viernes, 5 de enero de 2018

El silencio de San Mamés

Radchenko
Lo recuerdo impactado. Como cuando oí por la radio los disparos de Tejero en las Cortes, o cuando vi por la televisión cómo ardían las Torres Gemelas. Pero en esta ocasión, yo estuve allí. Fue un silencio que estremeció a miles de personas, unánimemente enmudecidas. Es cierto que sólo fueron unos segundos, porque enseguida estallaron brotes de delirios que rebotaban en el eco de aquel vacío de voces calladas, de bocas semiabiertas que agujereaban miles de caras incrédulas. Eran delirios de una minoría racinguista que nunca dejó de ser silenciosa, pero que emergió enérgica para celebrar el milagro de un gol y la aparición de un nuevo ídolo.

El saludo de los capitanes

Todo empezó cuando Quique Setién y Ánder Garitano estrecharon sus manos en el centro del campo. Unos tres mil seguidores del Racing se habían desplazado a San Mamés, salpicando sus distintivos verdes y blancos por las inmediaciones del campo. El club santanderino había regresado a Primera División, y la visita a Bilbao, después de tantos años deambulando por la Segunda División, con el amargo paso por la Segunda B, era un aliciente más para la afición racinguista que había recuperado el entusiasmo. Pero el equipo que dirigía Javier Irureta no estaba atravesando un buen momento. Después de un inicio liguero bastante aceptable para ser un recién ascendido, se enfrentaba en la decimoséptima jornada al Athletic Club de Bilbao con el bagaje de haber perdido los tres últimos partidos contra el R. C. D. de la Coruña (1-0), Real Oviedo (1-2) y Atlético de Madrid (4-0). Por su parte, el Athletic Club había iniciado una racha de excelentes resultados que invitaba a apostar por una victoria inevitable de los vizcaínos. Pero ya se sabe, el fútbol no es siempre como se piensa.

No hubo goles en la primera parte en el viejo San Mamés, pero fue el Racing el equipo que más cerca estuvo de marcar, aunque el penalti que Larrainzar hizo a Radchenko no fue señalado por el árbitro, Andújar Oliver.

Los goles

En la segunda parte, la defensa cántabra comenzó a debilitarse y la delantera vizcaína aumentó sus opciones. Tuvo tres ocasiones claras en las botas de Larrainzar, Guerrero y Eskurza, que anunciaban la llegada del gol local. Y el gol vino gracias al oportunismo de Ciganda, un jugador que comenzaría a especializarse en batir la portería racinguista, y que en esta ocasión remató en el área pequeña un rechace de Ceballos a un duro disparo de Julen Guerrero. Se cumplía el minuto 55.

Encajar un gol produce sensaciones amargas. Los jugadores se miran por un momento buscando respuestas que no se encuentran y enseguida los ojos ponen su punto de mira en la hierba, mientras se camina cabizbajo hacia el círculo central. Es el pitido del saque el que obliga a levantar la cabeza, a respirar hondo y a eludir el impetuoso arranque de quienes acaban de ponerse por delante en el marcador. Cuando se supera esta embestida, se produce un proceso de cambio de actitud. Irureta sale del banquillo y da instrucciones a Michel Pineda para salir al campo. Durante el cambio, le indica a Quique que adelante su posición. En el Athletic, las sensaciones giran alrededor de la misión cumplida.

La salida de Pineda es providencial. Recoge un balón al borde del área y su disparo establece un empate que deja fría a la parroquia de rojo y blanco. Efectivamente, encajar un gol produce sensaciones amargas e invitan a un proceso de cambio, y los vascos vuelven a buscar la victoria. Pero al Racing se le ha olvidado cambiar. La dinámica de buscar el empate continúa en las botas de sus futbolistas.

La genialidad de Radchenko

Cuando todo parecía destinado a un empate a uno, Dmitry Radchenko se negó rotundamente a aceptar el resultado. Recogió el balón en el centro del campo y esperó a que Mutiu estuviera en disposición de acompañarle para hacer una pared. Cuando recibió la pelota devuelta del nigeriano, el ruso intensificó su carrera con zancadas eléctricas y frescas, impropias del minuto 88 en el que se desenvolvía la jugada. Estiraba la pierna para tocar el balón con la puntera cambiando la trayectoria de la carrera a su conveniencia. Fueron sólo cuatro toques con su pie derecho. El primero fue para controlar la devolución de Mutiu. Con el segundo se coló entre dos rivales que a punto estuvieron de darse de morros intentando parar la afilada penetración hacia el centro de la portería. El tercero superó la entrada desesperada del central, que se tiró al suelo para alargar su voluntad fracasada de arrebatar el balón a aquel espigado jugador. Y el cuarto, ¡oh el cuarto! El cuarto se ejecutó justo en la media luna que corona el área. Fue un toque diferente a los rápidos y breves que lo precedieron, un toque acompañando el balón hacia arriba, levantando una vaselina sobre el guardameta Valencia, que había salido hasta más allá del punto de penalti para evitar la inercia del avance del delantero. Yo vi aquella jugada justo detrás de la portería. La vaselina era tan alta y seca, que me pareció eterno su vuelo. Incluso presentí que era demasiada alta, y que el bote en el suelo podía elevar el balón por encima del larguero. Acaso eso mismo pensaba Radchenko cuando, inmóvil y expectante, miraba la pelota estirando el cuello. Fue cuando estalló el silencio, el gran silencio de San Mamés. Y el balón entró. Y Radchenko se arrodilló, se sentó sobre sus talones y lanzó el grito del triunfo hacia el cielo. Lo recuerdo impactado. Como cuando oí por la radio los disparos de Tejero en las Cortes, o cuando vi por la televisión cómo ardían las Torres Gemelas. Pero en esta ocasión, yo estuve allí.

El nombre de la catedral

¿Que por qué se llama la catedral? Lo comprendí aquel día, cuando escuché aquel silencio de iglesia, silencio de devotos rezando, silencio de plegarias de arrepentidos y penitentes, venerando a un nuevo ídolo (devorador de leones) que desbancó a San Mamés de los altares de aquel templo del fútbol.

sábado, 16 de diciembre de 2017

La gran victoria del perdedor

El éxito y el fracaso son dos impostores del esfuerzo humano, dos caras de una misma moneda que el Olimpismo acuñó en forma de medalla para ilusionar a los pueblos en la paz del antagonismo. Pero el sacrificio, el dolor y el sufrimiento no son un espejismo, son demasiado reales. Lo saben los 56 atletas que partieron del castillo de Windsor a las 14:30 horas del 24 de julio de 1908. Será un calvario de 42 kilómetros y 195 metros hasta llegar al estadio londinense de White City, en Shepherd’s Bush, donde les espera la misma reina de Inglaterra.

