lunes, 6 de noviembre de 2017

Amós y la gracia que deslumbró a Víctor de la Serna

La ley de las gradas es tan sencilla como inflexible. Después de seis partidos jugados y seis perdidos, aquellos miles de aficionados que habían aclamado al equipo tras su clasificación en la apertura liguera de la Primera División, se habían derrumbado. Por eso, cuando los hombres de Patrick O’Connell pisaron los Campos de Sport después de recibir la soberana paliza de ocho goles en Atocha, contra la Real Sociedad, el público rompió en sonoros desahogos de pitos y abucheos. Pero las leyes del fútbol también sientan las bases para que todo se transforme, como la materia, que ni se crea ni se destruye. Y la gracia en el oficio de un jugador fue capaz de envolver el juego del equipo, recuperar el entusiasmo de los aficionados e inspirar al periodista, Víctor de la Serna, para descubrirnos la esencia del fútbol: “Echarle gracia a las cosas. Echarle gracia a la vida, al oficio, al lenguaje, a los movimientos; acertar con el ritmo de una actividad. He ahí el gran secreto que sólo descubren los elegidos…”


Un peque de Mr. Pentland

Amós Francisco Javier de la Torriente Rivas (Santander, 1905-1976) fue uno de esos elegidos. Formó parte del selecto grupo de los “peques” de Mr. Pentland y luego continuaría su progresión jugando en el New Racing hasta debutar en el primer equipo racinguista en 1923. Se mantuvo en el Racing de Santander durante toda su vida deportiva y contó con el privilegio de ser uno de los jugadores que logró la histórica clasificación para formar parte de los diez clubes que fundarían la Primera División. Aunque su puesto era el de extremo derecha, la incorporación de Santi Zubieta le llevaría a jugar por la banda izquierda, donde haría célebre su habilidad para regatear y su tacto para colgar pases medidos al área. Su estado de gracia fue clave para que los aficionados olvidaran la pésima primera vuelta de aquel primer campeonato de Liga, con un Racing desfondado por la tortuosa fase de clasificación de empates y prórrogas, con el efímero descanso de tres días que separaron el partido final de la temporada, en Madrid, contra el Sevilla F. C., y el del inicio de la siguiente, contra el F. C. Barcelona, en Santander. Por eso el juego racinguista, que en las primeras partes se mantenía sólido, se hundía tras el descanso para caer batido una y otra vez.

La segunda vuelta

Pero en la segunda vuelta llegaría el estado de gracia de Amós que se culminó el 9 de junio de 1929, cuando el conjunto santanderino recibió en los Campos de Sport a la Real Sociedad de los ocho goles. El conjunto donostiarra mantenía la garra que el año anterior había demostrado en El Sardinero, en la triple final de la Copa del Rey que le había enfrentado al F. C. Barcelona, así que las apuestas se inundaron a favor de los vascos que comenzaron marcando a los 15 minutos gracias a un disparo de Mariscal. Los hombres de O’Connell no se desmoralizaron y muy pronto lograron el empate por un penalti lanzado por Amós. Cuando faltaban dos minutos para que acabara la primera parte, Larrínaga lanzó en profundidad un pase hacia Amós, y éste, sobre la marcha, empalmó un disparo cruzado imparable hacia la portería adversaria. En la segunda parte, la codicia del Racing no se apagó. Gómez-Acebo remató de cabeza un pase de Julio Torón para marcar el tercero y poco después, los racinguistas marcaron otros tres tantos en ocho minutos, dos de ellos obra de Gómez-Acebo y el otro de Loredo.

El artículo en 'El Cantábrico'

El Racing devolvió la goleada a los guipuzcoanos con un Amós de velocidad de vértigo, pases medidos y una armonía que deslumbraría al periodista Víctor de la Serna, que en ‘El Cantábrico’ dejó escrito un artículo titulado “La gracia en el oficio”:

“…En esa nadería de correr tras una pelota, o correr con una antorcha, un hombre y otro hombre se diferencian. Uno puede hacer una cosa lamentable y triste, en que la humana arquitectura se ‘degringole’ en un gesto feo y desapacible; en un gesto bárbaro o en una silueta rota. El otro hombre puede hacer una bella cosa; puede, sencillamente, echarle gracia al oficio, dotarle de esa cosa tan maravillosa que también se conoce con una palabra griega: estilo…/… Si cada jugador de fútbol le echara al oficio la cantidad de gracia, la calidad de estilo que Amós de la Torriente le echó anteayer al suyo, el juego inglés se habría convertido en una cosa graciosa y bella, digna del himno, del relieve y del friso”.

La ley de las gradas es tan sencilla como inflexible. Los sonoros desahogos de pitos y abucheos pueden transformarse en aclamaciones de admiración simplemente con “echarle gracia a la vida, al oficio, al lenguaje, a los movimientos…”, como hizo aquel día Amós de la Torriente y como podemos hacer todos en cada una de las actividades que emprendamos.

miércoles, 25 de octubre de 2017

José María de Cossío y García Lorca, en el campo de fútbol

La emoción colectiva nos hace autómatas. Todo por culpa de ese contagio que se transmite como la electricidad al sumergirnos en el gentío, convirtiéndonos en una diminuta parte de un todo incontrolable. Entonces somos enfermos solidarios, capaces de sincronizar nuestros gestos, nuestras acciones y, si no fuera porque la infección los diluye, hasta nuestros pensamientos. Y en cuanto el balón entra en la portería rival, los brazos se alzan, las piernas saltan, los ojos parecen salirse de su órbita y las bocas gritan al unísono la misma palabra. Es igual la raza, la religión, la clase social o cualquier otra condición de la naturaleza humana: ¡Gol!

En el Metropolitano de Madrid

A José María de Cossío le gustaba compartir esa emoción colectiva. Acaso por eso fue un asiduo erudito de los dos espectáculos de masas más importantes de la España del siglo XX: el fútbol y los toros. Amante de la vida social y del carácter lúdico de la vida, Cossío fue sabio introductor de los placeres del fútbol entre los poetas de la generación del 27. De todos es conocida su influencia para que Rafael Alberti se quedara con la boca abierta admirando el arrojo de Platko en los Campos de Sport, pero casi anónima es la presencia de Cossío y Federico García Lorca en el estadio metropolitano de Madrid para ver un partido de la selección española de fútbol donde actuaba el racinguista Fernando García.

