miércoles, 12 de julio de 2017

Carmen Trueba, el pedalear que ensombreció a la hombría

Los corredores ya se han dispersado en ese goteo de sufrimiento que es subir en bicicleta un exigente puerto de montaña. Y no es una ascensión cualquiera. El grupo, un modesto equipo de aficionados, se prepara para las próximas competiciones, y nada mejor para probar las fuerzas que afrontar el reto de la ascensión del puerto de El Escudo.

Por Entrambasmestas, cuando se abandona la compañía del río Pas, la carretera, con tramos de tierra y piedras sueltas, comienza a elevarse con una sucesión de rampas aliviadas por breves descensos. Pero al llegar a Los Pandos, el dolor comienza a impedir el bello contemplar del paisaje con las cabañas pasiegas y se hace insoportable después de pasar por el puente del río Selviejo. La respiración se acelera mientras la cadencia del pedaleo se hace más pesada y pausada. Hay que continuar levantándose del sillín para responder a esos porcentajes con cotas entre el 15 y el 20 por ciento. El ciclista más rezagado, el que más sufre la tortura de la lucha contra la gravedad, ha podido observar durante las cerradas curvas que otro grupo se está acercando. Enseguida los reconoce. Son los hermanos Trueba. Cree distinguir a Fermín, a Manuel, a Victorino… No puede identificar al resto. Quizás también esté la gran figura, Vicente, ‘La pulga’, el famoso héroe del Tour y con él una extraña estampa que incluso parece una mujer… parece… ¡No puede ser! ¡Es una mujer!

Una mujer subiendo El Escudo

En tiempos en los que no existían pruebas ciclistas femeninas en España, la única mujer capaz de subir El Escudo sólo podía ser una Trueba, porque Carmen y Avelina fueron tan aficionadas al ciclismo como el resto de sus hermanos, a los que solían acompañar pedaleando. Además, Carmen Trueba Pérez (Torrelavega, 1910-2016) gozaba de una merecida fama de escaladora y no era la primera vez que ascendía El Escudo. Aunque no podía competir, estaba implicada en las pruebas como ‘aguadora’, colocándose en lugares estratégicos para atender al avituallamiento de sus hermanos, y nunca renunciaba a acompañarles en bicicleta durante los duros entrenamientos a los que se sometían.

No sabemos si Carmen había oído hablar de Alfonsina Strada, la única mujer que en 1924, con 33 años, llegó a competir en un Giro de Italia y también única que ha corrido una Gran Vuelta. En aquella hazaña, siempre se mantuvo en la cola del pelotón, soportando las burlas del resto de los ciclistas, además de las caídas, tempestad de granizo, lluvias, vientos, pinchazos y roturas de manillar que sufrió en algunas etapas. Se hizo tan popular, que la dejaron continuar a pesar de que entró fuera de control en la séptima etapa, y aunque su nombre se retiró por esa causa en las clasificaciones oficiales, aguantó en la bicicleta durante todo el recorrido.

El ejemplo de sus hermanos

Pero en realidad, Carmen Trueba no tenía necesidad de conocer la historia de la heroína italiana. Tenía el ejemplo de sus hermanos, en especial el de Vicente, que en el Tour de 1933 dejaría fuera de control prácticamente a todo el pelotón, circunstancia que obligó al organizador de la prueba a cambiar las normas, impidiendo de esta manera el legítimo triunfo del cántabro en la gran prueba francesa. Así que Carmen, amparada por esos genes invencibles, se dispuso a superar al rezagado. En su excelente libro sobre Vicente Trueba, ‘biciografía de un ciclista legendario’, Ángel Neila reseña esta anécdota de la hermana de Vicente Trueba subiendo El Escudo añadiendo que el “hombre joven, atónito ante lo que veía, le dijo que aflojara el ritmo porque se sentía avergonzado de verse superado por una mujer”.

No sabemos si aquel joven, que más que nunca goteaba de sufrimiento, había oído hablar de Alfonsina Strada y de las burlas que tuvo que soportar en aquel Giro de 1924. Pero en realidad no importaba. Porque a quien no olvidaría nunca fue a Carmen Trueba, a quien intentó seguir la rueda durante unos instantes, hasta que ella miró hacia atrás, le dedicó una sonrisa y acelerando le dejó con su soledad de hombre “avergonzado de verse superado por una mujer” y masticando una gran lección de humildad y de reconocimiento al mérito sin distinción de sexos, mientras Carmen Trueba Pérez ensombrecía la hombría del corredor y conquistaba la cima.

jueves, 22 de junio de 2017

Nettie Honeyball, la futbolista de la igualdad

Unos 10.000 espectadores acudieron aquel día al campo del Crouch End Athletic de Londres para ver el partido. En realidad era algo más que un partido. Era el anuncio de una revolución que, por el momento, muy pocos se iban a tomar en serio. Pero la curiosidad y el morbo, por lo inusitado, atrajeron a una multitud de personas de ambos sexos para ver aquel espectáculo de mujeres jugando al fútbol. Y uniformadas con blusas, gorras y bombachos, con unos pantalones muy amplios que se ceñían a la pierna un poco más abajo de la rodilla, aquellas jóvenes se lanzaron a perseguir el balón ávidas de demostrar que las mujeres no eran criaturas ornamentales e inútiles, y que algún día también podrían sentarse en el Parlamento y tener voto en los asuntos que a todos concernían. Era el 23 de marzo de 1895, la fecha del primer partido de fútbol femenino de la historia.

Pionera del fútbol femenino

La aventura de aquel partido fue cosa de una mujer que la FIFA considera pionera del fútbol femenino mundial. Se llamaba Nettie J. Honeyball y había nacido en Londres en 1871. El movimiento sufragista aún no había nacido, pero Honeyball había montado su propio mecanismo para reivindicar el valor de la mujer y su emancipación social. Y eligió el fútbol para el inicio de aquella conquista de la igualdad. Su primer paso fue publicar en la prensa londinense un anuncio para convocar a chicas que se unieran a ella para formar un equipo. Fueron treinta las jóvenes que acudieron a su llamada y que fundarían el British Ladies Football Club, el primer equipo femenino de la historia. Convenció a la aventurera y feminista Lady Florence Dixie para que presidiera el club y logró que les entrenara un futbolista del Tottenham Hosspur. Así que dos veces por semana, las jugadoras se ejercitaban en un parque público con el balón, ante la mirada de los curiosos que dudaban en expresar su burla o su escándalo.