Los primeros compases

Los ingleses son los favoritos y han marcado el ritmo en los primeros compases, pero el calor ha derretido sus primeros impulsos y han sido alcanzados por el sudafricano Charles Hefferon y el italiano Dorando Pietri. Cuando van por el kilómetro 32, el sudafricano saca cuatro minutos al italiano, mientras que tres norteamericanos, en mancomunada colaboración, van avanzando sus posiciones. En el kilómetro 41, Hefferon desfallece y Dorando Pietri se coloca en cabeza. También hay novedades en el grupo de los corredores americanos. Uno de ellos, John Hayes, se ha descolgado de sus compañeros y con un ritmo endiablado ha cazado a Hefferon. La emoción es la habitual cuando llega el tramo final de una carrera. Pero hay algo que va a trascender al episodio deportivo.

Un final angustioso

Obsesionado en mantener un ritmo imposible y cegado por el enorme esfuerzo, Dorando Pietri se ha olvidado de beber líquidos y tiene síntomas de deshidratación. Por eso da muestras de una preocupante debilidad. Extenuado, titubeante, polvoriento y sudoroso, ha entrado andando y desorientado en el estadio, donde le reciben entusiasmados entre 75.000 y 100.000 espectadores. Pero el entusiasmo se ha convertido de repente en una angustia colectiva. El atleta zigzaguea, se cae, se levanta, da algunos pasos y vuelve a caer. La compasión y las ganas de ayudar invaden el ambiente. El escritor Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, es testigo de la dramática llegada como periodista del ‘Daily Mail’ y observa “el rostro demacrado, amarillo, los ojos vidriosos e inexpresivos” de Dorando, mientras se recupera, logra erguirse, camina tambaleándose y vuelve a desplomarse sobre la ceniza de la pista, a pocos metros de la meta. De repente, un clamor surge del público. El americano ha entrado en el estadio. El italiano, desde el suelo, observa la pesadilla que supone la cercana presencia de su rival. Con un esfuerzo sobrehumano se levanta, pero sus piernas se doblan. Entonces el mismo director de la carrera, Jack Andrew, y el médico de la prueba, Michael Bulger, no resisten la tentación de prestarle ayuda y le sujetan, prácticamente arrastrándole, en los últimos cinco metros. De esta manera logra entrar primero en la carrera de maratón. Treinta y dos segundos después, entra en la meta el norteamericano.

Una decisión impopular

Fue la decisión más impopular de unos juegos olímpicos, porque la ayuda prestada al corredor invalidó la victoria. Dorando Pietri fue descalificado con las quejas del público y de gran parte de la prensa que no comprendía cómo era posible que no se recompensara tal cúmulo de tormentos deportivos con aquella medalla que tuvo al alcance de la mano. Así que al día siguiente, durante la clausura de los Juegos, escoltado por dos diplomáticos italianos y precedido por la bandera italiana, Dorando ascendió hasta el palco real, arropado por la multitud, para escuchar la voz de la reina Alexandra que le decía: “No tengo diploma, ni medalla, ni laurel que entregaros, señor Dorando, pero he aquí una copa de oro y espero que no os llevaréis únicamente malos recuerdos de nuestro país”.

Los reconocimientos

Dorando Pietri se llevó de Inglaterra los mejores recuerdos y el corazón de los londinenses. Cuatro años antes, aquel pequeño atleta se había quitado el delantal de dependiente para incorporarse a una carrera que pasaba por el comercio donde trabajaba, y ahora llegaba a su casa con una copa de oro que le convertía en un afamado deportista. ¿Perdedor? El ‘Dayly Mail’ había recaudado 300 libras entre sus lectores para premiar al atleta. Cerca del estadio de White City, existe aún una calle que se llama Dorando Close. En la localidad italiana de Capri (Módena), se le recuerda con una estatua levantada en su honor. Irving Berlin compuso una canción sobre él y dos libros cuentan la aventura que le convirtió en un mito olímpico. Sin embargo, nadie se acuerda del nombre del ganador.

Los impostores del esfuerzo humano, las dos caras de una misma moneda que el Olimpismo acuñó en forma de medalla para ilusionar a los pueblos, se confundieron aquel 24 de julio de 1908. ¿Éxito, fracaso? Extenuado, titubeante, polvoriento y sudoroso, Dorando Pietri entró andando, zigzagueando y desorientado en el estadio, pero consiguió la victoria más grande que haya podido obtener ningún perdedor.

martes, 5 de diciembre de 2017

Los primeros pasos de la quiniela

Desde el centro de la ciudad, varios jóvenes y menos jóvenes suben a la calle santanderina de Menéndez de Luarca, cerca de la fábrica de tabacos, portando en las manos un pequeño y misterioso papel que ojean de vez en cuando meciéndose el cabello o acariciándose la barbilla. La mayoría son muchachos de diversos oficios, estudiantes, señoritos y botones de los cafés o de los hoteles. Todos llevan los ojos encendidos por la ilusión, camino de una humilde taberna llamada “La Callealtera”. Allí entregan el mensaje de sus augurios y la ofrenda de una peseta para que los dioses les sean propicios. Saben que la esfera del balón tendrá el domingo la última palabra para cambiar sus fortunas.

En torno a la mesa de una taberna

Aquel día, 15 de febrero de 1931, Francisco Peral reunió en la mesa de la taberna 2.690 papeletas de su particular “bolsa de fútbol”. Todo había empezado dos años antes como un entretenimiento para animar la emoción del recién creado campeonato nacional de Liga. En los primeros partidos de 1929, Peral y unos pocos amigos se jugaban el café de los domingos calculando los ganadores de cada encuentro. Pero jornada a jornada se incorporaron más conocidos hasta llegar a treinta. Fue entonces cuando Peral, contable de una casa de comercio, comenzó a idear de forma más seria las apuestas, acordando hacer una recaudación que se entregaría a quien se aproximara más al acierto. Al final de temporada, fueron aumentando los jugadores que llegaron al centenar, con los consiguientes problemas para escrutar los resultados.