En uno de sus artículos publicado en ABC con el título “El tema taurino y la Generación del 27”, y que ha llegado a mis manos gracias a Rafael Gómez, se recoge esta sabrosa anécdota futbolística con un García Lorca del que sólo se conocía su afición al tenis:

“... recuerdo que en una tarde de no hay billetes pretendía, conmigo y otros amigos, penetrar en un campo de fútbol. Detuviéronle los porteros encargados de ellos y Federico, con una imponente dignidad, le preguntó al portero: “¿Usted no me conoce?”. El portero se encogió de hombros dando a entender que no le conocía; y entonces, echándole un decisivo valor al asunto, dijo muy dignamente: “Yo soy Samitier”. A lo que el portero tuvo una reacción valiente y le dijo: “Usted lo que es, es un sinvergüenza.” Intervenimos todos y, naturalmente, pasamos”.

El diario de Cossío

La localización y la fecha de esta anécdota, se rescata en el diario personal de José María de Cossío. En los renglones dedicados al 8 de enero de 1936, en Madrid, Cossío apunta: “Partido de seleccionados contra un equipo checo... Encuentro en el partido con Federico García Lorca”. Entonces José María y Federico ya estaban hermanados por la amistad. El de Tudanca había estado presente en las representaciones de Fuenteovejuna que la compañía de teatro de Lorca, ‘La Barraca’, había ofrecido durante los cursos de la Universidad Internacional de Verano de Santander que organizaba la Sociedad Menéndez Pelayo, y en donde Cossío había sido profesor, recibiendo de la compañía el entrañable título de “barraquito honorario”, nombramiento que permitía entender la vida de los faranduleros y sus bromas llenas de ingenio y vivacidad, como la que nos ha recordado Benito Madariaga cuando García Lorca, invitado en Tudanca por Cossío, se subió a un árbol y a gritos comenzó a recitar una escena de teatro. Quizás fue lo que García Lorca intentó hacer aquella futbolística tarde de enero, interpretar una nueva obra de teatro.


La selección de España contra el S. K. Zidenice

El partido de fútbol que se disputó aquel día, miércoles, en la capital de España, ofrecía como atracción ver a la selección nacional que tenía que enfrentarse a Austria once días después, y jugaba uno de sus partidos de preparación contra el S.K. Zidenice de Brno. El partido, que finalmente García Lorca pudo presenciar gracias a la influencia que D. José María ya tenía en las esferas futbolísticas (Cossío era entonces presidente del Racing y había sido delegado federativo de la misma selección nacional), se jugó a las tres y cuarto de la tarde en el estadio Metropolitano, situado cerca de la barriada madrileña de Cuatro Caminos. García Lorca, con su arrebatadora estimulación dramática, quiso superar las cinco pesetas que costaba la entrada de Tribuna con una difícil interpretación, nada menos que la de José Samitier, exjugador del F. C. Barcelona y Real Madrid, también amigo de Cossío, que llevaba el merecido apodo de ‘El Mago del balón’. Quizás resultó ser un personaje demasiado conocido para los porteros del estadio que no comprendieron la calidad y el arrojo de su papel.

Con la mediación de José María de Cossío, que como presidente del Racing acudió a ver al seleccionado jugador racinguista, Nando García, el poeta de Granada pudo contemplar aquel encuentro donde la selección española ganó dos a uno, con goles cuyas circunstancias (un remate de Lángara a pase de Emilín y un disparo de Herrerita a pase de Luis Regueiro) adquieren valor no por su belleza, eficacia u oportunidad, sino por haber sido celebrados en el campo por dos hombres tan significativamente vinculados con la cultura y la literatura que se dejaron llevar por “el encanto de sumirse en la masa”, contagiados de la enfermedad que sincroniza nuestros gestos, nuestras acciones y acaso nuestros pensamientos para gritar al unísono la palabra ¡Gol!

lunes, 16 de octubre de 2017

El primer triunfo del fútbol español

Cuando se abre una nueva competición, siempre vuelvo a la nostalgia de la primera vez. No hace falta pasar las páginas del viejo periódico que conservo doblado y arropado entre las páginas de uno de mis libros. A toda plana, en la portada, puedo leer el gran titular: “¡Eurocampeones!”. Fue el día más lúcido del año, el 21 de junio, solsticio de verano de 1964, con una noche también llena de luz. Unos dicen que fue un rayo, otros que un remate de cabeza, pero lo cierto es que muy pocos tuvieron ocasión de verlo, porque el pestañeo del asombro emocionado había sorprendido a los cerca de cien mil espectadores del Santiago Bernabéu.

El gol de Marcelino

El periodista Antonio Valencia fue uno de los pocos que lo vivió con los ojos abiertos. Faltaban siete minutos para el final y el marcador mantenía el empate a uno desde el minuto 8 de la primera parte. Feliciano Rivilla, impulsado por el entusiasmo de todo el equipo, interceptó un balón e inició una galopada lanzándose al ataque por su banda derecha. Luego cedió la pelota a Pereda, que continuó su avance hasta que un defensa soviético quiso cerrarle el paso. Fue entonces cuando lanzó aquel centro duro y a media altura y el periodista se imaginó el remate “como el último verso perfecto que termina un soneto”. Y la métrica del poema congeló la figura de un excelso guardameta. Allí se quedó clavado Yashin, descansando su cuerpo sobre una rodilla semiflexionada, la única parte de su cuerpo que presintió por donde entró el balón en su portería.