El gran día

Tras meses de preparación, llegaría el gran día. El encuentro tuvo carácter benéfico y las jugadoras se dividieron en dos equipos, uno representando al norte de la ciudad y cuya capitana era Honeyball, y la otra al sur. Las primeras iban vestidas de rojo y las segundas de azul. La experiencia no tuvo buenas críticas. La prensa escribió sobre señoras que vagaban sin rumbo por el terreno de juego, de carreras descoordinadas y sin gracia, de torpeza en el dominio de la pelota y de acciones “impropias de su sexo”. Incluso hubo asociaciones médicas que aseguraron que la práctica del fútbol era perjudicial para las mujeres. También hubo muchas risotadas y un importante número de espectadores, indignados, se marcharon en el descanso.

Una huella imborrable

Pero aquel partido no fue un fracaso. Dejó una huella que años después rastrearían otras mujeres, cuando la Gran Guerra irrumpió en la vida de los ingleses y ellas dejaron sus hogares para trabajar en la industria de las municiones. Se creó una Sección de Salud y Asistencia Social donde se apoyaba la actividad deportiva. Y las municioneras eligieron de forma mayoritaria el fútbol. Surgieron equipos femeninos en torno a las fábricas, alcanzando gran popularidad en 1917 y 1918. En 1921, durante la huelga de los trabajadores del carbón, las jóvenes futbolistas de las minas del norte de Inglaterra comenzaron a jugar partidos para recaudar fondos y sostener la protesta. Se calcula que se llegaron a crear unos 150 clubes femeninos. Incluso durante un tiempo se comenzó a jugar un pequeño campeonato liguero, hasta que la Football Association emitió ese mismo año el célebre comunicado donde se aconsejaba a los clubes miembros que rechazaran el uso de sus instalaciones para el fútbol femenino. Aquella prohibición se mantuvo ¡sorprendentemente! medio siglo, hasta 1971.

Espíritu invencible

Hoy no hay burlas, ni escándalos, ni risotadas en las gradas de un partido de fútbol femenino. No llevan blusas, gorras, bombachos ni pantalones amplios que se ciñen a la pierna por debajo de la rodilla, pero siguen conservando ese espíritu invencible de la misma revolución que inspiró Nettie J. Honeyball, la de las jóvenes persiguiendo un balón ávidas de demostrar que las mujeres no son criaturas ornamentales e inútiles, y que pueden regatear a los hombres en cualquier jugada, dejándonos sentados en el suelo, mientras rebasan la línea de gol con el balón en sus pies y el ejemplo de una futbolista por la igualdad.

sábado, 10 de junio de 2017

El revólver que indultó a Nando García

Las leyes guardan silencio cuando surgen las armas. Por eso no se escuchaba ni una mosca durante aquella reunión de la Comisión Disciplinaria de la Federación Mexicana de Fútbol. El general José Manuel Núñez, Jefe de Policía de la ciudad de México y dueño del Atlante, uno de los más importantes clubes del país, dejó hablar con aparente tranquilidad al portavoz de la comisión de la Liga Mayor argumentando que la suspensión del jugador del Club Asturias era irrevocable. Fue entonces cuando el revólver colt 45 salió de la funda del general y con un ruido contundente, se posó encima de la mesa.

El escritor George Orwell decía que el deporte es una guerra sin armas, y así es en la mayoría de las veces. Pero siempre hay excepciones, porque en México se jugaba al fútbol con negociaciones literalmente bélicas. Y a México había llegado Fernando García Lorenzo (El Astillero, 1912-1990), huyendo de la España de 1936, en la que los deportistas tuvieron que coger las armas para dedicarse a la guerra verdadera.

Sus comienzos en El Astillero

Nando García fue un jugador con un poderío físico extraordinario. Derrochaba sus facultades por el campo con una exquisita técnica y calidad. Comenzó a jugar en el Unión Club y en 1931 se incorporó al Racing. Tras ser cedido al Sestao Sport, regresó al conjunto santanderino en 1933 para convertirse en el motor del centro del campo racinguista. Fue uno de los mejores medios de España y por eso el seleccionador nacional, Amadeo García de Salazar, pensaba llevarle en 1934 al Mundial de Italia, aunque una lesión se lo impidió. Tras su recuperación no perdió fuelle y debutó en la selección en 1936, en el estadio Metropolitano de Madrid, ante Austria. Al final de esa temporada fue fichado por el F. C. Barcelona, que entrenaba Patrick O’Connell, técnico que anteriormente había dirigido al conjunto cántabro y conocía de primera mano las referencias del futbolista. Poco después, estalló la guerra y se marchó de gira con su nuevo equipo, recorriendo ciudades como París, La Habana, México, Nueva York y Buenos Aires, estableciéndose finalmente en México, donde se convertiría en uno de los mejores jugadores de su época.

En México y el puñetazo al 'silbante'

Fichó con el Club Asturias de México durante la estancia del F. C. Barcelona en Nueva York, y en 1939 contribuyó de forma decisiva a ganar el campeonato de Liga. Su calidad y fortaleza física resaltaban en los campos de fútbol mexicanos. García no daba por perdido un balón, se entregaba al máximo en cada encuentro y protegía la pelota con los brazos de una forma muy peculiar, semejando las alas de un ave rapaz. Por eso los periodistas comenzarían a apodarle ‘El Gavilán’. Sin embargo, el compromiso emocional y las ganas que el astillerense proyectaba en cada partido destaparían su grave defecto de no acatar con disciplina las decisiones de los árbitros, con quienes tenía la costumbre de discutir, a veces de forma insistente. En uno de los partidos de Liga de 1939, el colegiado, otro español de nombre Filiberto de la Osa, que ya conocía a García de la Liga española, fue intolerante con las protestas y la discusión terminó con el cántabro agrediendo al “silbante” con un puñetazo que le noqueó. El castigo impuesto fue de un año sin jugar.