Sin sospechas de amaño

Hasta que se le ocurrió organizar un sistema de puntuación en función de los goles marcados por cada equipo y de los pronósticos de cada partido, en base a un reglamento establecido que todos conocían y podían interpretar. El hecho de que las apuestas se liberaran de cualquier sospecha de amaño, fue la clave del éxito. En la siguiente temporada comenzaron con 150 apostantes en la primera jornada que subirían hasta llegar a los 2.690. La idea de Francisco Peral fue seguida por otros establecimientos y los apostantes se multiplicarían por varios bares santanderinos, como “El Progreso” o el “Bar Montañés”. Aquellas quinielas trataban de acertar los resultados exactos de cinco partidos de Primera División, entre los que siempre se incluía al Racing.

La beneficencia

Años más tarde, en 1945, Francisco Peral puso su experiencia y la idea de su bolsa de fútbol a disposición de los hermanos de San Juan de Dios para recaudar fondos a beneficio del hospital de Santa Clotilde, creándose lo que se llamaría quiniela de San Clotilde. Ésa sería la clave para abrir el camino de la quiniela tal y como la conocemos en la actualidad: la beneficencia. Porque el régimen de Franco no era partidario del juego, excepto de la lotería nacional y de los sorteos impulsados por entidades benéficas. Por eso no era fácil legalizar las apuestas que alrededor del fútbol aún se mantenían en España. Sin embargo fue el periodista de ‘Informaciones’, Julio Cueto, quien planteó la quiniela como una propuesta altruista que destinaría parte de la recaudación a la beneficencia, y con ayuda del general Fernando Roldán, entonces director del Departamento de Timbres y Monopolios del Estado, se pudo convencer a las autoridades.

El nacimiento del Patronato

El 12 de abril de 1946 apareció en el Boletín Oficial del Estado el decreto ley por el que se creaba el Patronato de Apuestas Mutuas Deportivo Benéficas. La primera quiniela legalizada y de carácter nacional surgió en la temporada 1946-47, y el sistema de pronósticos se basaba en acertar los goles de cada uno de los siete partidos de Primera División. Pero fue en la temporada 1947-48 cuando Pablo Hernández Coronado, nombrado rector del Patronato, aplicó las apuestas con el conocido sistema del 1-X-2, incrementándose en premios el 55 por ciento de las recaudaciones y añadiendo los siete partidos de Segunda División para configurar la popular quiniela de catorce.

El Racing, sumido aquella temporada en el grupo segundo de la Tercera División, no pudo incluirse en la primera quiniela del 1-X-2, pero sí tuvo su protagonismo con aquella inspiración callealtera que guiaba a los muchachos de oficio, estudiantes, señoritos y botones de los cafés o de los hoteles a subir a la calle santanderina de Menéndez de Luarca, cerca de la fábrica de tabacos, portando en las manos un pequeño y misterioso papel con los ojos encendidos por la ilusión. Y todos entregaban a Francisco Peral el mensaje de sus augurios y la ofrenda de una peseta para que los dioses les fueran propicios. Desde entonces, cada domingo, la esfera del balón sigue teniendo la última palabra para cambiar la fortuna.

lunes, 20 de noviembre de 2017

El señor de los árbitros

El silbato negro de balaquita sonó tres veces seguidas. El último toque fue un poco más largo, como surgido de la expiración que supone el final de la vida. Es así como mueren los partidos de fútbol, presentados ante el juicio final de un resultado inamovible. Pero aquel último aliento del partido también fue el último de una carrera deportiva escasamente reconocida, pero excepcional. Su mayor mérito fue que nadie habló de él en aquella crónica. Todo se centró en Ricardo Gallego levantando el trofeo de campeón, en el exquisito y tempranero gol de Rafael Gordillo picando la pelota o en la despedida definitiva de futbolistas como Camacho o Maceda. Fue un partido limpio y fácil (él lo hacía fácil), donde sólo mostró dos tarjetas amarillas, una a Emilio Butragueño, del Real Madrid, y la otra a Fernando Hierro, entonces jugador del Real Valladolid. Después del último soplido, recogió el balón, felicitó a sus linieres y se marchó discreto a los vestuarios mientras el delirio de los jugadores y de los aficionados del Real Madrid, teñían de blanco el estadio Vicente Calderón tras la final de la Copa del Rey. Ocurrió el 30 de junio de 1989.

La vocación de la justicia

Victoriano Sánchez Arminio (Santander, 26 de junio de 1942), no fue un niño como los demás. Jugó a fútbol en el colegio, como todos, pero pronto descubrió su vocación de impartir justicia entre el descontrol de patadas infantiles del patio de recreo. Así que a los quince años, cuando todos soñaban en ser delanteros, Victoriano cogió un silbato y se vistió de madurez. Con paciencia y seriedad, se fue labrando ese camino lento, seguro y silencioso que garantiza el éxito. Su primera actuación como árbitro principal en un partido de categoría nacional, fue en 1967. En la siguiente temporada, ya era árbitro de Segunda División, categoría en la que se mantuvo seis campañas. En la temporada 1976-77, logró dar el salto a la Primera División, donde dirigió 149 partidos, debutando en el que disputó el Málaga C. F. contra la U. D. Salamanca. Un año después, obtuvo la escarapela de la FIFA y dirigió partidos en el Mundial de España (1982) y México (1986), en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles (1984) y en la Eurocopa de 1984.

