Después de tantos años, se me revuelve el estómago de racinguista igual que la primera vez que escribí sobre aquel gol.
Era el inicio de la temporada 1995-96, la primera en la que las victorias valían tres puntos. El Racing no había comenzado con buen pie, porque en el primer encuentro recibió cuatro goles del Athletic Club en San Mamés, y en el segundo, otros cuatro del Atlético de Madrid en El Sardinero. Así que en el tercero, en Gijón, los jugadores racinguistas, capitaneados por Quique, concentraron un decidido propósito de enmienda. Habían pasado escasos minutos cuando, un balón robado por Luis Fernández, se cruzó en el camino de Quique cerca de la media luna del área asturiana. Con la derecha, el santanderino empalmó un potente disparo raso que se coló rozando el poste derecho de Ablanedo. Fue un golazo. Era el primero que el Racing marcó aquella temporada, pero nadie pensó nunca que sería el último del carismático futbolista, aunque nunca pudo subir al marcador.
Redes de dudas
Después de que el balón entrara limpiamente en la portería, el colegiado, José Enrique Rubio Valdivieso, tras observar que ningún banderín se había alzado para denunciar algo que no había podido percibir, inició la carrera señalando el centro del campo. Había visto con sus propios ojos cómo el balón entró en la portería, así que su decisión no ofrecía dudas. Pero el guardameta había escuchado el impacto de aquel chut al estrellarse contra una valla publicitaria (“qué extraño”, pensaría), y después de levantarse de su fracasada estirada, fue a recuperar lentamente el balón que no estaba dentro, estaba fuera, evadido de unas redes que no se habían comprobado correctamente y que estaban mal ajustadas. Entonces, el portero asturiano tuvo la brillante idea de blocar el disparo de Quique reclamando la atención del linier, un colegiado gerundense llamado Caliano Lentijo que se creyó el cuento de hadas de Juan Carlos Ablanedo. Aquello creó un momento de confusión. Rubio Valdivieso comenzó a dudar. Quique descubrió que algo raro ocurría y persiguió al colegiado preguntando qué había pasado.
Desmentirse a sí mismo
No conozco en el fútbol que un árbitro se desmintiera a sí mismo, ni que renegara de sus propios sentidos, principal recurso para administrar la justicia deportiva. Rubio Valdivieso había visto el gol y lo había legalizado con su soplido. Pero cuando comprobó, alertado por las indicaciones de Ablanedo y de su linier, que el balón estaba fuera de la portería, se dejó llevar por las especulaciones fantásticas que reclamaban los sportinguistas. Cuando lo anuló, este árbitro, nacido en la localidad vallisoletana de Urones de Castroponce, entró en la historia maldita del fútbol, porque existen millares de errores arbitrales por cosas que no se ven, pero ninguno por cosas que ya vistas, dejan de creerse.
La indignación de espaldas
En aquella temporada, los árbitros esquilmaron al equipo cántabro en las primeras jornadas. En Santander, la indignación por la actuación de los árbitros invitó a los aficionados a salir a la calle para protestar. Recuerdo que en el siguiente partido, en la tarde del sábado, 23 de septiembre de 1995, el Racing jugaba contra el Sevilla C. F. en Santander. Los escandalosos errores del árbitro que no se creyó lo que había visto, fueron un resorte para los racinguistas que se sentían cargados de reproches contra los jueces de la competición. En el campo, cuando el colegiado Díaz Vega salió al terreno de juego, nadie le abucheó. Los espectadores se levantaron de sus asientos y mostraron sus espaldas a los representantes arbitrales. Los pocos aficionados que no lo hicieron, contemplaron una visión insólita en un campo de fútbol. El público, siempre de frente, renegaba ahora de su privilegio de espectador mostrando el desprecio de miles y miles de espaldas. El gesto de protesta fue silencioso hasta que se escuchó el pitido del inicio del partido.
Después de tantos años, se me revuelve el estómago de racinguista igual que la primera vez que escribí sobre él. Fue el último gol de Quique Setién, un gol que continúa vagando por El Molinón, como alma en pena, esperando que alguien lo saque de centro.