En la Jefatura

Poco después de anunciarse el castigo, la policía se personó en el domicilio de García para llevarle a la jefatura. ‘El Gavilán’ entró en el despacho del comisario con preocupación, pero el general Núñez le recibió con una amplia sonrisa y le propuso que fichara por su equipo, el Atlante, y que a cambio se encargaría de retirar el castigo que pesaba sobre su conducta. Nando García aceptó y el general Núñez esgrimió en su rostro otra amplia sonrisa, la misma con la que retiró su revólver colt 45 de la mesa de la Comisión Disciplinaria de la Federación, después de que todos sus miembros (algunos de ellos pálidos y sudorosos) aceptaran retirar el año de suspensión al jugador español.

Fernando García hizo que el Club Atlante fuera campeón de la Copa mexicana en su primera temporada (1940). Luego su fama se extendería por Argentina, jugando en el C. A. Vélez Sarsfield (1940-41) y en el C. A. San Lorenzo de Almagro (1941-42). Tras su experiencia argentina regresó al Atlante (1942-44) y después jugó en el Real España (1944-45), donde consiguió otro título liguero con su antiguo compañero en el Racing, Enrique Larrínaga. Volvería a España para cumplir su compromiso con el Barcelona en 1946, pero una lesión le hizo hacer las maletas para viajar a México, donde continuó en el España (1947-50), colgando las botas en el Marte (1950-51).

Quizás el deporte, como decía Orwell, sea una guerra sin armas, aunque con excepciones, porque en México se jugaba al fútbol con negociaciones literalmente bélicas, donde los argumentos que se ponían en la mesa pesaban menos que el revólver de un general. Por eso las leyes guardan silencio cuando surgen las armas, porque ellas son, a pesar de todo, la forma más temible e imperativa de autoridad.

sábado, 3 de junio de 2017

La rebelión contra la polio de Joaquín Cabrero

La expresión del rostro lucha por disimular la terrible tensión que soporta todo su cuerpo. La fuerza parece que ha dejado de ser una magnitud física para convertirse en una lucha interna y vital de todos los músculos del organismo. Es un empuje máximo, un esfuerzo supremo sin movimiento que amenaza con el estallido de las articulaciones. Como siempre, la clave está en dominar el pensamiento, doblegar las muecas de dolor y trasmitir una serenidad que se conquista día a día peleando contra la tiranía del sufrimiento.


Un futbolista condenado a la silla de ruedas

¿Dolor, sufrimiento, serenidad? Pocos deportistas conocen tan a fondo esos conceptos como Joaquín Cabrero García (San Felices de Buelna, 1954), extremo derecho infantil e ilusionado del C. D. Toranzo que soñaba con ser futbolista, hasta que una poliomielitis le amenazó con sentarse en una silla de ruedas para siempre. Rufino, el cartero que había llegado en bicicleta hasta la casa familiar del barrio de Tarriba, en San Felices, trajo aquella maldita carta procedente de un afamado médico de Madrid. Carmen, su madre, no se atrevió a abrirla hasta que no llegó a casa Maximino, el hermano mayor. Joaquín ya había sufrido cinco operaciones sin éxito, y el diagnóstico de aquel médico era la última esperanza. Pero las lágrimas ahogaron la lectura, porque la carta hablaba de una inevitable destrucción de las neuronas motoras y de una progresiva debilidad y atrofia muscular que le impedirían andar para siempre, proponiendo la silla de ruedas como alternativa a males mayores. Sin embargo, en aquella casa de humildes ganaderos, nunca habitó la resignación.

La fuerza de la voluntad y el cirujano equivocado

Quizá fue el mismo dolor lo que causó tanta enérgica perseverancia en la voluntad de aquel joven. Las cachavas, las muletas y el andador fueron dejando paso a botes de conserva llenos de hormigón, tubulares de bicicletas y piezas de chatarra que transformaron una cuadra en un modesto gimnasio donde la artesanía y la creatividad guiaron los ejercicios. Y la progresiva debilidad se detuvo, las neuronas fueron despertando a la llamada del movimiento y la atrofia muscular sólo fue una equivocada suposición.

La lucha fue titánica, espoleada por la satisfacción de contradecir a la ciencia. Cinco años después, tuvo la osadía de presentarse a un campeonato de Míster Costa del Cantábrico en una discoteca de Puente Viesgo, lo que le valió ser invitado a un campeonato de levantamiento de pesas en Marbella. Allí obtuvo el segundo puesto, y al regresar a Cantabria no resistió la tentación de pararse en Madrid para visitar al famoso cirujano. Esperó horas en su consulta hasta que le abordó a la salida. Llevaba el trofeo del segundo premio en una mano y la carta del diagnóstico en la otra. Fue su primera gran victoria que se repetiría en 1992, cuando el deterioro de las vértebras agravó la situación de dolor y de movilidad y los neurocirujanos de Valdecilla le aconsejaron que dejara el deporte.

Otra cruzada personal

Pero Joaquín se encerró en su gimnasio para comenzar otra cruzada personal. No importó que le advirtieran seriamente de que podría quedar paralítico. En 1994 acudió al Campeonato de España, logrando la clasificación para el Mundial de Culturismo de Sevilla que se celebraría al año siguiente. También participaría en los Mundiales de Bratislava, donde quedó en sexta posición, y en el de Moscú. 

La expresión del rostro de Joaquín Cabrero sigue luchando por disimular la terrible tensión que soporta todo su cuerpo. La fuerza parece que ha dejado de ser una magnitud física para convertirse en una lucha interna y vital de todos los músculos del organismo. Fue campeón de España en 1979 y 1985, y en 2014 logró la medalla de plata en el Campeonato del Mundo de Sapri (Italia) en la categoría máster de 49 años. Pero el físico culturista más importante que ha tenido Cantabria en toda su historia mantiene como trofeos más valiosos de su trayectoria deportiva los diagnósticos médicos que supo derrotar con una voluntad excepcional. 