Ser árbitro no es nada fácil, al menos ser un buen árbitro. Marcar un gol a veces es más sencillo que apreciar con exactitud los movimientos de los jugadores e interpretar sus acciones. Así lo reconoció José María de Cossío, aquel intelectual comprometido con el Racing que afirmaría que “el oficio de árbitro de fútbol tiene del juego, todas las difíciles cualidades de la improvisación, de la rapidez en la visión, del conocimiento de todo el mecanismo técnico y reglamentario, de la decisión para el juicio inmediato, hasta de las condiciones físicas para seguir el juego con ilusión y sin fatiga; en una palabra, las mismas cualidades del practicante del juego”. Cossío también añadiría otras cualidades inherentes a los buenos árbitros de fútbol: “las virtudes cardinales, cimiento del carácter, que es imposible expresar mejor que con las palabras que aprendimos en el catecismo de la doctrina cristiana…”

El homenaje de El Sardinero

Y así, con la “prudencia, fortaleza, justicia y templanza”, acostumbrado a ser garantía, amenaza y descarga de todo tipo de frustraciones, Sánchez Arminio recorrió en el campo más kilómetros que cualquier futbolista. Sin números a su espalda, nunca pateó un balón ni recibió ovaciones de un público acostumbrado a increparle con sus dos apellidos y a convertirle en chivo expiatorio de las derrotas de su equipo, hasta que un día, en el campo municipal de El Sardinero, alguien se acordó de él y miles de palmas incendiaron la explosión de un reconocimiento, ofreciéndole la posibilidad, después de treinta años, de tocar el balón como un futbolista. Fue el 9 de agosto de 1989, dos meses después de su retirada, cuando realizó el saque de honor del partido amistoso entre el Racing y el Real Madrid que sirvió para su homenaje.

Entre todos los árbitros de Cantabria, Sánchez Arminio atesora el más apreciado palmarés, y han sido varios los que, por ejemplo, lograron arbitrar una final de Copa, como Fermín Sánchez González (1924), Rafael García Fernández (1953) o más recientemente, Alfonso Pérez Burrul (2005). Pero Victoriano tuvo ese honor en tres ocasiones (1982, 1986 y 1989) y en 1993, se convirtió en el responsable del más alto estamento arbitral en España. En su casa, seguramente aún conserve una reproducción de la histórica carabela de Juan de la Cosa, la ‘Santa María’, con una leyenda donde se resalta “su ejemplar y brillante trayectoria como árbitro internacional de fútbol y modelo de comportamiento y nobleza de su tierra cántabra” que Cantabria dedicó al señor de los árbitros.

lunes, 6 de noviembre de 2017

Amós y la gracia que deslumbró a Víctor de la Serna

La ley de las gradas es tan sencilla como inflexible. Después de seis partidos jugados y seis perdidos, aquellos miles de aficionados que habían aclamado al equipo tras su clasificación en la apertura liguera de la Primera División, se habían derrumbado. Por eso, cuando los hombres de Patrick O’Connell pisaron los Campos de Sport después de recibir la soberana paliza de ocho goles en Atocha, contra la Real Sociedad, el público rompió en sonoros desahogos de pitos y abucheos. Pero las leyes del fútbol también sientan las bases para que todo se transforme, como la materia, que ni se crea ni se destruye. Y la gracia en el oficio de un jugador fue capaz de envolver el juego del equipo, recuperar el entusiasmo de los aficionados e inspirar al periodista, Víctor de la Serna, para descubrirnos la esencia del fútbol: “Echarle gracia a las cosas. Echarle gracia a la vida, al oficio, al lenguaje, a los movimientos; acertar con el ritmo de una actividad. He ahí el gran secreto que sólo descubren los elegidos…”


Un peque de Mr. Pentland

Amós Francisco Javier de la Torriente Rivas (Santander, 1905-1976) fue uno de esos elegidos. Formó parte del selecto grupo de los “peques” de Mr. Pentland y luego continuaría su progresión jugando en el New Racing hasta debutar en el primer equipo racinguista en 1923. Se mantuvo en el Racing de Santander durante toda su vida deportiva y contó con el privilegio de ser uno de los jugadores que logró la histórica clasificación para formar parte de los diez clubes que fundarían la Primera División. Aunque su puesto era el de extremo derecha, la incorporación de Santi Zubieta le llevaría a jugar por la banda izquierda, donde haría célebre su habilidad para regatear y su tacto para colgar pases medidos al área. Su estado de gracia fue clave para que los aficionados olvidaran la pésima primera vuelta de aquel primer campeonato de Liga, con un Racing desfondado por la tortuosa fase de clasificación de empates y prórrogas, con el efímero descanso de tres días que separaron el partido final de la temporada, en Madrid, contra el Sevilla F. C., y el del inicio de la siguiente, contra el F. C. Barcelona, en Santander. Por eso el juego racinguista, que en las primeras partes se mantenía sólido, se hundía tras el descanso para caer batido una y otra vez.

La segunda vuelta

Pero en la segunda vuelta llegaría el estado de gracia de Amós que se culminó el 9 de junio de 1929, cuando el conjunto santanderino recibió en los Campos de Sport a la Real Sociedad de los ocho goles. El conjunto donostiarra mantenía la garra que el año anterior había demostrado en El Sardinero, en la triple final de la Copa del Rey que le había enfrentado al F. C. Barcelona, así que las apuestas se inundaron a favor de los vascos que comenzaron marcando a los 15 minutos gracias a un disparo de Mariscal. Los hombres de O’Connell no se desmoralizaron y muy pronto lograron el empate por un penalti lanzado por Amós. Cuando faltaban dos minutos para que acabara la primera parte, Larrínaga lanzó en profundidad un pase hacia Amós, y éste, sobre la marcha, empalmó un disparo cruzado imparable hacia la portería adversaria. En la segunda parte, la codicia del Racing no se apagó. Gómez-Acebo remató de cabeza un pase de Julio Torón para marcar el tercero y poco después, los racinguistas marcaron otros tres tantos en ocho minutos, dos de ellos obra de Gómez-Acebo y el otro de Loredo.

El artículo en 'El Cantábrico'

El Racing devolvió la goleada a los guipuzcoanos con un Amós de velocidad de vértigo, pases medidos y una armonía que deslumbraría al periodista Víctor de la Serna, que en ‘El Cantábrico’ dejó escrito un artículo titulado “La gracia en el oficio”:

“…En esa nadería de correr tras una pelota, o correr con una antorcha, un hombre y otro hombre se diferencian. Uno puede hacer una cosa lamentable y triste, en que la humana arquitectura se ‘degringole’ en un gesto feo y desapacible; en un gesto bárbaro o en una silueta rota. El otro hombre puede hacer una bella cosa; puede, sencillamente, echarle gracia al oficio, dotarle de esa cosa tan maravillosa que también se conoce con una palabra griega: estilo…/… Si cada jugador de fútbol le echara al oficio la cantidad de gracia, la calidad de estilo que Amós de la Torriente le echó anteayer al suyo, el juego inglés se habría convertido en una cosa graciosa y bella, digna del himno, del relieve y del friso”.

