Radchenko |
Lo recuerdo impactado. Como cuando oí por la radio los disparos de Tejero en las Cortes, o cuando vi por la televisión cómo ardían las Torres Gemelas. Pero en esta ocasión, yo estuve allí. Fue un silencio que estremeció a miles de personas, unánimemente enmudecidas. Es cierto que sólo fueron unos segundos, porque enseguida estallaron brotes de delirios que rebotaban en el eco de aquel vacío de voces calladas, de bocas semiabiertas que agujereaban miles de caras incrédulas. Eran delirios de una minoría racinguista que nunca dejó de ser silenciosa, pero que emergió enérgica para celebrar el milagro de un gol y la aparición de un nuevo ídolo.
El saludo de los capitanes
Todo empezó cuando Quique Setién y Ánder Garitano estrecharon sus manos en el centro del campo. Unos tres mil seguidores del Racing se habían desplazado a San Mamés, salpicando sus distintivos verdes y blancos por las inmediaciones del campo. El club santanderino había regresado a Primera División, y la visita a Bilbao, después de tantos años deambulando por la Segunda División, con el amargo paso por la Segunda B, era un aliciente más para la afición racinguista que había recuperado el entusiasmo. Pero el equipo que dirigía Javier Irureta no estaba atravesando un buen momento. Después de un inicio liguero bastante aceptable para ser un recién ascendido, se enfrentaba en la decimoséptima jornada al Athletic Club de Bilbao con el bagaje de haber perdido los tres últimos partidos contra el R. C. D. de la Coruña (1-0), Real Oviedo (1-2) y Atlético de Madrid (4-0). Por su parte, el Athletic Club había iniciado una racha de excelentes resultados que invitaba a apostar por una victoria inevitable de los vizcaínos. Pero ya se sabe, el fútbol no es siempre como se piensa.
No hubo goles en la primera parte en el viejo San Mamés, pero fue el Racing el equipo que más cerca estuvo de marcar, aunque el penalti que Larrainzar hizo a Radchenko no fue señalado por el árbitro, Andújar Oliver.
Los goles
En la segunda parte, la defensa cántabra comenzó a debilitarse y la delantera vizcaína aumentó sus opciones. Tuvo tres ocasiones claras en las botas de Larrainzar, Guerrero y Eskurza, que anunciaban la llegada del gol local. Y el gol vino gracias al oportunismo de Ciganda, un jugador que comenzaría a especializarse en batir la portería racinguista, y que en esta ocasión remató en el área pequeña un rechace de Ceballos a un duro disparo de Julen Guerrero. Se cumplía el minuto 55.
Encajar un gol produce sensaciones amargas. Los jugadores se miran por un momento buscando respuestas que no se encuentran y enseguida los ojos ponen su punto de mira en la hierba, mientras se camina cabizbajo hacia el círculo central. Es el pitido del saque el que obliga a levantar la cabeza, a respirar hondo y a eludir el impetuoso arranque de quienes acaban de ponerse por delante en el marcador. Cuando se supera esta embestida, se produce un proceso de cambio de actitud. Irureta sale del banquillo y da instrucciones a Michel Pineda para salir al campo. Durante el cambio, le indica a Quique que adelante su posición. En el Athletic, las sensaciones giran alrededor de la misión cumplida.
La salida de Pineda es providencial. Recoge un balón al borde del área y su disparo establece un empate que deja fría a la parroquia de rojo y blanco. Efectivamente, encajar un gol produce sensaciones amargas e invitan a un proceso de cambio, y los vascos vuelven a buscar la victoria. Pero al Racing se le ha olvidado cambiar. La dinámica de buscar el empate continúa en las botas de sus futbolistas.
La genialidad de Radchenko
Cuando todo parecía destinado a un empate a uno, Dmitry Radchenko se negó rotundamente a aceptar el resultado. Recogió el balón en el centro del campo y esperó a que Mutiu estuviera en disposición de acompañarle para hacer una pared. Cuando recibió la pelota devuelta del nigeriano, el ruso intensificó su carrera con zancadas eléctricas y frescas, impropias del minuto 88 en el que se desenvolvía la jugada. Estiraba la pierna para tocar el balón con la puntera cambiando la trayectoria de la carrera a su conveniencia. Fueron sólo cuatro toques con su pie derecho. El primero fue para controlar la devolución de Mutiu. Con el segundo se coló entre dos rivales que a punto estuvieron de darse de morros intentando parar la afilada penetración hacia el centro de la portería. El tercero superó la entrada desesperada del central, que se tiró al suelo para alargar su voluntad fracasada de arrebatar el balón a aquel espigado jugador. Y el cuarto, ¡oh el cuarto! El cuarto se ejecutó justo en la media luna que corona el área. Fue un toque diferente a los rápidos y breves que lo precedieron, un toque acompañando el balón hacia arriba, levantando una vaselina sobre el guardameta Valencia, que había salido hasta más allá del punto de penalti para evitar la inercia del avance del delantero. Yo vi aquella jugada justo detrás de la portería. La vaselina era tan alta y seca, que me pareció eterno su vuelo. Incluso presentí que era demasiada alta, y que el bote en el suelo podía elevar el balón por encima del larguero. Acaso eso mismo pensaba Radchenko cuando, inmóvil y expectante, miraba la pelota estirando el cuello. Fue cuando estalló el silencio, el gran silencio de San Mamés. Y el balón entró. Y Radchenko se arrodilló, se sentó sobre sus talones y lanzó el grito del triunfo hacia el cielo. Lo recuerdo impactado. Como cuando oí por la radio los disparos de Tejero en las Cortes, o cuando vi por la televisión cómo ardían las Torres Gemelas. Pero en esta ocasión, yo estuve allí.
El nombre de la catedral
¿Que por qué se llama la catedral? Lo comprendí aquel día, cuando escuché aquel silencio de iglesia, silencio de devotos rezando, silencio de plegarias de arrepentidos y penitentes, venerando a un nuevo ídolo (devorador de leones) que desbancó a San Mamés de los altares de aquel templo del fútbol.