Algo más que un triunfo

Pero aquel triunfo, el más importante que hasta entonces había conquistado el fútbol español, fue algo más que una victoria deportiva. El régimen de Franco lo celebró como anunciando un nuevo parte de guerra del primero de abril, no en vano, el rival de la selección española era el poderoso equipo del comunismo internacional, la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), primer campeón de Europa, cuyos jugadores lucían en su camiseta las casi clandestinas siglas de CCCP. Las relaciones políticas entre ambas naciones eran nulas y ya se habían interferido en los asuntos deportivos. Cuatro años antes, en la edición del primer Campeonato de Europa de selecciones nacionales, los cuartos de final emparejaron a España y a la URSS. Ambas federaciones acordaron las fechas de los partidos que tendrían que disputarse en Moscú y Madrid, pero al parecer, los ministros Carrero Blanco y Alonso Vega influyeron sobre el jefe del estado planteando que la llegada de los soviéticos a España era inoportuna e indignante. ¿Comunistas en la capital del franquismo? Para algunos era toda una provocación. Dicen que Franco llegó a exponerlo en un consejo de ministros y que incluso se celebró una votación donde se impuso la conveniencia de no jugar. Y así fue. La URSS pasó a la semifinal directamente, superó a Checoslovaquia y luego en la final derrotó a Yugoslavia proclamándose campeón de Europa y ganador de la primera copa Henri Dalaunay.

El camino de la gran victoria

En la segunda edición, las cosas cambiarían. El equipo español fue uno de los 29 que participó, eliminando a Rumanía, Irlanda del Norte y República de Irlanda para alcanzar las semifinales. En mayo, la UEFA había decidido que los últimos partidos se disputaran en una fase final que se celebraría en España, concretamente en Madrid y Barcelona, ciudades que recibirían a los cuatro mejores equipos europeos. España y Dinamarca ya se habían clasificado cuando se tomó la decisión, y aún faltaban por conocerse los otros dos rivales que saldrían de los ganadores del URSS-Suecia y del Hungría-Francia. Por lo tanto, las autoridades franquistas se vieron con las manos atadas para vetar de nuevo a los soviéticos en caso de que se clasificaran, cosa que lograron, como los húngaros. La fase final estuvo rodeada de una morbosa expectación. Amancio lo culminó marcando el dos a uno a Hungría en la segunda parte de la prórroga, mientras que la URSS derrotó fácilmente a Dinamarca por tres a cero. La España de Franco, como si fuera el argumento de una película de José Luis Sáenz de Heredia, volvió a batallar con éxito contra los rojos, que de ese color vistieron los jugadores soviéticos en la final, ante el azul de los españoles.

Aquel primer gran triunfo se mantuvo aislado y único hasta 1992, cuando ya en democracia, se consiguió la medalla de oro en los Juegos Olímpicos. Años después, la madurez de la convivencia social y política lo igualó y superó, porque en 2008 y 2012 repetimos la proeza (Campeones de Europa) y en 2010 la superamos con creces (Campeones del Mundo).

Cuando se abre una nueva competición, siempre vuelvo a la nostalgia de la primera vez, cuando a toda plana, en la portada, podíamos leer el gran titular: “¡Eurocampeones!”, mientras soñamos, impacientes, que vuelvan a alumbrarnos los rayos y remates de los solsticios de verano con otro gran triunfo del fútbol español.

lunes, 18 de septiembre de 2017

Coque y el romance ciego de un futbolista

Alguien pintó el amor ciego y con alas. Ciego, para no ver la realidad y guiarse a tientas por el contacto de dos fantasías; con alas, para huir tan lejos como la imaginación lo permite, porque huir es la única victoria posible ante el torrente de deseos incontrolables que atan la voluntad, arruinan la razón y provocan el último suspiro de la sabiduría.

Gerardo Coque Benavente (Valladolid, 1928-2006) continuaba huyendo cuando llegó a Santander. Nadie como él había sufrido con las quemaduras de aquella relación volcánica donde los que están fuera, ven antes el humo que las llamas los que, ensimismados, arden y se consumen por dentro. Pero con su mirada en proceso de recuperación, disimulando el aleteo malherido de su rumbo y algo chamuscado, Coque saltó al campo de Las Llanas para demostrar que aún seguía siendo un gran futbolista. Aquel día, 25 de octubre de 1959, le acompañaron en Sestao, en su bautismo racinguista, Larraz, Duró, Santamaría, Trueba, ‘Crispi’, Pardo, Raluy, Montejano, Sampedro y Nando ‘Yosu’.

El éxito precoz

Acaso no fue fácil digerir el éxito y la celebridad desde una humilde panadería de Valladolid, sin la coraza que proporciona la experiencia de la edad. Porque Coque sólo tenía 17 años cuando debutó en el primer equipo del Real Valladolid, con el que consiguió cosas que nunca se habían visto en la capital castellana, como ascender a Segunda División en 1947 gracias a una promoción derrotando al Racing, y al año siguiente, subir por primera vez en la historia a la máxima categoría con dos goles suyos ante el R. C. Deportivo de La Coruña. En 1950, su equipo logró llegar a la final de la Copa del Generalísimo y él mismo marcaría el gol del empate que obligaría a jugar la prórroga contra el Athletic Club, que finalmente se impondría por cuatro a uno. Su fútbol fue creciendo y el 1 de junio de 1952 se convirtió en el primer jugador vallisoletano en ser internacional absoluto con España, cuando se ganó por seis a cero a Irlanda, con el gesto heroico de anotar el primer gol y jugar hasta el final con un brazo roto, sujeto con un fuerte vendaje. 

Madrid, Lola Flores y la farámbula

En 1953 llegó su gran recompensa. Fue traspasado al Club Atlético de Madrid y el mundo se mostró a sus pies. Tenía 25 años y en una tarde de farándula, el actor Paco Rabal le presentó a Lola Flores, la famosa cantante que acababa de tener un romance con el futbolista del C. F. Barcelona, Gustavo Biosca. Dicen que la folclórica se encaprichó de Coque para darle celos a Biosca. Lo cierto es que Coque se rindió ante la enorme sensualidad de ‘La Faraona’, retrasó su boda con su novia de Valladolid y se dejó llevar por las noches de cabarets de moda y las juergas de tabaco, finitos, cantares y zapateados. Y Coque fue disipando su valioso talento futbolístico.

La huida de cante y baile a Sudamérica

La relación con Lola Flores decayó cuando la artista se fue de gira y regresó con un novio panameño. Fue entonces cuando Coque decidió casarse. Pero cuando Lola despachó al panameño, no resistió la tentación de caer de nuevo ante sus encantos. Otra vez las juergas nocturnas invadieron la vida del futbolista, mientras que su esposa, indignada, volvió a Valladolid. Y Coque empezó a faltar a los entrenamientos sin que nadie supiera de su paradero, hasta que se descubrió que se había marchado con Lola Flores a Sudamérica para acompañarle en su espectáculo de cante y baile. El Atlético le denunció ante la Federación por incumplimiento de contrato, pero Lola Flores envió al club la cantidad de 50.000 pesetas como pago de una parte de la ficha, “porque el único sitio donde Coque tiene que meter goles es aquí”, comentaba altiva y desafiante, señalándose entre sus ingles.

