso de Talavera de la Reina. La depresión que sufrió le alejó de las plazas de toros, y buscó otras multitudes para desahogar su tristeza. El fútbol entonces vivía momentos de efervescencia, acaso su primer salto cuantitativo de interés en España, gracias al éxito de la selección española en Amberes. Y Cossío no fue ajeno a aquella oleada de la que se empapó en Santander, ligado a diversas tareas en torno a la Biblioteca Menéndez Pelayo.

Gestiones a favor del Racing

No fueron escasas ni insignificantes las gestiones que Cossío realizó en esos años a favor del Racing y del mismo fútbol nacional, ya que participó activamente en las asambleas de clubes de la Federación Española. Fue el principal defensor de la entrada de extranjeros en la Liga española. Por eso el Racing fue uno de los primeros en integrarlos a su plantilla, fichando a los mexicanos Alonso y Fuente. También logró que el Racing participara en los campeonatos suprarregionales, evitando la monotonía de los campeonatos regionales cántabros que siempre ganaba.

Pero hay otro mérito que yo quisiera apuntar de Cossío. Este “glotón de la poesía ibérica”, que así le llama Rafael Gómez, supo trasladar la inquietud taurina entre los jóvenes poetas de la época, y de la misma manera, aunque con menos trascendencia, también influyó en introducir el fútbol en los ambientes intelectuales y literarios que tanto frecuentó para dinamizarlos, ambientes que se abrían a una generación que se integraba en la modernidad, también por medio del deporte. Porque poetas como Gerardo Diego, Miguel Hernández, Rafael Alberti o José del Río, no desdeñaron la expresión de emociones en torno a la temática futbolística en sus versos. El ejemplo más claro fue la Oda a Platko, exaltación al guardameta del F. C. Barcelona que Rafael Alberti escribió en 1928, después de acudir a los Campos de Sport invitado por Cossío.

Son tiempos amargos para el racinguismo. Por eso, además de los goles, echar un vistazo atrás parece la única manera que conduce al consuelo, porque cuando faltan nombres para prestigiar a las entidades, hay que rescatarlos del archivo. Y en ese aspecto, el Racing conserva una copiosa despensa para alimentar estados de ánimo. José María de Cossío es uno de sus mejores manjares.
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