La ley de las gradas es tan sencilla como inflexible. Los sonoros desahogos de pitos y abucheos pueden transformarse en aclamaciones de admiración simplemente con “echarle gracia a la vida, al oficio, al lenguaje, a los movimientos…”, como hizo aquel día Amós de la Torriente y como podemos hacer todos en cada una de las actividades que emprendamos.

miércoles, 25 de octubre de 2017

José María de Cossío y García Lorca, en el campo de fútbol

La emoción colectiva nos hace autómatas. Todo por culpa de ese contagio que se transmite como la electricidad al sumergirnos en el gentío, convirtiéndonos en una diminuta parte de un todo incontrolable. Entonces somos enfermos solidarios, capaces de sincronizar nuestros gestos, nuestras acciones y, si no fuera porque la infección los diluye, hasta nuestros pensamientos. Y en cuanto el balón entra en la portería rival, los brazos se alzan, las piernas saltan, los ojos parecen salirse de su órbita y las bocas gritan al unísono la misma palabra. Es igual la raza, la religión, la clase social o cualquier otra condición de la naturaleza humana: ¡Gol!

En el Metropolitano de Madrid

A José María de Cossío le gustaba compartir esa emoción colectiva. Acaso por eso fue un asiduo erudito de los dos espectáculos de masas más importantes de la España del siglo XX: el fútbol y los toros. Amante de la vida social y del carácter lúdico de la vida, Cossío fue sabio introductor de los placeres del fútbol entre los poetas de la generación del 27. De todos es conocida su influencia para que Rafael Alberti se quedara con la boca abierta admirando el arrojo de Platko en los Campos de Sport, pero casi anónima es la presencia de Cossío y Federico García Lorca en el estadio metropolitano de Madrid para ver un partido de la selección española de fútbol donde actuaba el racinguista Fernando García.

En uno de sus artículos publicado en ABC con el título “El tema taurino y la Generación del 27”, y que ha llegado a mis manos gracias a Rafael Gómez, se recoge esta sabrosa anécdota futbolística con un García Lorca del que sólo se conocía su afición al tenis:

“... recuerdo que en una tarde de no hay billetes pretendía, conmigo y otros amigos, penetrar en un campo de fútbol. Detuviéronle los porteros encargados de ellos y Federico, con una imponente dignidad, le preguntó al portero: “¿Usted no me conoce?”. El portero se encogió de hombros dando a entender que no le conocía; y entonces, echándole un decisivo valor al asunto, dijo muy dignamente: “Yo soy Samitier”. A lo que el portero tuvo una reacción valiente y le dijo: “Usted lo que es, es un sinvergüenza.” Intervenimos todos y, naturalmente, pasamos”.

El diario de Cossío

La localización y la fecha de esta anécdota, se rescata en el diario personal de José María de Cossío. En los renglones dedicados al 8 de enero de 1936, en Madrid, Cossío apunta: “Partido de seleccionados contra un equipo checo... Encuentro en el partido con Federico García Lorca”. Entonces José María y Federico ya estaban hermanados por la amistad. El de Tudanca había estado presente en las representaciones de Fuenteovejuna que la compañía de teatro de Lorca, ‘La Barraca’, había ofrecido durante los cursos de la Universidad Internacional de Verano de Santander que organizaba la Sociedad Menéndez Pelayo, y en donde Cossío había sido profesor, recibiendo de la compañía el entrañable título de “barraquito honorario”, nombramiento que permitía entender la vida de los faranduleros y sus bromas llenas de ingenio y vivacidad, como la que nos ha recordado Benito Madariaga cuando García Lorca, invitado en Tudanca por Cossío, se subió a un árbol y a gritos comenzó a recitar una escena de teatro. Quizás fue lo que García Lorca intentó hacer aquella futbolística tarde de enero, interpretar una nueva obra de teatro.


La selección de España contra el S. K. Zidenice

El partido de fútbol que se disputó aquel día, miércoles, en la capital de España, ofrecía como atracción ver a la selección nacional que tenía que enfrentarse a Austria once días después, y jugaba uno de sus partidos de preparación contra el S.K. Zidenice de Brno. El partido, que finalmente García Lorca pudo presenciar gracias a la influencia que D. José María ya tenía en las esferas futbolísticas (Cossío era entonces presidente del Racing y había sido delegado federativo de la misma selección nacional), se jugó a las tres y cuarto de la tarde en el estadio Metropolitano, situado cerca de la barriada madrileña de Cuatro Caminos. García Lorca, con su arrebatadora estimulación dramática, quiso superar las cinco pesetas que costaba la entrada de Tribuna con una difícil interpretación, nada menos que la de José Samitier, exjugador del F. C. Barcelona y Real Madrid, también amigo de Cossío, que llevaba el merecido apodo de ‘El Mago del balón’. Quizás resultó ser un personaje demasiado conocido para los porteros del estadio que no comprendieron la calidad y el arrojo de su papel.

Con la mediación de José María de Cossío, que como presidente del Racing acudió a ver al seleccionado jugador racinguista, Nando García, el poeta de Granada pudo contemplar aquel encuentro donde la selección española ganó dos a uno, con goles cuyas circunstancias (un remate de Lángara a pase de Emilín y un disparo de Herrerita a pase de Luis Regueiro) adquieren valor no por su belleza, eficacia u oportunidad, sino por haber sido celebrados en el campo por dos hombres tan significativamente vinculados con la cultura y la literatura que se dejaron llevar por “el encanto de sumirse en la masa”, contagiados de la enfermedad que sincroniza nuestros gestos, nuestras acciones y acaso nuestros pensamientos para gritar al unísono la palabra ¡Gol!

lunes, 16 de octubre de 2017

El primer triunfo del fútbol español

Cuando se abre una nueva competición, siempre vuelvo a la nostalgia de la primera vez. No hace falta pasar las páginas del viejo periódico que conservo doblado y arropado entre las páginas de uno de mis libros. A toda plana, en la portada, puedo leer el gran titular: “¡Eurocampeones!”. Fue el día más lúcido del año, el 21 de junio, solsticio de verano de 1964, con una noche también llena de luz. Unos dicen que fue un rayo, otros que un remate de cabeza, pero lo cierto es que muy pocos tuvieron ocasión de verlo, porque el pestañeo del asombro emocionado había sorprendido a los cerca de cien mil espectadores del Santiago Bernabéu.