Rehacer su vida

Tras dos años de una tortuosa relación de celos y broncas, el romance entre Coque y Lola Flores terminó cuando la cantante se enamoró del guitarrista Antonio González, ‘El Pescadilla’, con el que se casaría. La mujer de Coque le perdonó y el jugador intentó rehacer su vida regresando a los campos. En 1957 fichó por el Granada C. F., pero no contaron mucho con él. Luego fue a su club de toda la vida, el Real Valladolid, donde colaboró en un nuevo ascenso a Primera, aunque no rindió como se esperaba, y después llegó a Santander. En el Racing volvió a brillar, junto a una delantera formada por Zaballa, Sampedro, Galacho, Coque y ‘Yosu’, con la que los montañeses subieron a Primera División en 1960. Coque marcó aquella temporada nueve goles para contribuir al último éxito de su carrera deportiva. Y así terminó su huida, porque huir fue la única victoria posible ante el torrente de deseos incontrolables que atan la voluntad, arruinan la razón y provocan el último suspiro de la sabiduría.

sábado, 9 de septiembre de 2017

La pierna heroica de un ciclista

El pelotón ciclista de las páginas de ‘Arriva Italia’ me ha atropellado. Aún estoy ensimismado con las historias de Fausto Coppi, Gino Bartali o Fiorenzo Magni, todo por culpa de Marcos Pereda y ese libro de deportistas martirizados por tantos kilómetros y kilómetros de carreteras. Pero en esas rutas de una nueva nación ansiosa de gloria y soñadora de ciclismo, hay un corredor que por anacrónico y mutilado no aparece en el libro. Se trata de Enrico Toti, un romano que se convertiría en héroe sin metáforas y que bien podría haber inspirado la frase de Erasmo de Rotterdam: “La locura es el origen de las hazañas de todos los héroes”.

La amputación

Enrico Toti nació en Roma en 1882. Su humilde familia estaba vinculada al trabajo ferroviario y el joven Enrico, después de embarcar en varios buques de la armada italiana, se enrolaría como fogonero de los ferrocarriles estatales. Dotado de excelentes cualidades físicas, en ese tiempo se aficionaría al ciclismo, e incluso en 1903 ganaría alguna prueba. Pero su carrera deportiva y personal sufrió la desgracia que condicionaría su vida. El 27 de marzo de 1908, en la estación de Colleferro, se vio atrapado en el acoplamiento de dos locomotoras que estaba revisando y las ruedas dentadas aplastaron su pierna izquierda que sería amputada a la altura de la cadera. Tenía entonces 25 años.

Pero Enrico Toti supo superar con fuerza e imaginación su discapacidad. Además de dedicarse a diseñar pequeños inventos, su espíritu deportivo le empujaría a participar en pruebas de natación cruzando el Tíber. También lo haría en algunas pruebas ciclistas, aunque éstas tenían más propósito de exhibición que competitivo. El interés de ver en acción la soltura de un ciclista con una sola pierna le animaría en 1911 a realizar la gran aventura de recorrer Europa en bicicleta desde Roma, pasando por Francia, Bélgica, Holanda, Alemania, Dinamarca, Suecia, Noruega (donde llegó al círculo polar ártico), Rusia, Polonia, Austria y nuevamente su querida Italia. Tras un mes de descanso, embarcaría luego hacia Alejandría para recorrer con su bici Egipto, Nubia, Sudán… hasta que las autoridades británicas le obligaron a parar su viaje enviándole a El Cairo, desde donde regresaría a Roma.


Patriota y fanático

Patriota hasta el fanatismo, y con un gran odio hacia los austriacos de los Habsburgo, con los que Italia mantenía constantes disputas de límites fronterizos, al estallar la Gran Guerra, Enrico Toti se entusiasmó con el deseo de participar activamente en el conflicto. Por eso se desplazó con su bicicleta al frente, en la zona alpina, intentando entrar en combate. Pero es rechazado una y otra vez. La insistencia de Toti es tan grande que incluso molesta a los soldados, ya que pone en evidencia la escasa motivación bélica que tiene la mayoría, así que le increpan, le insultan y le apedrean. Pero Toti no se rendirá. Es un experto en sortear adversidades y como si fuera un polizón, se cuela en las trincheras de la primera línea de fuego hasta que le descubren y le obligan a regresar a Roma.

Escribe cartas a las autoridades rogando que le dejen incorporarse al frente, porque se siente “ferviente ciudadano italiano hasta la última gota de mi sangre”, y finalmente consigue alistarse como voluntario en el Regimiento de Bersaglieri, la sección de soldados ciclistas del ejército italiano. El 6 de agosto de 1916, cuando los bersaglieri intentan tomar una cota cerca de Montefalcone, al norte de Trieste, llegará el gran triunfo de Enrico Toti. Fue el primero en lanzarse hacia las trincheras enemigas con su bicicleta impulsada por una sola pierna. Una ráfaga de ametralladora le dejaría moribundo en el suelo. Antes de morir aún tuvo fuerzas para arrojar su muleta al enemigo, besar la pluma de su casco de bersaglieri y pronunciar su famosa frase: “Nun moro io”.

Símbolo nacional

Y efectivamente, Enrico Toti no murió. Su gesto heroico se convirtió en todo un símbolo nacional. Es cierto, como señala Marcos Pereda, que fue figura fundamental del imaginario fascista que iba a nacer tras el final de la Gran Guerra, pero también inspiraría a los poetas del futurismo y al espíritu invencible que nunca se rinde. Su memoria sigue viva por toda Italia, alimentada por los monumentos levantados en su honor. También las calles, centros educativos y deportivos, e incluso submarinos de la armada de su país llevan el nombre de este romano deportista que se convirtió en héroe sin metáforas y que bien podría haber inspirado la frase de Erasmo de Rotterdam: “La locura es el origen de las hazañas de todos los héroes”.

miércoles, 23 de agosto de 2017

Urtain y el desplome de la grandiosidad

Caer es sucumbir en el combate contra la gravedad, dejarse llevar por esa fuerza misteriosa que nos ata a la tierra y reconocer nuestra naturaleza de dioses expulsados de un cielo que nunca conquistamos, aunque hubo alguien que casi lo logró, a puñetazo limpio.

