En los senderos que una vida sensible sortea entre la escasez, el sufrimiento, el compromiso social y la tragedia, también hay momentos de evasión para jugar al fútbol, porque aquel gran poeta que murió en la cárcel de Alicante sin haber podido cumplir los treinta y dos años, también vivió en el centro del campo, repartiendo juego entre sus compañeros, abriendo ataques, cerrando ofensivas extrañas y componiendo himnos para su equipo, quizás teniendo en cuenta la frase de uno de sus grandes amigos, José María de Cossío, que escribía que “de un lado está la vida y de otra el juego, como de una parte está la naturaleza y de otra el arte”.
Fútbol en alpargatas
Quién lo iba a decir. Mientras los más importantes poetas españoles se estaban gestando en la Residencia de Estudiantes o haciendo homenajes a Góngora entre corbatas y condiciones sociales acomodadas, había uno de ellos que se dedicaba a cuidar cabras, a repartir su leche y a jugar al fútbol en alpargatas. Porque Miguel Hernández, el autor de ‘El rayo que no cesa’, era un consumado futbolista, aunque con lástima de llevarle la contraria a mi buen amigo, Carlos Bribián, que en su tiempo fue un aguerrido guardameta, el poeta de Orihuela no jugó en esa “visionaria” posición, sino en el centro del campo. Sus amigos dejaron testimonio de que jugaba bien y de que era fuerte y voluntarioso, pero algo lento, así que en un equipo donde todos los jugadores tenían mote, se quedó con ‘El Barbacha’, aludiendo a “la velocidad” de unos caracoles que solían abundar por aquellas tierras.
Líder del equipo
Miguel no era un jugador más. En realidad era uno de sus líderes y fue quien le puso nombre al equipo, ‘La Repartiora’, porque entre la pobreza de aquellos chavales, todos repartían para compartir lo que tenían de comer y de beber después de cada partido. Jugaban contra Los Yanquees, formado por jóvenes de la burguesía oriolana, o El Iberia, cuyos jugadores eran chavales de la calle de la Acequia. Cuando después de una emocionante victoria, los jugadores de ‘La Repartiora’ decidieron que había que componer el himno del equipo, todos se fijaron en Miguel, que era el que más tiempo se entretenía leyendo entre sus cabras. Así que aquel equipo insignificante de los chavales de la calle de Arriba de Orihuela, tuvo el honor de contar con una canción cuya letra estuvo escrita por un gran poeta y que se entonaba con la música de una canción de Las Leandras, “Por la calle de Alcalá”, y que comenzaba: “Vencedora surgirá/ porque lo ha mandado el Pá,/ la terrible y colosal Repartiora./ Por las calles marchará/ y el buen vino beberá/ porque siempre victoriosa surgirá./ En la tasca habrá de ver/ la ilusión con que al vencer/ mostrará siempre en su cara lisonjera./ Todo el mundo la verá/ bulliciosa y descará”…
La elegía al guardameta
Pero la mejor jugada de Miguel Hernández la hizo desde su posición de espectador. En 1930, un año antes de su primer viaje a Madrid, además de jugar, Miguel solía ir a ver, con su amigo Efrén, los partidos del Orihuela C. F., que jugaba en categoría regional. En uno de esos partidos presenció cómo el guardameta local, Lolo Soler, al ir a despejar un balón, impactó su cabeza con el poste de la portería. Miguel, impresionado con la sangre, escribiría una hermosa “Elegía al guardameta”, digna competidora de la oda a Platko de Rafael Alberti, con versos como éstos:
“A los penaltys que tan bien parabas
acechando tu acierto,
nadie más que la red le pone trabas,
porque nadie ha cubierto
el sitio, vivo, que has dejado, muerto”.
Pero la imaginación es la gran licencia de la literatura. Lolo Soler no murió aquel día. Acaso Miguel no quiso parar el caudal de sensaciones de aquella visión y fantaseó con la trascendencia de la muerte. Qué paradoja. Años después, Lolo Soler también estaría en la prisión de Alicante y en 1993 recordó una triste realidad, muda y sin versos imaginarios, cuando formando en el patio, con el resto de los presos, vieron pasar el ataúd que se llevaba una vida sensible entre la escasez, el sufrimiento, el compromiso social y la tragedia que también vivió en el centro del campo, repartiendo juego entre sus compañeros, abriendo ataques, cerrando ofensivas extrañas y componiendo himnos para su equipo, quizás teniendo en cuenta la frase de uno de sus grandes amigos, José María de Cossío, que escribía que “de un lado está la vida y de otra el juego, como de una parte está la naturaleza y de otra el arte”.