El gol de Marcelino

El periodista Antonio Valencia fue uno de los pocos que lo vivió con los ojos abiertos. Faltaban siete minutos para el final y el marcador mantenía el empate a uno desde el minuto 8 de la primera parte. Feliciano Rivilla, impulsado por el entusiasmo de todo el equipo, interceptó un balón e inició una galopada lanzándose al ataque por su banda derecha. Luego cedió la pelota a Pereda, que continuó su avance hasta que un defensa soviético quiso cerrarle el paso. Fue entonces cuando lanzó aquel centro duro y a media altura y el periodista se imaginó el remate “como el último verso perfecto que termina un soneto”. Y la métrica del poema congeló la figura de un excelso guardameta. Allí se quedó clavado Yashin, descansando su cuerpo sobre una rodilla semiflexionada, la única parte de su cuerpo que presintió por donde entró el balón en su portería.

Algo más que un triunfo

Pero aquel triunfo, el más importante que hasta entonces había conquistado el fútbol español, fue algo más que una victoria deportiva. El régimen de Franco lo celebró como anunciando un nuevo parte de guerra del primero de abril, no en vano, el rival de la selección española era el poderoso equipo del comunismo internacional, la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), primer campeón de Europa, cuyos jugadores lucían en su camiseta las casi clandestinas siglas de CCCP. Las relaciones políticas entre ambas naciones eran nulas y ya se habían interferido en los asuntos deportivos. Cuatro años antes, en la edición del primer Campeonato de Europa de selecciones nacionales, los cuartos de final emparejaron a España y a la URSS. Ambas federaciones acordaron las fechas de los partidos que tendrían que disputarse en Moscú y Madrid, pero al parecer, los ministros Carrero Blanco y Alonso Vega influyeron sobre el jefe del estado planteando que la llegada de los soviéticos a España era inoportuna e indignante. ¿Comunistas en la capital del franquismo? Para algunos era toda una provocación. Dicen que Franco llegó a exponerlo en un consejo de ministros y que incluso se celebró una votación donde se impuso la conveniencia de no jugar. Y así fue. La URSS pasó a la semifinal directamente, superó a Checoslovaquia y luego en la final derrotó a Yugoslavia proclamándose campeón de Europa y ganador de la primera copa Henri Dalaunay.

El camino de la gran victoria

En la segunda edición, las cosas cambiarían. El equipo español fue uno de los 29 que participó, eliminando a Rumanía, Irlanda del Norte y República de Irlanda para alcanzar las semifinales. En mayo, la UEFA había decidido que los últimos partidos se disputaran en una fase final que se celebraría en España, concretamente en Madrid y Barcelona, ciudades que recibirían a los cuatro mejores equipos europeos. España y Dinamarca ya se habían clasificado cuando se tomó la decisión, y aún faltaban por conocerse los otros dos rivales que saldrían de los ganadores del URSS-Suecia y del Hungría-Francia. Por lo tanto, las autoridades franquistas se vieron con las manos atadas para vetar de nuevo a los soviéticos en caso de que se clasificaran, cosa que lograron, como los húngaros. La fase final estuvo rodeada de una morbosa expectación. Amancio lo culminó marcando el dos a uno a Hungría en la segunda parte de la prórroga, mientras que la URSS derrotó fácilmente a Dinamarca por tres a cero. La España de Franco, como si fuera el argumento de una película de José Luis Sáenz de Heredia, volvió a batallar con éxito contra los rojos, que de ese color vistieron los jugadores soviéticos en la final, ante el azul de los españoles.

Aquel primer gran triunfo se mantuvo aislado y único hasta 1992, cuando ya en democracia, se consiguió la medalla de oro en los Juegos Olímpicos. Años después, la madurez de la convivencia social y política lo igualó y superó, porque en 2008 y 2012 repetimos la proeza (Campeones de Europa) y en 2010 la superamos con creces (Campeones del Mundo).

Cuando se abre una nueva competición, siempre vuelvo a la nostalgia de la primera vez, cuando a toda plana, en la portada, podíamos leer el gran titular: “¡Eurocampeones!”, mientras soñamos, impacientes, que vuelvan a alumbrarnos los rayos y remates de los solsticios de verano con otro gran triunfo del fútbol español.

lunes, 18 de septiembre de 2017

Coque y el romance ciego de un futbolista

Alguien pintó el amor ciego y con alas. Ciego, para no ver la realidad y guiarse a tientas por el contacto de dos fantasías; con alas, para huir tan lejos como la imaginación lo permite, porque huir es la única victoria posible ante el torrente de deseos incontrolables que atan la voluntad, arruinan la razón y provocan el último suspiro de la sabiduría.

Gerardo Coque Benavente (Valladolid, 1928-2006) continuaba huyendo cuando llegó a Santander. Nadie como él había sufrido con las quemaduras de aquella relación volcánica donde los que están fuera, ven antes el humo que las llamas los que, ensimismados, arden y se consumen por dentro. Pero con su mirada en proceso de recuperación, disimulando el aleteo malherido de su rumbo y algo chamuscado, Coque saltó al campo de Las Llanas para demostrar que aún seguía siendo un gran futbolista. Aquel día, 25 de octubre de 1959, le acompañaron en Sestao, en su bautismo racinguista, Larraz, Duró, Santamaría, Trueba, ‘Crispi’, Pardo, Raluy, Montejano, Sampedro y Nando ‘Yosu’.

El éxito precoz

Acaso no fue fácil digerir el éxito y la celebridad desde una humilde panadería de Valladolid, sin la coraza que proporciona la experiencia de la edad. Porque Coque sólo tenía 17 años cuando debutó en el primer equipo del Real Valladolid, con el que consiguió cosas que nunca se habían visto en la capital castellana, como ascender a Segunda División en 1947 gracias a una promoción derrotando al Racing, y al año siguiente, subir por primera vez en la historia a la máxima categoría con dos goles suyos ante el R. C. Deportivo de La Coruña. En 1950, su equipo logró llegar a la final de la Copa del Generalísimo y él mismo marcaría el gol del empate que obligaría a jugar la prórroga contra el Athletic Club, que finalmente se impondría por cuatro a uno. Su fútbol fue creciendo y el 1 de junio de 1952 se convirtió en el primer jugador vallisoletano en ser internacional absoluto con España, cuando se ganó por seis a cero a Irlanda, con el gesto heroico de anotar el primer gol y jugar hasta el final con un brazo roto, sujeto con un fuerte vendaje. 