Nacido en la localidad guipuzcoana de Aizarnazabal el 14 de mayo de 1943, José Manuel Ibar Azpiazu se crio en el caserío Urtain, de donde adquirió el apodo con el que se hizo célebre. Era un chaval rebelde que a los 11 años se escapó del internado de los Jesuitas de Tudela, así que en vez de estudiar prefirió trabajar en diversos oficios pero practicando varias modalidades de deporte rural. Gracias a su enorme fortaleza física se hizo famoso como cortador de troncos y levantador de piedras, llegando a alzar bloques de 250 kilos y batiendo el récord de levantamiento de piedra de 100 kilos en nada menos que 192 veces.

Tosco y sin técnica

Cuando el empresario donostiarra José Lizarazu le conoció, quedó impresionado por su fuerza descomunal y le propuso dedicarse al boxeo. Aquello cambiaría su vida. Era tosco, sin técnica, pero sus brazos eran armas de destrucción masiva. Su primer rival le duró 17 segundos y el resto eran retirados del ring en camilla o conmocionados. Combate a combate, su nombre empezó a sonar acompañado de un marketing de éxito apoyado por los medios de comunicación, aunque también se rumoreaba que sus peleas estaban amañadas. Pero entre tantos detractores, surgían cada vez más los admiradores de su fortaleza que en los años setenta le convertirían en un fenómeno de masas.

La culminación

La culminación de todo el proceso llegaría dos años después de su primer combate. El cuadrado de lona rodeado por doce cuerdas se ubicó en el Palacio de los Deportes de Madrid. Era la noche del 3 de abril de 1970. Allí había llegado, en olor de multitudes y con la contundente trayectoria de 27 combates y 27 victorias por K.O. el invencible y contundente boxeador guipuzcoano que con algo más de 84 kilos estaba dispuesto a conquistar el título de campeón de Europa de los pesos pesados. Su rival era el alemán Peter Weiland. El país se paralizó por aquel combate. Dicen que algunas entradas de la primera fila se vendieron a 50.000 pesetas, cuando el salario medio en aquel entonces era aproximadamente de 20.000. Cuando sonó la campana, las puertas del cielo se abrieron para mostrar su umbral y las voces de miles de espectadores: “¡Ur-tain!, ¡Ur-tain!, ¡Ur-tain!”.

El combate por el título

Todo marchaba muy bien para Urtain que sin embargo no era capaz de dosificar el esfuerzo y se desgastaba poco a poco en la potencia de unos golpes que no siempre llegaban a su destino. Por su parte, el alemán encajaba bien y parecía que estaba esperando la oportunidad del cansancio de su rival. El ritmo de Urtain desfallecía con el paso de los asaltos. En el cuarto, ambos recurrieron a la confusión de los abrazos del cuerpo a cuerpo para tomar respiro, y en el quinto, Weiland pegó en corto son su izquierda, Urtain no pudo esquivar, agachó la cabeza y recibió un castigo que le apagó su movilidad. Acostumbrado a terminar las peleas demasiado pronto, flotaba en el ambiente la duda de si el español podría aguantar más. Pero en el séptimo, acaso consciente de la situación, Urtain echó el resto de su energía, atacó duro con ambos puños, envió a Weiland contra las cuerdas y sus golpes le hicieron doblar la rodilla y tambalearse. Cuando el árbitro terminó la cuenta y declaró ‘Knock-out’, Urtain brincó de alegría porque ya era el nuevo campeón continental.


El declive

Pero Urtain no pudo entrar en el cielo. Perdió el título poco después en Wembley frente al británico Henry Cooper, y aunque lo recuperó posteriormente, su declive ya había empezado. Con un palmarés de 68 combates, con 53 victorias (41 de ellas por K.O.), 11 derrotas y 4 nulos, la gravedad del éxito mal gestionado le arrastraría a una ruina que no pudo encajar. Derrochador, mujeriego, bebedor... Probó con la lucha libre y varios negocios que le sumieron en el fracaso. Agobiado por los acreedores, los amigos le dieron la espalda y su esposa (la segunda) le abandonaría llevándose a sus hijos. Cuando la casera de su piso de la calle Fermín Caballero de Madrid vino a pedirle las llaves para echarle, José Manuel Ibar Azpiazu se dejó llevar por esa fuerza misteriosa que nos ata a la tierra. Fue su último combate y se lanzó al vació desde el décimo piso. Fue el 21 de julio de 1992. Dicen que con Urtain también quedó aplastada la edad de oro del boxeo español y que desde entonces nadie entrará en el cielo a puñetazo limpio.

miércoles, 9 de agosto de 2017

El Eclipse F. C., el equipo del proletariado


Por fin hemos llegado a Santander. Entramos por la calle Marqués de la Hermida y un semáforo en rojo obliga a descansar al vehículo. A la derecha, contemplo el campo polideportivo que antes era la lonja de pescado (mi madre, pescadera de la Esperanza, decía que “su oficina”), y la imaginación se me va hasta los tiempos en los que no había nacido. Antes de que se encienda la luz verde, hago una pregunta con la seguridad de que mis acompañantes no tienen ni idea: “¿Sabíais que justamente aquí, el Real Madrid jugó un partido oficial? Se me han notado las ganas que tengo de contar una de mis batallitas de fútbol…

Felices años 20

La historia siempre tiene que ver con aquel año mágico del fútbol español, el año de 1920, el año en que la recién creada selección española obtuvo la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Amberes. Fue un éxito que impulsó la práctica del fútbol en toda España, y también en Santander, no en vano, uno de los protagonistas era el racinguista Pagaza. Así que comenzaron a proliferar equipos y más equipos de fútbol. Buscaban recursos económicos con las recaudaciones de rifas, fiestas y cuotas de sus asociados (la mayor parte de ellos, los propios jugadores). Con el dinero, si llegaba, se compraban camisetas, pantalones, botas, medias, espinilleras y balones. Sin poder federarse, lo que requería disponer de un campo cerrado y reglamentario, aquellos equipos tenían como única razón de ser la de disputar partidos, generalmente en los campos de los Arenales, la zona ganada al mar en torno a la hoy Biblioteca Central. Uno de esos equipos era el Eclipse F. C. que se fundó en 1921. Pero el Eclipse tenía algo muy especial en relación al resto.