Rechaza el exhibicionismo de playa que tanto abunda entre los concursos de míster y sin abandonar su calvario personal de dolores constantes, a sus más de sesenta años sigue defendiendo el ejercicio físico como la medicina más valiosa para la salud y el bienestar. Como siempre, la clave está en dominar el pensamiento, doblegar las muecas de dolor y trasmitir una serenidad que se conquista día a día peleando con la tiranía del sufrimiento.

lunes, 8 de mayo de 2017

Babe Didrikson y la conquista olímpica de la mujer

El salto es el símbolo más certero de la superación. La voluntad y la energía se conjuran para elevarse sobre el obstáculo y así continuar el camino. Y aquella niña delgada, traviesa y retozona, sólo pensaba en saltar y jugar a superar retos y más retos. En los deportes que practicaba, su cuerpo de alambre sorprendía a los muchachos incrédulos de sus habilidades. Siempre perdían ante aquel alboroto femenino de vitalidad. Porque ella era buena en todo y además, quería ser la mejor entre sueños de saltos cada vez más difíciles. Un día, mientras atendía la actualidad de los atletas de los Juegos Olímpicos de 1928, en su casa de emigrantes noruegos de Port Arthur (Texas), Mildred Ella Didrikson, con catorce años, se propuso participar en unos Juegos Olímpicos. “Tendrás que esperar cuatro años”, le respondió su padre. Y tomó carrerilla para impulsarse.

La mujer y los Juegos Olímpicos

En esta ocasión, el salto de Babe Didrikson era más que complicado, porque los Juegos Olímpicos nacieron dando la espalda a la mujer. En la antigüedad griega, ni siquiera podían asistir a las pruebas. La restauración olímpica tampoco fue favorable. Pierre de Coubertin se mantenía en contra de que las damas practicaran deporte, aunque no pudo evitar que entraran tímidamente en tenis y tiro con arco. En 1908, los Juegos se abrieron a la natación femenina. Veinte años más tarde, en Amsterdam, se admitieron las primeras pruebas atléticas, entre ellas los 800 metros lisos que, ante el aparente estado de fatiga de las participantes, quedaría suspendida hasta su reanudación en 1964.

Babe no había visto nunca una pista de atletismo, pero seguía corriendo y saltando. Con quince años comenzó a saltar debajo de las canastas de baloncesto, consiguiendo el título nacional americano, participar en la selección de los Estados Unidos y ser la mejor jugadora del país. Pero Babe no olvidaba su deseo de saltar a los Juegos Olímpicos. Cuando acabó la temporada de baloncesto se dedicó a entrenar atletismo, especializándose en las carreras de vallas, en altura y en longitud. Siempre saltando.

Un equipo campeón con ella sola

En el año olímpico de 1932, los campeonatos nacionales celebrados en Chicago también sirvieron para la selección de los Juegos de Los Ángeles. En estos campeonatos, Babe iba a realizar una de las gestas más recordadas en los Estados Unidos. Unas 200 atletas habían acudido con sus respectivos equipos y desfilaron en grupo en el acto de apertura. Pero uno de los equipos estaba compuesto por una sola atleta, la joven Babe que ya tenía dieciocho años. Su soledad despertó entre el público cierta compasión. Se habían programado diez pruebas y Babe se inscribió en ocho de ellas. Durante más de tres horas, tuvo que desplazarse por todo el estadio para salir en una carrera, lanzar la jabalina, esperar su turno para el salto de longitud, lanzar el disco, saltar altura, y así sin interrupción hasta el final, cuando los jueces comenzaron a sumar las puntuaciones. La sorpresa fue mayúscula cuando se anunció que Didrikson había sumado más puntos que cualquier otro equipo, alcanzando los treinta, seguido del Illinois W. A. C., que con más de veinte atletas en su equipo logró el segundo puesto con veintidós puntos. El público cambió la compasión por la admiración. De las ocho pruebas en las que había participado, Babe ganó en cinco: lanzamiento de peso, jabalina, lanzamiento de pelota de béisbol, salto de longitud y 80 metros vallas. Quedó segunda en salto de altura, fue cuarta en lanzamiento de disco y quedó eliminada en las series de los 100 metros.

Los Ángeles 1932

Pocos días después, el 31 de julio de 1932, Babe desfilaba, arropada por el poderoso equipo de los Estados Unidos, por el estadio olímpico de Los Ángeles en la apertura de los Juegos. En esta ocasión sólo pudo participar en tres pruebas: 80 metros vallas, lanzamiento de jabalina y salto de altura. Al día siguiente del desfile consiguió el oro en jabalina (43,68 metros), tres días después obtuvo su segundo oro en una disputadísima final de los 80 metros vallas, ganando a su compañera Evelyne Hall y marcando un tiempo de 11’ 7’’. En altura, quedó segunda, pero empatada con su compatriota Jean Shiley (1,65 metros). Además de las dos medallas de oro y una de plata, batió el récord del mundo en las tres pruebas en las que participó.

Los saltos de Babe Didrikson fueron el símbolo más certero de la superación deportiva de la mujer. Su voluntad y energía se conjuraron para que las puertas del Olimpismo se abrieran de par en par ante aquel esfuerzo al que siempre se le daba la espalda. Nadie podía con aquel alboroto de vitalidad. Babe fue la primera mujer en conseguir dos medallas de oro en unos Juegos Olímpicos y en 1950, junto a Jim Thorpe, fue proclamada mejor atleta del mundo del medio siglo. Tras los Juegos se dedicó al baloncesto y al béisbol profesional y en 1935 descubrió el golf, convirtiéndose en la mejor jugadora del mundo con 56 victorias. Murió víctima de cáncer cuando tenía 46 años, después de abrir los caminos del deporte olímpico a la mujer y de soñar saltos cada vez más difíciles.

jueves, 27 de abril de 2017

Un campeón de raza para el boxeo

Viste un traje amplio y de tonos claros. Sobresale entre todos los pasajeros del barco por el color de su piel, pero también por su talla y por su envergadura. Cuando observa la multitud de curiosos que se han acercado a recibirle, su boca se abre para sonreír descubriendo una dentadura blanquísima y un alma infantil. Es el 3 de mayo de 1915 cuando Jack Johnson, ‘El Gigante de Galveston’, desembarca del Trasatlántico ‘Reina Cristina’, procedente de Cuba, y pisa por primera vez los muelles de Santander.