Madrid, Lola Flores y la farámbula

En 1953 llegó su gran recompensa. Fue traspasado al Club Atlético de Madrid y el mundo se mostró a sus pies. Tenía 25 años y en una tarde de farándula, el actor Paco Rabal le presentó a Lola Flores, la famosa cantante que acababa de tener un romance con el futbolista del C. F. Barcelona, Gustavo Biosca. Dicen que la folclórica se encaprichó de Coque para darle celos a Biosca. Lo cierto es que Coque se rindió ante la enorme sensualidad de ‘La Faraona’, retrasó su boda con su novia de Valladolid y se dejó llevar por las noches de cabarets de moda y las juergas de tabaco, finitos, cantares y zapateados. Y Coque fue disipando su valioso talento futbolístico.

La huida de cante y baile a Sudamérica

La relación con Lola Flores decayó cuando la artista se fue de gira y regresó con un novio panameño. Fue entonces cuando Coque decidió casarse. Pero cuando Lola despachó al panameño, no resistió la tentación de caer de nuevo ante sus encantos. Otra vez las juergas nocturnas invadieron la vida del futbolista, mientras que su esposa, indignada, volvió a Valladolid. Y Coque empezó a faltar a los entrenamientos sin que nadie supiera de su paradero, hasta que se descubrió que se había marchado con Lola Flores a Sudamérica para acompañarle en su espectáculo de cante y baile. El Atlético le denunció ante la Federación por incumplimiento de contrato, pero Lola Flores envió al club la cantidad de 50.000 pesetas como pago de una parte de la ficha, “porque el único sitio donde Coque tiene que meter goles es aquí”, comentaba altiva y desafiante, señalándose entre sus ingles.

Rehacer su vida

Tras dos años de una tortuosa relación de celos y broncas, el romance entre Coque y Lola Flores terminó cuando la cantante se enamoró del guitarrista Antonio González, ‘El Pescadilla’, con el que se casaría. La mujer de Coque le perdonó y el jugador intentó rehacer su vida regresando a los campos. En 1957 fichó por el Granada C. F., pero no contaron mucho con él. Luego fue a su club de toda la vida, el Real Valladolid, donde colaboró en un nuevo ascenso a Primera, aunque no rindió como se esperaba, y después llegó a Santander. En el Racing volvió a brillar, junto a una delantera formada por Zaballa, Sampedro, Galacho, Coque y ‘Yosu’, con la que los montañeses subieron a Primera División en 1960. Coque marcó aquella temporada nueve goles para contribuir al último éxito de su carrera deportiva. Y así terminó su huida, porque huir fue la única victoria posible ante el torrente de deseos incontrolables que atan la voluntad, arruinan la razón y provocan el último suspiro de la sabiduría.

sábado, 9 de septiembre de 2017

La pierna heroica de un ciclista

El pelotón ciclista de las páginas de ‘Arriva Italia’ me ha atropellado. Aún estoy ensimismado con las historias de Fausto Coppi, Gino Bartali o Fiorenzo Magni, todo por culpa de Marcos Pereda y ese libro de deportistas martirizados por tantos kilómetros y kilómetros de carreteras. Pero en esas rutas de una nueva nación ansiosa de gloria y soñadora de ciclismo, hay un corredor que por anacrónico y mutilado no aparece en el libro. Se trata de Enrico Toti, un romano que se convertiría en héroe sin metáforas y que bien podría haber inspirado la frase de Erasmo de Rotterdam: “La locura es el origen de las hazañas de todos los héroes”.

La amputación

Enrico Toti nació en Roma en 1882. Su humilde familia estaba vinculada al trabajo ferroviario y el joven Enrico, después de embarcar en varios buques de la armada italiana, se enrolaría como fogonero de los ferrocarriles estatales. Dotado de excelentes cualidades físicas, en ese tiempo se aficionaría al ciclismo, e incluso en 1903 ganaría alguna prueba. Pero su carrera deportiva y personal sufrió la desgracia que condicionaría su vida. El 27 de marzo de 1908, en la estación de Colleferro, se vio atrapado en el acoplamiento de dos locomotoras que estaba revisando y las ruedas dentadas aplastaron su pierna izquierda que sería amputada a la altura de la cadera. Tenía entonces 25 años.

Pero Enrico Toti supo superar con fuerza e imaginación su discapacidad. Además de dedicarse a diseñar pequeños inventos, su espíritu deportivo le empujaría a participar en pruebas de natación cruzando el Tíber. También lo haría en algunas pruebas ciclistas, aunque éstas tenían más propósito de exhibición que competitivo. El interés de ver en acción la soltura de un ciclista con una sola pierna le animaría en 1911 a realizar la gran aventura de recorrer Europa en bicicleta desde Roma, pasando por Francia, Bélgica, Holanda, Alemania, Dinamarca, Suecia, Noruega (donde llegó al círculo polar ártico), Rusia, Polonia, Austria y nuevamente su querida Italia. Tras un mes de descanso, embarcaría luego hacia Alejandría para recorrer con su bici Egipto, Nubia, Sudán… hasta que las autoridades británicas le obligaron a parar su viaje enviándole a El Cairo, desde donde regresaría a Roma.


Patriota y fanático

Patriota hasta el fanatismo, y con un gran odio hacia los austriacos de los Habsburgo, con los que Italia mantenía constantes disputas de límites fronterizos, al estallar la Gran Guerra, Enrico Toti se entusiasmó con el deseo de participar activamente en el conflicto. Por eso se desplazó con su bicicleta al frente, en la zona alpina, intentando entrar en combate. Pero es rechazado una y otra vez. La insistencia de Toti es tan grande que incluso molesta a los soldados, ya que pone en evidencia la escasa motivación bélica que tiene la mayoría, así que le increpan, le insultan y le apedrean. Pero Toti no se rendirá. Es un experto en sortear adversidades y como si fuera un polizón, se cuela en las trincheras de la primera línea de fuego hasta que le descubren y le obligan a regresar a Roma.