Desde una fábrica de betunes

Desde su instalación en la cuesta de Canalejas, la fábrica de betunes ‘Societé générale Cirage Français’ mantuvo cierto vanguardismo social con el trato a sus trabajadores. En 1918, por ejemplo, comenzó a dar un mes de sueldo, como prima gratuita, a las obreras que alumbraran un hijo. Otra iniciativa que fue muy celebrada fue el patrocinio de un equipo de fútbol. La idea partió del entusiasmo de Eugenio Otero, hombre “modestísimo, con su traje azul de obrero, con su cariño hacia los muchachos y con su prestigio de empleado modelo” que fue el primer presidente y convenció a los patrones para que financiaran al equipo. Los empresarios, abiertos al deporte como instrumento de provecho para sus operarios, también se convencieron de lo acertada de la idea al beneficiarse comercialmente, ya que el nombre del club iba a ser la marca de uno de los betunes que ponía en venta: Eclipse.

El Eclipse F. C. llegó a inscribirse en la Federación Regional Norte y cuando en 1923 se fundó la Federación Cántabra de Fútbol y se organizó el primer Campeonato Regional, fue uno de los 28 equipos que participó en aquel torneo histórico. Muy pronto comenzó a ser respetado en el panorama futbolístico y en 1924 ascendería a la serie A del Campeonato Regional. El auge que fue obteniendo contribuyó a animar a ‘Cirage français’ a conseguir la concesión de una parcela de Los Arenales donde se acondicionaría un campo de fútbol. Los críticos deportivos lo estaban reclamando, y al fin se inauguró el 11 de octubre de 1925 con un partido que disputaron el Eclipse y la Unión Montañesa, y que por cierto finalizó con empate a dos goles. Y como mandan los cánones, tenía sus porterías fijas, su perímetro acotado por vallas de madera, su modesto vestuario y una pequeña grada.

Los buenos tiempos de La República

Años más tarde, el Eclipse F. C. se consolidaría como uno de los grandes equipos de la serie A, aunque sin inquietar al Racing que era, con grandes diferencias, el más potente del campeonato. Su procedencia obrera le proporcionaría cierta representatividad como equipo del proletariado, siendo la mayor parte de sus incondicionales trabajadores con aspiraciones republicanas. Y precisamente recién proclamada la II República, el modesto Eclipse F. C. y su fértil campo de Los Arenales tuvieron el bautismo de esplendor recibiendo en partido oficial al Real Madrid, que con el cambio de régimen político había pasado a denominarse Madrid F. C.

Dos goles al legendario Ricardo Zamora

El Racing y el Eclipse, como campeón y subcampeón de Cantabria, respectivamente, tenían el derecho de disputar los dieciseisavos del Campeonato de España, y al Eclipse le tocó en suerte emparejar la eliminatoria contra el Madrid F. C., donde actuaba como guardameta el gran Ricardo Zamora. En el partido de ida, que se disputó en Chamartín el 26 de abril de 1931, los santanderinos perdieron 4-0. El partido de vuelta se jugó en Los Arenales con un campo repleto de espectadores. Fue la tarde del domingo, 3 de mayo. El Eclipse alineó a Crespo, Ayala, Elizalde, Quintana, Vega, Saavedra, Eloy, San Emeterio, Carral, Pérez y Cavada, mientras que el Madrid dispuso a Zamora, Escobal, Quesada, Bonet, Esparza, J. M. Peña, Eugenio, Leoncito, Morera, Cosme y Olaso. El delantero centro del equipo betunero, Nobel Carral, le marcaría dos goles al afamado portero madridista, aunque finalmente el Eclipse volvería a perder, esta vez por el resultado de dos a cinco. No importó la derrota. Los Arenales, que desaparecerían años después para permitir la expansión de la ciudad, habían dejado una brillante estela deportiva en la vida de Santander.

Ya no queda nada de aquel Eclipse, ni de aquella fábrica de betún, ni de aquella heroicidad de marcarle dos goles al gran Ricardo Zamora en los humildes Arenales. Pero cada vez que pase por la calle Marqués de la Hermida y un semáforo en rojo detenga mi entrada en Santander, pienso seguir con mis preguntas para despertar la curiosidad de mis acompañantes: “¿Sabíais que justamente aquí, el Real Madrid jugó un partido oficial?”

jueves, 20 de julio de 2017

Los saltos del primer oro olímpico


Le llamaban ‘El Pájaro’, por su ligereza y delgadez. Y realmente parecía volar cuando montaba a lomos de su yegua ‘Revestida’. Juntos formaban una simbiosis armónica que a primera vista evocaba la imagen del centauro. Salto tras salto, desde la tribuna principal del estadio, la reina Guillermina de Holanda pudo comprobarlo aquel día, el 12 de agosto de 1928, durante la jornada de clausura de los Juegos Olímpicos de Ámsterdam. El jinete español se fundió en el espíritu de su montura y se elevó sobre el resto de sus competidores. Tras superar los dieciséis obstáculos del recorrido, y sin dejar de cabalgar, se inclinó sobre el cuello del animal para felicitarle al oído entre ráfagas de alegres resoplidos.

Un sexto sentido

Julio García Fernández de los Ríos (Reinosa, 1894-Madrid, 1969) siempre tuvo un sexto sentido para conectar con los caballos. Era hijo de un coronel de ingenieros, así que la carrera militar fue un destino casi inevitable, aunque su afición le orientaría hacia la Academia de Caballería. Allí pudo desarrollar su vocación y con el grado de teniente ganó la Copa del Rey en 1917, su primera victoria importante que le abriría un escenario de éxitos. Tras la guerra de África, se incorporó como capitán a la Escuela de Equitación, por donde pasaban los mejores jinetes del país, siendo uno de sus profesores y participando en concursos nacionales e internacionales. Tenía una especial preferencia por las yeguas y ‘Revestida’ era su favorita. Con ella obtuvo importantes triunfos, como el Gran Premio de Lisboa o la Copa del Ejército Polaco que consiguió en Niza. Era un animal noble y potente que Julio decidió incorporar al enorme reto que suponía la participación española en los Juegos Olímpicos.