La expectación que ha despertado en la ciudad es enorme. Todos cuentan historias de sus hazañas mientras se le colma de atenciones. Le muestran Liérganes y Solares e incluso Juan Pombo le deja su automóvil para que disfrute apretando el acelerador por la recta de Heras. Abrumado de atenciones, no puede negarse a complacer los deseos de tanto admirador a los que muestra su técnica, su valor, sus manos enguantadas y su torso desnudo mientras pega puñetazos al aire. Es el boxeador más importante de la época y el primer hombre de color en obtener el título mundial de los pesos pesados.

Familia de esclavos

De una familia de esclavos, Jack Johnson nació quince años después de que en su país se aboliera la esclavitud. Arraigado en la pobreza, viajero en trenes de mercancías y arrestado por vagabundear por las ciudades, de niño trabajó en variados y dispares oficios, entre ellos cuidador de caballos y pescador de corales. Pero en estas dos profesiones recibiría golpes más contundentes que los encajados en el ring, ya que una coz le partiría una pierna y el coletazo de un tiburón le rompería una costilla. Fueron dos motivos para decidir ser boxeador, además de su facilidad para manejar los puños y la ciencia que aplicaba en cada combate.

Comenzó en Chicago trabajando de ‘sparring’ y muy pronto tuvo problemas con las autoridades. Uno de los combates en los que actuó estaba prohibido y terminó en la cárcel, donde por cierto aprendió los secretos del pugilismo. A base de puro orgullo, superó una enorme depresión cuando su mujer le abandonó. Alguien que le vio borracho en un bar le señaló como un hombre acabado que jamás volvería a boxear. Y aquella sentencia le hizo levantarse.

En 1904, gracias al dinero obtenido en sus combates, se compró su primer coche, una casa en Chicago y se fue a Europa con contratos en Londres, París, Bruselas y Berlín. El estilo de Johnson no era espectacular. Le gustaba mantener la distancia y prestar atención a su rival desde una posición defensiva. Tenía una gran facilidad para esquivar los golpes y para analizar minuto a minuto a su adversario, pendiente de algún error que pudiera cometer. Cuando el error aparecía, sus golpes lo aprovechaban al cien por cien.

El primer púgil negro campeón del mundo

Sus triunfos le invitaron a ser un aspirante a conquistar el título mundial, pero la hegemonía blanca quiso impedírselo con todas las artimañas posibles. Tuvo que perseguir literalmente al campeón del mundo, el canadiense Tommy Burns, hasta Australia, para conseguir que aceptara poner en juego su título. Y el 26 de diciembre de 1908, en el estadio Huge Deal Mackintosh de Sydney, Jack Johnson logró aquel combate que cambiaría la historia del boxeo. Hubo 20.000 testigos que presenciaron la gran superioridad del púgil negro. En el decimocuarto asalto, Burns estaba completamente agotado y las autoridades tuvieron que suspender la pelea, dando como ganador por K. O. técnico a Johnson.

Aquella victoria indignó a la afición boxística blanca, abundando las muestras de racismo y reclamándose desde la prensa la necesidad de recuperar el honor perdido. ¿Cómo era posible que un negro pudiera imponerse a una raza que había sido la predominante en el pugilato? Se buscó al hombre que encarnara “La Gran Esperanza Blanca”, pero Johnson ganó a todos los aspirantes que se pusieron por delante, incluido al excampeón del mundo, James Jackson Jeffries, que obligado por la presión mediática, tuvo que abandonar su retiro y volver al ring para recibir una soberana paliza que obligó a su mánager a arrojar la toalla.

Amigo de las juergas

Demasiado mujeriego y amigo de las juergas nocturnas, fueron éstos los puntos flacos que las autoridades aprovecharon para intentar noquear al campeón. En 1913, fue detenido acusado de trasladar a una mujer por la frontera del estado “con propósitos inmorales” y sentenciado a la máxima pena, un año de cárcel. Pero Johnson no quiso volver a la cárcel. Huyó de los Estados Unidos haciéndose pasar por un famoso jugador de béisbol y se dedicó a boxear en el extranjero. En 1915, puso su título en juego en La Habana ante Jess Willard y lo perdió en el asalto número 26, confesando posteriormente que se había amañado la pelea.

Pocos días después de este combate, Johnson llegaría a Santander. En el salón Pradera de la ciudad, en sesión privada, exhibiría su esgrima apoyado por la proyección de una colección de películas que él mismo explicaba. Muchos de aquellos espectadores habían practicado el boxeo en sus correrías por el extranjero y volverían a enguantarse las manos para comenzar a adiestrarse. Semanas más tarde, los empresarios comenzaron a organizar las primeras veladas en Cantabria.

Johnson volvió a su país en 1920 y no se libró de la cárcel. Murió en un accidente de tráfico en 1946. Aquel hombre que supo desafiar la soberbia de una raza que se consideraba superior, fue el ejemplo de deportistas como Joe Louis o Mohamed Ali y también el de los primeros boxeadores de Cantabria que pudieron admirar su técnica, su valor, sus manos enguantadas y su torso desnudo mientras pegaba puñetazos al aire.

sábado, 15 de abril de 2017

El futbolista que regateó al exterminio

Nemes con la camiseta del Hungaria
Aquellos prisioneros eran esqueletos andantes. En cada paso hacia ninguna parte se escapaban pedazos de sus almas perdidas en trabajos forzados, sufrimientos y lágrimas. Soldado de un ejército enemigo de la Alemania nazi, aquel chaval de poco más de veinte años era un estudiante de Educación Física y un prometedor futbolista en su Hungría natal, hasta que el servicio militar le llevó a defender a su país de la ocupación alemana y fue hecho prisionero, con el agravante de que era judío. Cuando en el campo de concentración tuvo que soportar cómo moría su amigo íntimo y también futbolista, Vidor, presintió que pronto se acabaría su historia. Pero siempre hay salidas para un buen delantero.