Escribe cartas a las autoridades rogando que le dejen incorporarse al frente, porque se siente “ferviente ciudadano italiano hasta la última gota de mi sangre”, y finalmente consigue alistarse como voluntario en el Regimiento de Bersaglieri, la sección de soldados ciclistas del ejército italiano. El 6 de agosto de 1916, cuando los bersaglieri intentan tomar una cota cerca de Montefalcone, al norte de Trieste, llegará el gran triunfo de Enrico Toti. Fue el primero en lanzarse hacia las trincheras enemigas con su bicicleta impulsada por una sola pierna. Una ráfaga de ametralladora le dejaría moribundo en el suelo. Antes de morir aún tuvo fuerzas para arrojar su muleta al enemigo, besar la pluma de su casco de bersaglieri y pronunciar su famosa frase: “Nun moro io”.

Símbolo nacional

Y efectivamente, Enrico Toti no murió. Su gesto heroico se convirtió en todo un símbolo nacional. Es cierto, como señala Marcos Pereda, que fue figura fundamental del imaginario fascista que iba a nacer tras el final de la Gran Guerra, pero también inspiraría a los poetas del futurismo y al espíritu invencible que nunca se rinde. Su memoria sigue viva por toda Italia, alimentada por los monumentos levantados en su honor. También las calles, centros educativos y deportivos, e incluso submarinos de la armada de su país llevan el nombre de este romano deportista que se convirtió en héroe sin metáforas y que bien podría haber inspirado la frase de Erasmo de Rotterdam: “La locura es el origen de las hazañas de todos los héroes”.

miércoles, 23 de agosto de 2017

Urtain y el desplome de la grandiosidad

Caer es sucumbir en el combate contra la gravedad, dejarse llevar por esa fuerza misteriosa que nos ata a la tierra y reconocer nuestra naturaleza de dioses expulsados de un cielo que nunca conquistamos, aunque hubo alguien que casi lo logró, a puñetazo limpio.

Nacido en la localidad guipuzcoana de Aizarnazabal el 14 de mayo de 1943, José Manuel Ibar Azpiazu se crio en el caserío Urtain, de donde adquirió el apodo con el que se hizo célebre. Era un chaval rebelde que a los 11 años se escapó del internado de los Jesuitas de Tudela, así que en vez de estudiar prefirió trabajar en diversos oficios pero practicando varias modalidades de deporte rural. Gracias a su enorme fortaleza física se hizo famoso como cortador de troncos y levantador de piedras, llegando a alzar bloques de 250 kilos y batiendo el récord de levantamiento de piedra de 100 kilos en nada menos que 192 veces.

Tosco y sin técnica

Cuando el empresario donostiarra José Lizarazu le conoció, quedó impresionado por su fuerza descomunal y le propuso dedicarse al boxeo. Aquello cambiaría su vida. Era tosco, sin técnica, pero sus brazos eran armas de destrucción masiva. Su primer rival le duró 17 segundos y el resto eran retirados del ring en camilla o conmocionados. Combate a combate, su nombre empezó a sonar acompañado de un marketing de éxito apoyado por los medios de comunicación, aunque también se rumoreaba que sus peleas estaban amañadas. Pero entre tantos detractores, surgían cada vez más los admiradores de su fortaleza que en los años setenta le convertirían en un fenómeno de masas.

La culminación

La culminación de todo el proceso llegaría dos años después de su primer combate. El cuadrado de lona rodeado por doce cuerdas se ubicó en el Palacio de los Deportes de Madrid. Era la noche del 3 de abril de 1970. Allí había llegado, en olor de multitudes y con la contundente trayectoria de 27 combates y 27 victorias por K.O. el invencible y contundente boxeador guipuzcoano que con algo más de 84 kilos estaba dispuesto a conquistar el título de campeón de Europa de los pesos pesados. Su rival era el alemán Peter Weiland. El país se paralizó por aquel combate. Dicen que algunas entradas de la primera fila se vendieron a 50.000 pesetas, cuando el salario medio en aquel entonces era aproximadamente de 20.000. Cuando sonó la campana, las puertas del cielo se abrieron para mostrar su umbral y las voces de miles de espectadores: “¡Ur-tain!, ¡Ur-tain!, ¡Ur-tain!”.

El combate por el título

Todo marchaba muy bien para Urtain que sin embargo no era capaz de dosificar el esfuerzo y se desgastaba poco a poco en la potencia de unos golpes que no siempre llegaban a su destino. Por su parte, el alemán encajaba bien y parecía que estaba esperando la oportunidad del cansancio de su rival. El ritmo de Urtain desfallecía con el paso de los asaltos. En el cuarto, ambos recurrieron a la confusión de los abrazos del cuerpo a cuerpo para tomar respiro, y en el quinto, Weiland pegó en corto son su izquierda, Urtain no pudo esquivar, agachó la cabeza y recibió un castigo que le apagó su movilidad. Acostumbrado a terminar las peleas demasiado pronto, flotaba en el ambiente la duda de si el español podría aguantar más. Pero en el séptimo, acaso consciente de la situación, Urtain echó el resto de su energía, atacó duro con ambos puños, envió a Weiland contra las cuerdas y sus golpes le hicieron doblar la rodilla y tambalearse. Cuando el árbitro terminó la cuenta y declaró ‘Knock-out’, Urtain brincó de alegría porque ya era el nuevo campeón continental.


El declive

Pero Urtain no pudo entrar en el cielo. Perdió el título poco después en Wembley frente al británico Henry Cooper, y aunque lo recuperó posteriormente, su declive ya había empezado. Con un palmarés de 68 combates, con 53 victorias (41 de ellas por K.O.), 11 derrotas y 4 nulos, la gravedad del éxito mal gestionado le arrastraría a una ruina que no pudo encajar. Derrochador, mujeriego, bebedor... Probó con la lucha libre y varios negocios que le sumieron en el fracaso. Agobiado por los acreedores, los amigos le dieron la espalda y su esposa (la segunda) le abandonaría llevándose a sus hijos. Cuando la casera de su piso de la calle Fermín Caballero de Madrid vino a pedirle las llaves para echarle, José Manuel Ibar Azpiazu se dejó llevar por esa fuerza misteriosa que nos ata a la tierra. Fue su último combate y se lanzó al vació desde el décimo piso. Fue el 21 de julio de 1992. Dicen que con Urtain también quedó aplastada la edad de oro del boxeo español y que desde entonces nadie entrará en el cielo a puñetazo limpio.
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