Cuarenta y seis jinetes de dieciséis países

En las pruebas hípicas de Ámsterdam participaron cuarenta y seis jinetes en representación de dieciséis países. El equipo español estaba compuesto por tres capitanes: José Álvarez de Bohorques (marqués de Trujillos), José Navarro Morenés (conde de Casa Loja) y el cántabro Julio García Fernández de los Ríos. Los favoritos eran los suecos, que habían ganado en los Juegos de Estocolmo (1912), Amberes (1920) y París (1924), y efectivamente, antes de que los españoles salieran a la pista, los suecos mandaban en la clasificación con diez puntos de penalización. Nadie había pensado en las posibilidades de medalla de los españoles, hasta que Álvarez de Bohorques, con el caballo ‘Zalamero’, terminó el recorrido con una sola falta, un derribo de pies en una doble barra que le restó dos puntos. Navarro Morenés, con ‘Zapatazo’, salió en segundo lugar y completó un recorrido limpio, de tal manera que el jinete cántabro, con su potente yegua, se quedó sosteniendo todo el peso de la responsabilidad. Pero Julio, competidor nato, hábil, seguro de sí mismo y de las posibilidades de su entendimiento con ‘Revestida’, sólo cometió una falta con dos puntos de penalización, sumando cuatro y por lo tanto situando a su equipo en primera posición. Con la medalla asegurada, hubo que esperar al recorrido de los tres jinetes de Polonia para conocer qué metal correspondería a la representación española. A falta de la actuación del tercer jinete, los polacos sólo tenían dos puntos de penalización, pero en el último salto, un fallo les hizo sumar seis puntos más y el equipo español logró el oro, el primero de su historia olímpica. Los miembros de la expedición española no pudieron resistir el impulso y saltaron a la pista para abrazarse con los ganadores.

General y presidente de la Federación Hípica Española

La proclamación de la República y la guerra interrumpieron la vida deportiva de García Fernández de los Ríos, pero sólo durante algunos años, ya que regresó a la Escuela de Equitación en 1939 y recuperó su participación en concursos hasta su retirada en 1947. En 1958, tras ser ascendido a general de división, fue designado presidente de la Federación Hípica Española.

Le llamaban ‘El Pájaro’, por su ligereza y delgadez. Y realmente parecía volar cuando montaba a lomos de sus caballos, con los que practicó doma, polo, enganche, salto y carreras, siempre formando una simbiosis armónica que a primera vista evocaba la imagen del centauro. El deporte español había entrado en la puerta dorada del Olimpismo gracias a aquel jinete de Reinosa que se había fundido en el espíritu de su montura, elevándose sobre el resto de sus competidores y mostrando una especial gratitud y reconocimiento a su yegua, ‘Revestida’. Por eso, tras superar los dieciséis obstáculos del recorrido, y sin dejar de cabalgar, se inclinó sobre el cuello del animal para felicitarle al oído entre ráfagas de alegres resoplidos, compartiendo con ella la primera medalla de oro del deporte español y la primera medalla de oro de un deportista cántabro.

miércoles, 12 de julio de 2017

Carmen Trueba, el pedalear que ensombreció a la hombría

Los corredores ya se han dispersado en ese goteo de sufrimiento que es subir en bicicleta un exigente puerto de montaña. Y no es una ascensión cualquiera. El grupo, un modesto equipo de aficionados, se prepara para las próximas competiciones, y nada mejor para probar las fuerzas que afrontar el reto de la ascensión del puerto de El Escudo.

Por Entrambasmestas, cuando se abandona la compañía del río Pas, la carretera, con tramos de tierra y piedras sueltas, comienza a elevarse con una sucesión de rampas aliviadas por breves descensos. Pero al llegar a Los Pandos, el dolor comienza a impedir el bello contemplar del paisaje con las cabañas pasiegas y se hace insoportable después de pasar por el puente del río Selviejo. La respiración se acelera mientras la cadencia del pedaleo se hace más pesada y pausada. Hay que continuar levantándose del sillín para responder a esos porcentajes con cotas entre el 15 y el 20 por ciento. El ciclista más rezagado, el que más sufre la tortura de la lucha contra la gravedad, ha podido observar durante las cerradas curvas que otro grupo se está acercando. Enseguida los reconoce. Son los hermanos Trueba. Cree distinguir a Fermín, a Manuel, a Victorino… No puede identificar al resto. Quizás también esté la gran figura, Vicente, ‘La pulga’, el famoso héroe del Tour y con él una extraña estampa que incluso parece una mujer… parece… ¡No puede ser! ¡Es una mujer!

Una mujer subiendo El Escudo

En tiempos en los que no existían pruebas ciclistas femeninas en España, la única mujer capaz de subir El Escudo sólo podía ser una Trueba, porque Carmen y Avelina fueron tan aficionadas al ciclismo como el resto de sus hermanos, a los que solían acompañar pedaleando. Además, Carmen Trueba Pérez (Torrelavega, 1910-2016) gozaba de una merecida fama de escaladora y no era la primera vez que ascendía El Escudo. Aunque no podía competir, estaba implicada en las pruebas como ‘aguadora’, colocándose en lugares estratégicos para atender al avituallamiento de sus hermanos, y nunca renunciaba a acompañarles en bicicleta durante los duros entrenamientos a los que se sometían.

No sabemos si Carmen había oído hablar de Alfonsina Strada, la única mujer que en 1924, con 33 años, llegó a competir en un Giro de Italia y también única que ha corrido una Gran Vuelta. En aquella hazaña, siempre se mantuvo en la cola del pelotón, soportando las burlas del resto de los ciclistas, además de las caídas, tempestad de granizo, lluvias, vientos, pinchazos y roturas de manillar que sufrió en algunas etapas. Se hizo tan popular, que la dejaron continuar a pesar de que entró fuera de control en la séptima etapa, y aunque su nombre se retiró por esa causa en las clasificaciones oficiales, aguantó en la bicicleta durante todo el recorrido.