Una coz que marcaría su camino

Hay patadas que cambian el rumbo de una vida, como la que impactó en la cabeza del joven Gyorgi Neufeld Frommer (Budapest, 1919-Madrid, 1988) cuando ordeñaba una vaca en la granja de su padre. Tenía como ídolo deportivo a su hermano, Alexander, futbolista internacional húngaro que se hacía llamar Nemes. El chiquillo jugaba al fútbol en los infantiles del M. T. K. de Budapest y lo hacía muy bien, pero su padre quería que se dedicara al negocio familiar de la importación y exportación de ganado. Hasta que aquella coz le dejó conmocionado. Fue una especie de señal que el destino enviaba sobre el futuro de Koko, que así se le llamaba cariñosamente, ya que su padre comprendió que la ganadería no sería su porvenir. Así encarriló su camino de futbolista el nuevo Nemes, un extremo derecho rápido, habilidoso y goleador que cautivó al entrenador Janos Kalmar para que firmara su primer contrato profesional con sólo 17 años.

En el campo de concentración nazi

Cuando se convirtió en una de las más firmes promesas del equipo profesional, llegó la locura de la guerra, la ocupación nazi, los fusiles amenazantes, la rendición y el hacinamiento en los campos de concentración por el frente del Este. En 1942, en el campo alemán de Voronyesh, cerca de Stalingrado, Nemes logró escaparse de las garras alemanas, aunque lo hizo para caer en otro campo de prisioneros, el de Marsanks, controlado por el bando ruso que le trataría mejor, ya que debido a los conocimientos adquiridos en su primer año de estudios de Educación Física, estuvo exento de los trabajos forzados y ayudó en la atención de los enfermos.

Cuando en 1945 llegó la paz mundial, Nemes encontró un panorama desolador en su patria. Sus padres y seis de sus once hermanos fueron asesinados, cayendo en una honda depresión. Sólo el fútbol era capaz de recuperar su ánimo y la llamada del Hungaria le abre el camino. Pero Budapest es una ciudad llena de recuerdos que le aplastan. Por eso se traslada a Francia, donde vive su hermana Katherine, y ficha por el Stade Français, que le cede al F. C. Sete (1946-48) y luego al F. C. Girondins de Burdeos (1948-49), equipo con el que consigue el ascenso a Primera División, proclamándose máximo goleador de la categoría. Es cuando conoce al representante Luis Guijarro, que le animará a jugar en España, y más concretamente en Santander, en un equipo que se estaba reforzando en un gran proyecto liderado por su presidente, Manuel San Martín.

En Santander

En Santander recuperó la alegría y el fútbol feliz de antes de la guerra mundial. Debutó con el Racing en el primer partido de la temporada 1949-50, el 4 de septiembre, cuando el equipo cántabro presentó la alineación formada por Ortega, Lorín, Amorebieta, Ruiz, Herrero, Felipe, Nemes, Cánovas, Mariano, Herrera y Echeveste. Nemes fue autor de uno de los dos goles que derrotaron al Ferrol en una tarde donde un tornado se llevó parte de la cubierta de la grada norte de los Campos de Sport. Sin embargo el verdadero tornado de aquella temporada fue el propio Racing. Nemes, junto con el talento de Rafael Alsúa, sería una de las piezas básicas de aquel ascenso tan impactante en el fútbol nacional, gracias a su rapidez, habilidad, potencia de disparo y capacidad goleadora. Marcó 21 goles en los 28 partidos oficiales que jugó aquella temporada. El Real Madrid no desaprovechó la ocasión para ficharle, aunque la fractura de una de sus piernas durante un entrenamiento le tendría apartado varios meses de la temporada 1951-52. Acabó sus días como profesional en el Hércules de Alicante, fijando luego su residencia en Madrid.

Años después dejó de ser refugiado político y pudo regresar a Budapest para visitar las tumbas de sus familiares. Y en cada paso por el cementerio volvieron a escaparse pedazos de su alma, como cuando los esqueletos andantes del campo de concentración caminaban entre trabajos forzados, sufrimientos y lágrimas. Y de nuevo soportaría la muerte de sus seres queridos y luego volvería a llenarse de las ganas de vivir que le enseñaron el fútbol, Santander y el Racing, porque siempre hay salidas para un buen delantero.

viernes, 7 de abril de 2017

La llegada a España de Mr. Pentland

Mr. Pentland (Dibujo de Pastrana)
Cuando el Racing nació, él moría como futbolista en el Halifax Town F. C. Aún tendrían que pasar varios años para que el destino uniera a ambos en una empresa que convertiría al conjunto cántabro en un verdadero equipo de fútbol. Pero hasta entonces, tendría que esperar a que su frase favorita quedara grabada en la carne de su experiencia: “Los teams, como los caracteres, se forman en las derrotas, no en los éxitos”.

Frederick Beaconsfield Pentland (Wolverhampton, 1883-1962) tuvo muy mala suerte cuando decidió emprender la aventura de entrenar. Conocía a la perfección una metodología ignorada en prácticamente todo el mundo, así que tras colgar las botas, dejó las islas para enseñar lo que más sabía, jugar al fútbol. Había sido jugador, entre otros equipos, del Queens Park Rangers F. C., donde llegó a ser internacional con Inglaterra. Allí aprendió que el carácter es el diamante que talla al resto de las piedras de nuestra personalidad. Así que con ese prestigio y conocimiento, aceptaría la aventura de preparar a la selección de Alemania para acudir a los Juegos Olímpicos de 1916. Llegó a Berlín en 1913, y al año siguiente, el archiduque Francisco de Austria fue asesinado en Sarajevo. En pocas semanas, la mayor parte de los países del viejo continente estaba en guerra y Alemania era enemiga acérrima de Inglaterra. Su nacionalidad le condenó y quedó preso durante cuatro años para convencerse, entre el resto de los prisioneros, de que el talento se hace en la soledad, y el carácter en las tempestades del destino.

Seleccionador de Francia en Amberes (1920)

Liberado tras el fin de la Gran Guerra, marchó a Francia a entrenar al A. C. Strasbourg, y su trabajo fue reconocido por la Federación Francesa de Fútbol, proponiéndole dirigir a su selección nacional para competir en los Juegos de Amberes de 1920. Y allí se gestaría su llegada a Santander. Fue una casualidad. Pentland pasaba largos ratos hablando con uno de sus jugadores, René Petit, entonces futbolista del Real Unión Club de Irún, que a su vez era amigo de Pagaza, jugador racinguista que había sido seleccionado con el equipo español. Los tres tenían en común que hablaban inglés, y durante sus charlas, Pagaza convenció a Pentland para que fichara por el club santanderino para el siguiente año. El inglés, que sentía cierta atracción por España, aceptó inmediatamente.

Mr Pentland llegó a la estación de ferrocarril de Santander el 6 de abril de 1921, con su traje oscuro, su bombín, su puro, y vistiendo unos guantes blancos. Tenía 37 años y era el prototipo de ‘gentleman’, con una exquisita corrección en el saludo, en la conversación y en el trato con los jugadores. Pero también era inflexible con los días, con los horarios y con la intensidad de los entrenamientos. Jamás hubo tanta disciplina en el Racing. Incluso exigió a los jugadores que se cuidaran en sus vidas privadas. Entre los escritos que publicó en la prensa, probablemente ayudado con las traducciones de Pagaza, defendía que “un jugador puede pasar todo el día entrenándose y desentrenándose por la noche y nunca estará así en condiciones de ser un buen futbolista”. No necesitaba gritar para imponer sus criterios. Se vestía de corto y enseñaba su magnífico toque de balón para convencer a sus pupilos.

El sentido colectivo

El Racing consiguió adquirir un verdadero sentido colectivo y convirtió el desmarque en el fundamento del juego de ataque. También insistía en mejorar la técnica individual de sus hombres, enseñando la forma de controlar el balón y disparar con fuerza, acciones básicas para los cambios de juego de banda a banda que eran una práctica que pretendía imponer en sus equipos.

Mr. Pentland dedicó una especial atención a la cantera, preocupándose personalmente por el equipo filial. Pero las cosas buenas siempre duran poco. Tenía la obsesión de que cada jugador debía adaptarse a todos los puestos, de tal manera que los cambiaba constantemente de posición. Aquellas costumbres ponían nerviosos a los aficionados y no gustaba demasiado a la directiva que finalmente dudó en renovarle, aunque la verdadera razón de su marcha era el alto precio de su salario, mil pesetas al mes, que había obligado a los socios a desembolsar cuotas extraordinarias. Fue el dinero mejor invertido del club en toda su historia.

Cuando el Racing nació, él moría como futbolista en el Halifax Town F. C. Años después, cuando llegó a Santander, los Campos de Sport se convirtieron en una academia de conocimientos y de disciplina que sólo su autoridad fue capaz de imprimir en aquellos jugadores con talento, pero carentes de esa singular condición que permite identificar a quienes carecen de ella. Porque formó su carácter y convirtió a aquellos chiquillos en uno de los equipos más potentes del Campeonato del Norte. Su frase favorita, aquella de que “Los teams, como los caracteres, se forman en las derrotas, no en los éxitos”, se quedó para siempre en Santander para apoyar el impulso de las futuras victorias.

domingo, 26 de marzo de 2017

La gimnasta de la perfección

La perfección existe. Vestida de luz, tiene forma angelical y extiende las alas para adornar su figura arqueada, porque para volar lo hace con el pensamiento. Rebota en la asimetría de las barras con una sonrisa que la hace flotar, mientras el público acompaña los movimientos con voces de admiración. Mantiene las largas piernas rectas, unidas o abiertas, para trazar en el aire piruetas exactas, y sólo las flexiona en el momento de recogerse para voltear su cuerpo entre mortales y erigirse de nuevo, vertical y solemne, en un final de ejercicio nunca visto. Ni siquiera el marcador electrónico se ha preparado para tanta exactitud. Ella aún no es consciente de lo que ha hecho.

Nadia Comaneci (Onesti-Rumanía, 1961) tenía seis años cuando su entrenador, Bela Karolyi, descubrió el talento que tenía para moverse, talento que pulió con regalos de muñecas y una dura disciplina entre barras asimétricas, barra de equilibrio, ejercicios en el suelo y salto de potro. Muy pronto comenzaron los triunfos.

En su primera actuación internacional de carácter absoluto fue campeona de Europa, derrotando a la rusa invencible, Lyudmila Turishcheva. Poco antes de los Juegos Olímpicos de Montreal, dejó con la boca abierta al público de Nueva York al ejecutar un doble mortal de espaldas, culminando su ejercicio de asimétricas. Era la primera mujer en lograrlo en una competición. Y en Montreal, continuó haciendo historia en lo que entonces se llamaba gimnasia deportiva.

El primer diez

Su ejercicio de barras asimétricas del 18 de julio de 1976 hizo clavar la flecha de su cuerpo en el corazón de los miembros del jurado. Cuando éstos se miraron incrédulos en el momento de decidir la puntuación, aún sonaba la atronadora respuesta del público ante lo excepcional. Ninguno de los cuatro jueces de composición, ni de los seis de ejecución, rompería la unanimidad: diez, diez, diez, diez, diez… Los cuatro dígitos del número perfecto, 10.00, no entraban en las tres casillas que la tecnología había destinado a la hazaña humana. Por eso en la pantalla apareció un 1.00 que sólo fue desconcertante durante un segundo. Enseguida se comprendió que aquel número era el símbolo del origen, del mejor, del único, el número que resumía el diez de su actuación, el número de Nadia Comaneci. Fue la primera gimnasta que lo obtuvo, y no fue una casualidad. Porque en el mismo día obtuvo otro en su ejercicio de barra de equilibrios, y luego cinco dieces más, en total siete perfecciones para designar la decena de su dorsal y tres medallas de oro (asimétricas, equilibrio y general) para las unidades: 73.

Un año después, aunque algo lejana, tuve la oportunidad de verla con mis propios ojos en las localidades más altas del Palacio de los Deportes de Madrid. Estudiante de INEF, llevábamos carteles para reivindicar la licenciatura de los estudios de Educación Física. Pero enseguida descuidamos la cartelería, absortos y cautivados por su actuación en el suelo, en el aire, en la barra y en el salto.