El ejemplo de sus hermanos

Pero en realidad, Carmen Trueba no tenía necesidad de conocer la historia de la heroína italiana. Tenía el ejemplo de sus hermanos, en especial el de Vicente, que en el Tour de 1933 dejaría fuera de control prácticamente a todo el pelotón, circunstancia que obligó al organizador de la prueba a cambiar las normas, impidiendo de esta manera el legítimo triunfo del cántabro en la gran prueba francesa. Así que Carmen, amparada por esos genes invencibles, se dispuso a superar al rezagado. En su excelente libro sobre Vicente Trueba, ‘biciografía de un ciclista legendario’, Ángel Neila reseña esta anécdota de la hermana de Vicente Trueba subiendo El Escudo añadiendo que el “hombre joven, atónito ante lo que veía, le dijo que aflojara el ritmo porque se sentía avergonzado de verse superado por una mujer”.

No sabemos si aquel joven, que más que nunca goteaba de sufrimiento, había oído hablar de Alfonsina Strada y de las burlas que tuvo que soportar en aquel Giro de 1924. Pero en realidad no importaba. Porque a quien no olvidaría nunca fue a Carmen Trueba, a quien intentó seguir la rueda durante unos instantes, hasta que ella miró hacia atrás, le dedicó una sonrisa y acelerando le dejó con su soledad de hombre “avergonzado de verse superado por una mujer” y masticando una gran lección de humildad y de reconocimiento al mérito sin distinción de sexos, mientras Carmen Trueba Pérez ensombrecía la hombría del corredor y conquistaba la cima.

jueves, 22 de junio de 2017

Nettie Honeyball, la futbolista de la igualdad

Unos 10.000 espectadores acudieron aquel día al campo del Crouch End Athletic de Londres para ver el partido. En realidad era algo más que un partido. Era el anuncio de una revolución que, por el momento, muy pocos se iban a tomar en serio. Pero la curiosidad y el morbo, por lo inusitado, atrajeron a una multitud de personas de ambos sexos para ver aquel espectáculo de mujeres jugando al fútbol. Y uniformadas con blusas, gorras y bombachos, con unos pantalones muy amplios que se ceñían a la pierna un poco más abajo de la rodilla, aquellas jóvenes se lanzaron a perseguir el balón ávidas de demostrar que las mujeres no eran criaturas ornamentales e inútiles, y que algún día también podrían sentarse en el Parlamento y tener voto en los asuntos que a todos concernían. Era el 23 de marzo de 1895, la fecha del primer partido de fútbol femenino de la historia.

Pionera del fútbol femenino

La aventura de aquel partido fue cosa de una mujer que la FIFA considera pionera del fútbol femenino mundial. Se llamaba Nettie J. Honeyball y había nacido en Londres en 1871. El movimiento sufragista aún no había nacido, pero Honeyball había montado su propio mecanismo para reivindicar el valor de la mujer y su emancipación social. Y eligió el fútbol para el inicio de aquella conquista de la igualdad. Su primer paso fue publicar en la prensa londinense un anuncio para convocar a chicas que se unieran a ella para formar un equipo. Fueron treinta las jóvenes que acudieron a su llamada y que fundarían el British Ladies Football Club, el primer equipo femenino de la historia. Convenció a la aventurera y feminista Lady Florence Dixie para que presidiera el club y logró que les entrenara un futbolista del Tottenham Hosspur. Así que dos veces por semana, las jugadoras se ejercitaban en un parque público con el balón, ante la mirada de los curiosos que dudaban en expresar su burla o su escándalo.

El gran día

Tras meses de preparación, llegaría el gran día. El encuentro tuvo carácter benéfico y las jugadoras se dividieron en dos equipos, uno representando al norte de la ciudad y cuya capitana era Honeyball, y la otra al sur. Las primeras iban vestidas de rojo y las segundas de azul. La experiencia no tuvo buenas críticas. La prensa escribió sobre señoras que vagaban sin rumbo por el terreno de juego, de carreras descoordinadas y sin gracia, de torpeza en el dominio de la pelota y de acciones “impropias de su sexo”. Incluso hubo asociaciones médicas que aseguraron que la práctica del fútbol era perjudicial para las mujeres. También hubo muchas risotadas y un importante número de espectadores, indignados, se marcharon en el descanso.

Una huella imborrable

Pero aquel partido no fue un fracaso. Dejó una huella que años después rastrearían otras mujeres, cuando la Gran Guerra irrumpió en la vida de los ingleses y ellas dejaron sus hogares para trabajar en la industria de las municiones. Se creó una Sección de Salud y Asistencia Social donde se apoyaba la actividad deportiva. Y las municioneras eligieron de forma mayoritaria el fútbol. Surgieron equipos femeninos en torno a las fábricas, alcanzando gran popularidad en 1917 y 1918. En 1921, durante la huelga de los trabajadores del carbón, las jóvenes futbolistas de las minas del norte de Inglaterra comenzaron a jugar partidos para recaudar fondos y sostener la protesta. Se calcula que se llegaron a crear unos 150 clubes femeninos. Incluso durante un tiempo se comenzó a jugar un pequeño campeonato liguero, hasta que la Football Association emitió ese mismo año el célebre comunicado donde se aconsejaba a los clubes miembros que rechazaran el uso de sus instalaciones para el fútbol femenino. Aquella prohibición se mantuvo ¡sorprendentemente! medio siglo, hasta 1971.

Espíritu invencible

Hoy no hay burlas, ni escándalos, ni risotadas en las gradas de un partido de fútbol femenino. No llevan blusas, gorras, bombachos ni pantalones amplios que se ciñen a la pierna por debajo de la rodilla, pero siguen conservando ese espíritu invencible de la misma revolución que inspiró Nettie J. Honeyball, la de las jóvenes persiguiendo un balón ávidas de demostrar que las mujeres no son criaturas ornamentales e inútiles, y que pueden regatear a los hombres en cualquier jugada, dejándonos sentados en el suelo, mientras rebasan la línea de gol con el balón en sus pies y el ejemplo de una futbolista por la igualdad.
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