El asilo político

Fue la niña mimada del comunismo rumano de Ceaucescu y también triunfó en los Juegos de Moscú (1980) con dos medallas de oro, en suelo y en la barra de equilibrio. Pero al año siguiente, en plena ebullición de la guerra fría, sus entrenadores pidieron asilo político en los Estados Unidos. Entonces el régimen dictatorial de su país estrechó el cerco de vigilancia y avivó las sospechas de su ídolo nacional. Se incautó su correspondencia, se intervinieron sus llamadas telefónicas, se controló su vida íntima, y se la prohibió competir fuera de Rumanía. Hasta que el 29 de noviembre de 1989, la mujer de luz que extendía las alas para adornar su figura arqueada, porque para volar lo hacía con el pensamiento, decidió escaparse hacia la libertad volteando su cuerpo en la noche, entre caminos por el bosque, helados y pantanosos caminos que la oscurecieron de lodo y de temor hasta llegar a Hungría, luego a Austria y finalmente a Estados Unidos. Allí volvió a erigirse vertical y solemne, en un exilio donde la prensa especuló con imposiciones amatorias con el hijo del dictador, amenazas, intento de suicidio y acusaciones de haber vivido como una reina en el régimen comunista.

Pero nada de aquel pasado importa ya. Nadia Comeneci siempre será la gimnasta que popularizó un deporte desconocido, que rompió el molde de la mediocridad y que, como rigurosa científica del arte deportivo, demostró con su fórmula que la perfección existe. Ni siquiera el marcador electrónico se había preparado para tanta exactitud. Y ella, ahora madre, mujer de éxito en los negocios y defensora de causas solidarias, sigue sin ser consciente de lo que hizo. La perfección existe.

lunes, 13 de marzo de 2017

Aparicio, la pesadilla de Zarra

El gol se sueña. Es el primer entrenamiento del delantero. Orbita en el deseo de su subconsciente aliviando la fatiga de su constante búsqueda y de su anhelo irracional e incontrolable. El delantero sueña con el gol con los ojos cerrados, vuela por el campo alcanzando todos los balones, se estremece cuando las redes de la portería reciben sus remates y hasta, en un acto de bondad infinita, se compadece del portero y de los defensores batidos.

Pero a veces, el sueño de Telmo Zarra se queda atado a la frustración. Nota como alguien le sujeta de la camiseta, le impide moverse con la agilidad onírica que acostumbra y despierta enojado protestando de esa sombra que se anticipa a su pensamiento. Es la pesadilla de siempre, la pesadilla de Alfonso Aparicio.

Un empate histórico

Hacía frío en Madrid aquel 29 de enero, cuando Zarra y Aparicio se movían en el campo del Metropolitano como una pareja de baile mal avenida. Aquel encuentro de la temporada 1949-50 entre el Atlético de Madrid y el Athletic Club de Bilbao, encendió muy pronto la llama de los goles, elevando la temperatura. En el minuto 69, Iriondo había marcado el sexto gol de su equipo y el tercero de su cuenta particular, dejando el marcador en un seis a tres que dejaba claro que la victoria estaba sacando billete para ir a Bilbao. Pero Alfonso Aparicio, el gran defensa cántabro, comenzó a empujar a sus compañeros hacia la recuperación de la fe. Abandonó el marcaje de Zarra y se fue al ataque como un delantero centro, arrastrando la voluntad de todo su equipo.

Helenio Herrera se desesperaba en el banquillo, sobre todo porque no veía frutos en aquella osada e improvisada avalancha de sus pupilos. Por fin se señaló un penalti que convirtió en gol Ben Barek (4-6) en el minuto 84. Aunque no había demasiado tiempo, los madrileños renovaron su ímpetu, robaron la pelota tras el saque de gol de los vizcaínos, y un minuto después, Calsita anotó el 5-6. Todo era posible. Cuando los relojes marcaban el minuto 89, Alfonso Aparicio, acaso sintiéndose responsable de tanto gol encajado, se lanzó al centro de Mencía como un poseso y marcó de cabeza el último gol. El resultado de aquel partido sigue siendo el empate con más goles que se ha producido en la Liga española.

Seguidor del Racing

Alfonso Aparicio (Santander, 1919-1999) tenía ocho años cuando vio su primer partido en los Campos de Sport de El Sardinero. Creció como seguidor racinguista y con unas irrefrenables ganas de jugar al fútbol, iniciándose en los patios de recreo del antiguo colegio de los Agustinos de Santander. También jugó en los equipos del Daring Club y el Magdalena. Era tanta su afición y deseo por jugar, que en el Unión Juventud Sport de Santander llegó a pagar dinero por hacerlo, pero fue por poco tiempo, porque la guerra del 36 lo cambió todo.

Se alistó voluntario en el cuerpo de Aviación, algo que sería decisivo en su carrera futbolística. En Salamanca, zona de retaguardia, se creó en 1937 un equipo con los militares de este cuerpo, donde coincidiría con otros grandes futbolistas como el santanderino Germán o el torrelaveguense Fernando Sañudo. Cuando se reanudó el Campeonato de Liga en 1939, el denominado Club Aviación Nacional se fusionó con el Athletic de Madrid para poder participar en la competición, y el entrenador, el legendario Ricardo Zamora, contó con aquel mocetón de 1,80 metros de altura para el proyecto de su equipo, el Club Atlético Aviación, que ganó las dos primeras Ligas de posguerra.

Declarado en rebeldía

En 1942, y debido a unos desacuerdos económicos, Aparicio fue declarado en rebeldía. Las costumbres se habían militarizado en el club rojiblanco, y las reclamaciones del jugador no sirvieron de nada. Fue suspendido por dos años y medio y se marchó a Santander exiliado, pero no perdió su forma física porque continuó entrenando con el Racing. El exilio en su ciudad de nacimiento duró unos dos años, y estuvo a punto de fichar por el club cántabro. Sin embargo el problema con el Atlético de Madrid se resolvió y la incorporación oficial de Aparicio al Racing no pudo llevarse a cabo, aunque sí jugó algunos partidos amistosos con la camiseta racinguista.

Con Helenio Herrera como entrenador consiguió otros dos títulos de Liga. En 1951 abandonó el Atlético de Madrid para jugar sus últimas campañas en el Boavista de Oporto, equipo que llegó a entrenar. Aparicio fue uno de los primeros que jugó de defensa central, ya que hasta entonces sólo había dos defensas laterales, y el sistema de la WM se iba introduciendo en España. Aquella nueva forma de entender el fútbol también contribuiría a que se convirtiera en la pesadilla de Telmo Zarra, despertándole de sus sueños de gol y enojándole como sombra que siempre se anticipó a su pensamiento.
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